Middle Of The Night, de Lion Club
Cuando se habla de arte, y con un especial hincapié en la música, parece como si la juventud fuera un valor seguro ante el cual necesariamente han de polarizarse las opiniones: o se valora de forma extrema la juventud o se desprecia de forma taxativa; todo artista (joven) radica siempre en la problemática de su propia edad. Así parece como si todo artista joven sólo pueda ser o un crío pretencioso que pretende hablar de algo que no sabe, como si de hecho la juventud excluyera toda noción de la realidad, o como si sólo fuera capaz de hablar sobre el valor de la fiesta, el sexo, las drogas la amistad y el amor sin aportar nada sustancial al arte el cual está fecundando. De este modo la polarización de las ideas opuestas llegan a un punto en común, la visión de que toda apuesta de una voz joven debe ser, necesariamente, frivola y poco concreta pero que, sin lugar a dudas, con la madurez suficiente podrá ser uno de los nuestros, uno de esos que han vivido. Y como no todos somos Rimbaud, y de hecho ni él mismo lo fue ‑o, al menos, no tal como lo consideramos hoy‑, ser un artista joven pasa por el trámite de no poder tener el respeto de tus mayores.
Precisamente por eso Lion Club resultan tan cálidamente entrañables: su pecosidad pueril unido a su lánguido físico de incipientes posadolescentes con esa medida estética gótica-pero-no es la certera imagen de la juventud que ha vivido más que sus antecesores. Sus miradas tímidas pero atrevidas, las fotos hechas con reflex a contraluz, las posiciones forzadas en poses poco naturales pero insutidamente encantadoras; el espíritu de una adolescencia en ebullición que intenta escapar, inaprensible a nuestros sentidos, de un espacio y un tiempo que les es propio. Por eso se tiene miedo de la juventud, porque si ya son buenos ahora y el futuro es suyo podrán batir los límites de la comprensión de sus mayores.