En el terror siempre existe un doble movimiento que le da origen: el saber que algo no va bien, pero no tener la seguridad de qué es exactamente. Sin lo segundo lo primero no tiene razón de ser. Para sentir miedo necesitamos saber que algo está mal, que nuestra existencia o nuestras expectativas vitales han sido puestas en entredicho, pero no debemos saber exactamente cómo; cuando sabemos su razón de ser desaparece el miedo, al menos potencialmente: podemos racionalizar lo ocurrido, trazar un plan de acción y actuar en consonancia. El terror es la incógnita de saber cómo ocurrirá nuestra perdición, teniendo la certeza de que está acechándonos. De ahí que el temor a la muerte sea un miedo universal, que nos alcanza a todos; no es que todo miedo se reduzca al miedo de morir —ya que un ente inmortal es, potencialmente, también capaz de sentir miedo — , pero en tanto todos tenemos la certeza de que en algún momento moriremos, tememos a la muerte: sabemos que la muerte nos acecha, pero no podemos atestiguar ni cuándo ni cómo. Tener la certeza de que algo va mal sin saber como actuar para remediarlo, la consciencia limitada de la situación, es la auténtica fuente de todo terror.
Ese doble movimiento es lo problemático. Muchos escritores caen en la trampa conceptual del doble movimiento, tratándolo como dos gestos separados cuando son un mismo gesto con dos facetas; no es que haya un desconocimiento que se resuelve en el clímax, sino que existe una imposibilidad misma de resolver el misterio. Eso va contra un principio esencial de la narrativa, contra el conflicto: en el terror no puede haber resolución del conflicto, salvo que queramos diluir la atmósfera en el proceso. Ese es el problema del grueso de historias de terror, que o bien hacen que sea imposible siquiera imaginar la razón de lo ocurrido —anulando todo posible terror, ya que lo hace ininteligible— o bien cierran el asunto con una explicación que induce a la catarsis.