Supongamos que existe algo así llamado realismo, la pretensión de poder retratar aquello que es el mundo tal como es. Si aceptamos tal premisa, entonces tendremos que suponer que hay un sustento de lo real que va más allá de la adscripción interna, de los juegos del lenguaje o del solipsismo racional, para auspiciarse como una base constante, si es que no absoluta, de cuanto es posible conocer; si bien algo de eso hay en el mundo, pues el sol siempre nace en oriente para morir en occidente, como las cosas siempre caen hacia abajo y no hacia arriba, aquello que en literatura llamamos realismo más tiene que ver con el naturalismo o el costumbrismo que con realidad alguna. Lo que retrata esa literatura son usos y costumbres, caprichosos tiempos o espacios o individuos que se ha tenido a bien describir como paradigma de algo que ni es ni ha sido, al menos en tanto la realidad oscila y cambia según cada casa cada hora. El realismo no existe. O de existir, debe partir de la implacable verosimilitud de que la literatura no puede retratar de forma fehaciente usos y costumbres, más allá de lo que insinúa: la labor del arte no es plasmar lo real tal cual nos es dado, sino mostrarnos su raíz, su subtexto, contenido tras de sí.
Acercarse a Diez de diciembre es aceptar introducirse en una serie de juegos literarios, por literarios del lenguaje, donde hay apuestas debidas a la imposibilidad de plasmar la realidad tal cual sino es como metáfora de aquello que por sí misma es. No aceptarlo es fracasar en abordarlo. Fracasar porque nos narra historias que por sí mismas quedan como anécdotas —o para ser exactos, quedarían si fuera un escritor mucho menos dotado de lo que es George Saunders; su pulso narrativo, su capacidad para desentrañar pequeños detalles que dan sentido lógico al subtexto final, lo sitúa a años luz de la mayoría de sus coetáneos — , salvo porque siempre deja tras de sí aquella estela que nos permite ver, en retrospectiva, aquello que realmente nos interesa: el terror, el terror.