Secrets Behind the Wall, de Koji Wakamatsu
Aunque mi libertad acabe donde empieza la del otro, mi cuerpo nunca termina de acabar donde empieza el del otro. La carne del mundo se expande hacia el infinito devorándolo todo mientras la nuestra propia se encuentra con la del otro; es imposible determinar donde acaba mi propio cuerpo porque, si estoy realmente conectado con el mundo, estoy siempre determinado por el cuerpo ajeno. Es por eso que si toda herramienta no es más que una extensión de mi propio cuerpo —porque somos de facto cyborgs; desde el móvil hasta el bastón, pasando por la ropa o el bolígrafo, nuestro cuerpo se expande artificialmente haciendo carne de los objetos del mundo — , los otros están perpetuamente entrando en contacto con nosotros: el otro me ve, me oye, me siente. Toda herramienta se convierte en una extensión de nuestro cuerpo, de nuestros órganos. Incluso algo tan (aparentemente) inocuo como la escritura se convierte en contacto íntimo con el otro; es imposible escapar del otro, del contacto con el otro, porque nuestros cuerpos están conectados en la pegajosa red de carne que llamamos mundo.
Sabiendo lo anterior, Koji Wakamatsu crearía la obra de toda una vida a través de la excitación de la carne del mundo. Literal y metafóricamente. Es por eso que pretender ver en él sólo un ejemplo más del incipiente pinku eiga es quedarse muy atrás de todo aquello que expone sus películas; Secrets Behind the Wall nos habla de los pequeños dramas cotidianos, del panóptico de frustración sostenido en el presente, de la necesidad eternamente postergada del contacto de la carne.
Los dramas cotidianos cristalizan en las inseguridades, los celos, la intimidad, la pasión y las rarezas: los pequeños momentos que dan sentido al nosotros que va más allá de un tú y yo. Los problemas de convivencia, pero también sus buenos momentos, las sospechas y las bromas dejan paso a las verdades y los frotamientos que pueden cristalizar tanto en sus más negativas vertientes como en los destellos de la positividad presupuesta a la misma. El panóptico de la frustración sostenido en el presente sería la necesidad tanto de vigilar al otro como de exhibirme a él: cuando algo falla en mi modo de relacionarme con el mundo, cuando mi convivencia con el otro no fluye de forma adecuada al quedar estancada en la incomunicación, mi única esperanza es vivir a través del otro. Una picante ropa interior se convierte en un modo de hacerme ver por el otro — unos prismáticos se convierten en un modo de vislumbrar al otro: en ambos casos se trata de encontrar la satisfacción en el otro a través de herramientas, a través de aquello que extiende nuestra capacidad de conexión con la carne del mundo. La necesidad eternamente postergada del contacto de la carne es sólo la consecuencia de lo anterior, la frustración que se da cuando nuestra propia incapacidad nos lleva a estar cada vez más alejados de ese contacto o, incluso, a distorsionarlo —he aquí la confusión que se da entre eros y thanatos desde Freud: la frustración de lo sexual nos hace confundirlo con lo mortífero, creyendo querer herir aquello que en realidad deseamos pero no sabemos como conseguir conectar con nosotros — .
Es por ello que, lo que a priori no es más que un pinku eiga con toques criminales, en manos de Koji Wakamatsu se convierte en una posición foucaultiana al respecto de la propia vida, del cuidado de sí. La carne se convierte en una posición socio-política. Los amantes follando ante la atenta mirada de Iósif Vissariónovich Stalin representa esa revolución en la cual no importa los defectos del otro, sean en su piel o en su estado civil actual, el principio político por el cual sólo soy diferente al otro en la medida que no he penetrado lo suficientemente profundo en él. En el fluir existencial, todos somos carne. Es por eso aquí el sexo, la liberación del sexo, es una postura política: los activistas, los terroristas, los concienciados, son aquellos que follan (mucho y bien) haciendo de sus diferencias aquello que aman del otro; los acomodados, los aburguesados, los que no se cuestionan el presente, son aquellos que no follan y deben conducir su frustración a través de intentar destruir al otro. Los primeros se conducen en el sexo y en la muerte por caminos paralelos que andar, los segundos confunden ambos caminos en una misma plaza donde habitar.
En Koji Wakamatsu la carne, y más explícitamente el sexo, se convierte en una herramienta política a través de la cual se puede comprender como interactuamos y nos conectamos con el mundo. Por ello todo terrorista siempre lo es primero del deseo propio, pues sólo aquel hombre que es capaz de dinamitar la sexualidad freudiana dominante será capaz de comenzar una auténtica revolución en el mundo.
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