Etiqueta: pares

  • todas las caras de un sólido platónico son polígonos regulares iguales

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    Aunque ge­ne­ral­men­te ten­da­mos a ob­viar­lo to­dos los ele­men­tos pre­sen­tes en nues­tra exis­ten­cia ha­blan de no­so­tros mis­mos. Cuando ele­gi­mos po­ner­nos una ro­pa, usar una ti­po­gra­fía o di­bu­jar de un mo­do par­ti­cu­lar es­ta­mos ha­cien­do elec­cio­nes que nos con­fi­gu­ran; me re­pre­sen­to a tra­vés de mis elec­cio­nes es­té­ti­cas. Esto es lle­va­do al ex­tre­mo por David Mazzucchelli en su obra mag­na Asterios Polyp, don­de nos en­se­ña la vi­da del ar­qui­tec­to ho­mó­ni­mo a tra­vés de su na­rra­ción pe­ro, tam­bién, a tra­vés de las elec­cio­nes es­té­ti­cas que ha­ce pa­ra re­pre­sen­tar ca­da es­ce­na. Haciendo evi­den­te es­ta es­te­ti­za­ción del de­ve­nir, que ocu­rre (ca­si) siem­pre de un mo­do ve­la­do, Mazzucchelli nos ins­ta a des­ci­frar los di­fe­ren­tes có­di­gos de co­lo­res, for­mas y es­ti­los de di­bu­jo en su sig­ni­fi­ca­do pro­fun­do. Los re­quie­bros en to­da con­for­ma­ción del di­se­ño del mis­mo se atie­ne en to­do mo­men­to en la bús­que­da de un sen­tir más pro­fun­do que no se pue­de ex­pli­car con pa­la­bras; el na­rra­dor nos na­rra, las imá­ge­nes nos develan.

    La na­rra­ción se frag­men­ta en, al me­nos, dos ni­ve­les y un supra-nivel: tem­po­ral, fí­si­ca y sen­ti­men­tal. Se en­cuen­tra frag­men­ta­da en el tiem­po ya que va­mos al­ter­nan­do en­tre el pre­sen­te con un Asterios to­tal­men­te de­rro­ta­do in­ten­tan­do reha­cer su vi­da con el pa­sa­do don­de co­no­ce­mos co­mo lle­go an­te es­ta si­tua­ción, ha­cien­do es­pe­cial hin­ca­pié en la re­la­ción con su mu­jer, Hana. Del mis­mo mo­do en lo fí­si­co en­con­tra­mos las di­fe­ren­cias ra­di­ca­les de di­bu­jo, ge­ne­ral­men­te en­tre el es­ti­lo ra­cio­na­lis­ta de él en con­tra­po­si­ción al es­ti­lo más vi­vo de ella; un cho­que en­tre el cálcu­lo des­afo­ra­do y la tí­mi­da pa­sión. Y to­do eso con­flu­ye, fi­nal­men­te, en co­mo su re­la­ción se va de­fi­nien­do a tra­vés del tiem­po en los cam­bios que su­fren a tra­vés de su diseño.

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  • donde el amor nos alcanzó

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    Según Heráclito to­da la na­tu­ra­le­za exis­te en ho­nor de pa­res; to­do aque­llo que ten­ga un va­lor es­ta­rá siem­pre aso­cia­do de for­ma irre­so­lu­ble y vi­tal a su con­tra­rio. Sólo cuan­do ve­mos las fa­ce­tas de la reali­dad en su con­jun­to, en su har­mo­nio­sa co­mu­nión, po­dre­mos en­ten­der la in­trin­ca­da re­la­ción a tra­vés de la que se mue­ve el mun­do. Alguien que siem­pre ha en­ten­di­do es­to muy bien es Marlon Dean Clift y es­ta vez, ade­más, ha con­se­gui­do ma­te­ria­li­zar­lo de for­ma per­fec­ta en Þingvellir.

    Þingvellir es una zo­na de Islandia con tres pe­cu­lia­ri­da­des: una his­tó­ri­ca, una geo­ló­gi­ca y otra geo­grá­fi­ca. En el año 930 se creo an­te es­te pre­cio­so pa­sa­je el alþin­gi, el pri­mer, y aun en uso, par­la­men­to po­lí­ti­co de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad; es el lu­gar exac­to don­de con­ver­gen la pla­ca tec­tó­ni­ca eu­ro­asiá­ti­ca y nor­te­ame­ri­ca­na; y, ade­más, se pue­de ver la au­ro­ra bo­real des­de el pro­pio va­lle. Como en la can­ción las fuer­zas con­ver­gen con fu­ria en un eterno fluir cí­cli­co, pe­ro no cir­cu­lar, se si­túa siem­pre co­mo una con­for­ma­ción en es­pi­ral; des­de su ini­cio has­ta el fi­nal só­lo po­de­mos pre­sen­ciar la evo­lu­ción ló­gi­ca de he­chos que no se pue­den di­lu­ci­dar en su co­mien­zo. En un sub­ra­ya­do con­ti­nuo, tre­men­da­men­te ágil, lo que no es más que aque­llo que siem­pre es­tu­vo ahí en la vo­lun­tad de los pa­res nos con­ce­de la vi­sión de la sin­gu­la­ri­dad de un mo­men­to. Se da un de­ve­nir en el otro, en re­co­no­cer al otro co­mo en mi pro­pio ser, en el que no hay ni prin­ci­pio ni fi­nal sino el via­je en sí mis­mo; to­do se con­fi­gu­ra en la pu­ra cons­ta­ta­ción de que siem­pre los des­ti­nos es­tu­vie­ron uni­dos. Y he ahí que sea im­po­si­ble ver has­ta el fi­nal, en su con­jun­to com­ple­to, que no ha ha­bi­do cam­bio al­guno sino que fue­ron aflo­ran­do di­fe­ren­tes as­pec­tos que pa­re­cían ocul­tos: só­lo se pue­de ver aque­llo que es real ‑bien sea el amor, la po­lí­ti­ca, la geo­gra­fía o la música- des­de la dis­tan­cia que con­fie­re el po­der ver el pai­sa­je de la au­ro­ra, nun­ca só­lo la tierra.

    Y al fi­nal só­lo que­da esa sen­sa­ción de ha­ber vis­to al­go úni­co, es­pe­cial en el mun­do, que ja­más se vol­ve­rá a re­pe­tir por­que en ca­da oca­sión es di­fe­ren­te por­que to­do par, aun cuan­do los mis­mos, siem­pre su­po­ne una sin­gu­la­ri­dad úni­ca. Pues no hay na­da más allá del yo, ni na­da más cer­cano del otro, que no se pue­da ex­pli­car a tra­vés de to­do aque­llo que se con­fi­gu­ra co­mo el de­ve­nir en la ne­ce­si­dad de la dua­li­dad. Þingvellir, tie­rra de sue­ño y vigilia.