Etiqueta: parodia

  • Conspiración 101: parodias e imposibles

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    La su­bas­ta del lo­te 49, de Thomas Pynchon

    A los se­res hu­ma­nos nos fas­ci­na la cons­pi­ra­ción por­que es una de­mos­tra­ción de que in­clu­so en el com­ple­jo or­den en el que exis­ti­mos, uno que pa­re­ce te­ji­do de tal ma­ne­ra que es im­po­si­ble que el caos ab­so­lu­to del cos­mos se fil­tre an­te no­so­tros, es­tá so­me­ti­do a los usu­fruc­tos de un or­den aun ma­yor; si la cons­pi­ra­ción exis­te el caos y el azar ya no es cues­tión de la in­efi­ca­cia de los hom­bres pa­ra con­tro­lar­lo, sino fuer­zas que van más allá de nues­tro com­pren­sión que do­mi­nan el de­ve­nir de nues­tro des­tino. El hu­ma­nis­mo, la idea de que el ser hu­mano es­tá en el cen­tro de to­das las co­sas, no se­ría po­si­ble sin la creen­cia de una in­fi­ni­dad de cons­pi­ra­cio­nes que ar­ti­cu­lan el mun­do. Detrás de ca­da es­qui­na hay una cons­pi­ra­ción pa­ra el jo­ven hu­ma­nis­ta, un lo­co Trístero en ca­da es­qui­na, pa­ra el que ne­ce­si­ta creer que no hay ra­zón de exis­tir pa­ra aque­llo que no pro­vie­ne de la sa­bia mano de un hom­bre que ha de­ci­di­do con­fron­tar el des­tino de la ra­za en­tre las som­bras de su Historia. La cons­pi­ra­ción es nues­tro me­ca­nis­mo pa­ra no acep­tar que en nues­tro mun­do tie­ne más va­lor el sin­sen­ti­do que to­do cuan­to acon­tez­ca del sen­ti­do im­preg­na­do por el hombre.

    Sólo a par­tir de ahí se en­tien­de la tra­ge­dia de Edipa Maas, ar­que­tí­pi­ca mu­jer de los 60’s que se ve de re­pen­te sien­do al­ba­cea de los bie­nes de un ex-amante muer­to. Lo que ape­nas sí pa­re­cía que se­ría una ma­quia­vé­li­ca di­mes y di­re­tes de ba­jo im­pac­to en in­te­rés, ci­men­ta­do esen­cial­men­te en el chis­mo­rreo que su­po­ne el sa­ber pa­ra quien va quién, lo cual siem­pre pro­pi­cia una in­tere­san­te que­ren­cia del pro­pio fi­na­do an­te sus alle­ga­dos, aca­ba des­en­vol­vién­do­se en una cons­pi­ra­ción his­tó­ri­ca que va más allá del es­pa­cio y el tiem­po. Esta cons­pi­ra­ción se­ría una de ba­ja in­ten­si­dad, un lio de fal­das de sa­lón que ape­nas sí alar­ma­ría a na­die: Edipa Maas en­cuen­tra el pla­cer ba­jo los for­ni­dos bra­zos de un ex-actor de Hollywood me­ti­do a abo­ga­do, bo­rra­cha de una pa­sión que se le su­po­ne ló­gi­ca en in­fi­de­li­dad a una mu­jer cos­mo­po­li­ta de su tiem­po; su ma­ri­do lo acep­ta­rá, sa­be que es un acon­te­ci­mien­to tan nor­mal co­mo el sa­ber­lo an­tes de que se lo con­ta­ra. Todo el mun­do tie­ne de­re­cho a crear su pe­que­ña cons­pi­ra­ción mi­nús­cu­la, una que des­de fue­ra no en­tien­dan en su par­ti­cu­la­ri­dad los de­más pe­ro sí en­tien­dan en su ne­ce­si­dad pa­ra los que se con­tie­nen den­tro de sí. Cosas de la épo­ca, co­sas del estilo.

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  • Parodias, pastiches y fetichismo. El arte en degeneración de la posmodernidad a través de Fredric Jameson.

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    Existe una idea muy ex­ten­di­da en­tre los crí­ti­cos li­te­ra­rios en par­ti­cu­lar, aun cuan­do es­tá co­di­fi­ca­do en la pers­pec­ti­va cul­tu­ral de la gen­te, de que la in­ter­tex­tua­li­dad es la ca­rac­te­rís­ti­ca pos­mo­der­na por ex­ce­len­cia; an­tes de nues­tro tiem­po no exis­tía nin­gu­na cla­se de diá­lo­go ex­tra­cul­tu­ral en­tre di­fe­ren­tes con­tex­tos u ob­je­tos del ám­bi­to cul­tu­ral. Un ejem­plo prac­ti­co lo po­dría­mos en­con­trar en la re­se­ña que ha­rían en Estado Crítico con res­pec­to de de Los elec­tro­cu­ta­dosDel cual ya ha­bría una crí­ti­ca en es­te mis­mo blog don­de se la de­fi­nía en tér­mi­nos tan (hi­po­té­ti­ca­men­te) pos­mo­der­nos, y ve­ni­dos al ca­so, co­mo que su en­ten­di­mien­to li­te­ral es im­po­si­ble, co­mo en to­da no­ve­la, que siem­pre se ha de in­ter­pre­tar pa­ra ser com­pren­di­da. ARBONÉS, A. El len­gua­je es un vi­rus en la me­di­da que la exis­ten­cia su con­tin­gen­cia. 2012. En li­nea: https://www.skywaspink.com/?p=7444 (16−02−2012) don­de se nos con­ce­de una in­tere­san­te ex­pli­ca­ción: voy a in­ten­tar ex­pli­car por qué no me ha gus­ta­do, sien­do co­mo soy, un apa­sio­na­do de la li­te­ra­tu­ra pos­mo­der­na, frag­men­ta­ria, lú­di­ca, in­ter­tex­tual e ico­no­clas­ta.MORAGA, J.M. El elec­trón es bur­do , 2011, En li­nea: http://criticoestado.blogspot.com/2012/02/el-electron-es-burdo.html (16−02−2012). No en­tra­re­mos en si le ha gus­ta­do o no la no­ve­la al ci­ta­do, co­sa to­tal­men­te irre­le­van­te pa­ra nues­tros in­tere­ses, y nos fi­ja­re­mos en la re­tahi­la de ad­je­ti­vos que des­fi­lan dan­za­ri­nes an­te nues­tros ojos; ha­ce una ca­rac­te­ri­za­ción de ad­je­ti­vos con­ca­te­na­dos pro­pios de Lo Posmoderno: frag­men­ta­rio, lú­di­co, in­ter­tex­tual e iconoclasta.

    ¿Cual es el pro­ble­ma de esa ca­rac­te­ri­za­ción del pos­mo­der­nis­mo? Que ob­via cual­quier otra cla­se de obra an­te­rior a la pos­mo­der­ni­dad que cum­pla esos re­qui­si­tos. Es muy fá­cil acu­dir al ejem­plo de El Quijote, de Miguel de Cervantes, que es in­ter­tex­tual, frag­men­ta­rio, lú­di­co e ico­no­clas­ta y lo es, ade­más, in­fi­ni­ta­men­te más que Los elec­tro­cu­ta­dos; si la ca­rac­te­ri­za­ción pos­mo­der­na va­le pa­ra una no­ve­la del si­glo XVII, ¿pue­de ser así de for­ma efec­ti­va la pos­mo­der­ni­dad? No. Pero en­ton­ces pa­re­ce­mos que­dar­nos huér­fa­nos de to­das nues­tras ideas pre­con­ce­bi­das so­bre que su­po­ne la pos­mo­der­ni­dad y la cul­tu­ra con­tem­po­rá­nea por lo que, en úl­ti­mo tér­mino, se ha­ce im­pe­ra­ti­vo po­ner El Quijote co­mo una ex­cep­ción. Por su­pues­to es­to se re­fu­ta­ría con ci­tar otras po­si­bles re­fe­ren­cias pe­ro, me­jor, da­re­mos voz a un ex­per­to en es­te te­ma en par­ti­cu­lar: Steven Moore.

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  • sólo se puede malvivir en la ausencia de amigos

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    Vivir es abu­rri­do. Los ba­rrios son cló­ni­cos y mien­tras las co­sas di­ver­ti­das van des­apa­re­cien­do la mier­da, to­do aque­llo que nun­ca te ha gus­ta­do, per­ma­ne­ce ahí cons­tan­te. Esta per­cep­ción co­mún en to­do ser hu­mano, el ver lo ne­ga­ti­vo muy por en­ci­ma de lo po­si­ti­vo, tam­bién con­lle­va en úl­ti­mo tér­mino una ne­ce­si­dad fla­gran­te, la ri­sa co­mo ca­ta­li­za­dor de to­do aque­llo que va mal. Y sa­be Sevilla que na­die lo sa­be ex­pli­car me­jor que los chi­cos de Malviviendo.

    Aquí nos en­con­tra­mos las his­to­rias de el Negro, el Zurdo, el Kaki y el Postilla, cua­tro ami­gos del ba­rrio subur­bial fic­ti­cio de «Los Banderilleros» en Sevilla. Allí se su­ce­den sus di­fe­ren­tes his­to­rias don­de lo que ocu­rre en la vi­da de unos re­per­cu­ti­rá en la de los otros mien­tras in­ten­tan mal­vi­vir un día más en­tre sus far­dos de ma­rihua­na. Con unas his­to­rias sen­ci­llas, muy ba­sa­das en jue­gos de hu­mor tos­co, van de­sa­rro­llan­do es­pe­cial­men­te pa­ro­dias de pe­lí­cu­las o se­ries en ca­da uno de los ca­pí­tu­los. Así ca­da co­mien­zo de ca­pí­tu­lo ha­cen una pa­ro­dia del ope­ning de una se­rie de te­le­vi­sión di­fe­ren­te an­te la cual es­té ins­pi­ra­do en el ca­pí­tu­lo en sí. Y es pre­ci­sa­men­te ahí, en la acu­mu­la­ción ab­sur­da de pa­ro­dias, don­de se en­cuen­tra su ge­nia­li­dad. Lo que en prin­ci­pio no se­ría más que una bur­da co­pia de Snatch: Cerdos y dia­man­tes aca­ba por si­tuar­se co­mo una su­rrea­lis­ta ven­det­ta de­sa­rro­lla­da a tra­vés de las apues­tas de un com­ba­te de bo­fe­ta­das. La per­ver­sión de to­dos los có­di­gos so­cia­les nor­ma­li­za­dos ‑pa­san­do des­de la ab­so­lu­ta amo­ra­li­dad de los per­so­na­jes has­ta la de­fi­ni­ción per­ver­sa de los ac­tos de­por­ti­vos o de ven­gan­za del barrio- es lo que ha­ce de Los Banderilleros un ba­rrio hi­per­tro­fia­do de ca­la­mi­dad; un au­tén­ti­co re­fle­jo es­per­pén­ti­co de lo que es España ahora.

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