Etiqueta: todo vale

  • Cultura sin relativismo. Sobre «El crisantemo y la espada» de Ruth Benedict

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    El prin­ci­pal pro­ble­ma que en­con­tra­mos en la mun­dia­li­za­ción no es que ex­ter­mi­ne las par­ti­cu­la­ri­da­des pro­pias de ca­da cul­tu­ra, sino que se im­po­ne ig­no­ran­do su exis­ten­cia. Las po­lí­ti­cas económico-sociales no pue­den ser las mis­mas en Japón y Estados Unidos, en España e Inglaterra, por la sen­ci­lla ra­zón de que la idio­sin­cra­sia de ca­da uno de los paí­ses re­sul­ta, en úl­ti­ma ins­tan­cia, aje­na a las de­más; pue­den exis­tir pa­ra­le­lis­mos y pun­tos en co­mún, pe­ro to­da po­lí­ti­ca de­be­ría adap­tar­se a la cul­tu­ra del lu­gar y no al re­vés. Cosa que tan ape­nas sí ocu­rre. ¿Cómo de­be­ría en­ton­ces bus­car­se ha­cer una po­lí­ti­ca co­mún a más de una zo­na cul­tu­ral sin que por ello se im­pon­gan so­bre las cos­tum­bres y mo­dos de vi­da de las de­más? Comprendiendo no só­lo aque­llos ras­gos que se com­par­ten, sino tam­bién en­ten­der có­mo se ve la vi­da des­de sus ojos.

    El cri­san­te­mo y la es­pa­da es una ra­re­za por su mo­do de abor­dar el pen­sa­mien­to ja­po­nés, sis­te­má­ti­co y des­de den­tro, pe­ro tam­bién por có­mo lo ex­po­ne, sin ne­gar­se los arre­ba­tos lí­ri­cos o las re­fe­ren­cias cons­tan­tes ha­cia el pa­pel de la cul­tu­ra, la po­lí­ti­ca y la eco­no­mía en la pro­duc­ción del pen­sa­mien­to. Ruth Benedict si­gue la evo­lu­ción his­tó­ri­ca del país, los cam­bios que se pro­du­cen en su sis­te­ma político-social, los vai­ve­nes eco­nó­mi­cos y mi­li­ta­res, pa­ra en­con­trar pun­tos en co­mún que, a pe­sar de los cam­bios, nun­ca cam­bien; su pri­me­ra con­clu­sión es evi­den­te, que los ja­po­ne­ses no tie­nen la mis­ma con­cep­ción que los es­ta­dou­ni­den­ses so­bre los va­lo­res so­cia­les, y su te­sis es tan su­til co­mo cer­te­ra, que los ja­po­ne­ses creen en el ho­nor por en­ci­ma de to­do. Habría que ma­ti­zar aquí. Lo que nos pro­po­ne es una lec­tu­ra de la cul­tu­ra ja­po­ne­sa des­de el con­cep­to de «deu­da de ho­nor», no de «ho­nor» —la im­por­tan­cia re­cae so­bre la deu­da, so­bre el otro y la so­cie­dad, y no so­bre el ho­nor, so­bre uno mis­mo fren­te al otro o la so­cie­dad — , dán­do­nos una in­ter­pre­ta­ción de la cul­tu­ra ja­po­ne­sa que la ha­ce, só­lo a prio­ri, irre­con­ci­lia­ble con la idio­sin­cra­sia de las cul­tu­ra­les oc­ci­den­ta­les: el res­pe­to por los de­re­chos hu­ma­nos en ge­ne­ral y por la li­ber­tad per­so­nal en particular.

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  • usted está aquí, lo despreciable del mundo también

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    Tú me has ma­ta­do, de David Sánchez

    Cuando se ha­bla del la­do os­cu­ro de América, ese pun­to don­de la reali­dad y la fan­ta­sía se con­fun­den cons­tan­te­men­te en un mias­ma alu­ci­na­to­rio que­brán­do­se so­bre sí mis­mo, es fá­cil caer en las re­dun­dan­cias co­mu­nes de los tres o cua­tro re­fe­ren­tes bá­si­cos de, lo que ten­dré a bien de­no­mi­nar, el weird ame­ri­can. Recurrir a los ada­li­des psi­co­tró­ni­cos de David Lynch pa­ra de­fi­nir la obra del otro David, és­te ya sí Sánchez, se­ría caer en la tram­pa bá­si­ca de de­jar­se guiar por los as­pec­tos más su­per­fi­cia­les de la obra: am­bos se­rían ada­li­des de es­ta no­ción del weird ame­ri­can y am­bos son he­re­de­ros de un ci­ne ne­gro de cier­to tono cre­pus­cu­lar, pe­ro ca­da uno to­ma una pos­tu­ra ra­di­cal­men­te di­fe­ren­te del otro. Si Lynch ha­bla de “el mal co­mo en­torno”, pa­ra­fra­sean­do a David Foster Wallace, en el ca­so de Sánchez ve­mos una mi­ra­da cons­tan­te a “el mal co­mo (la mi­ra­da de) el otro”: no hay un en­torno que se ge­ne­re co­mo por­ta­dor del mal (la ca­rre­te­ra, el pue­blo o cual­quier otra cons­truc­ción hu­ma­na) co­mo en Lynch sino que to­do mal se ge­ne­ra co­mo des­via­ción (mo­ral, in­te­lec­tual o del de­seo) del hom­bre; don­de uno ob­ser­va lo crea­do, lo ya ul­ti­ma­do, el otro ob­ser­va la crea­ción, el ori­gen de ese futurible.

    En Tú me has ma­ta­do nos en­con­tra­mos de fren­te con la peor ca­ra de una América de­rrui­da ‑aun­que tam­bién, es cier­to, po­dría trans­cu­rrir en cual­quier lu­gar só­lo cam­bian­do cier­tas no­cio­nes mi­to­ló­gi­cas particulares- que bus­ca deses­pe­ra­da­men­te un sen­ti­do pa­ra la exis­ten­cia. Es por ello que la his­to­ria trans­cu­rre des­de dos pers­pec­ti­vas cru­za­das (la de los po­li­cías: Alonzo y su com­pa­ñe­ro; la de los in­nom­bra­dos pre­di­ca­do­res de una sec­ta) que irán ta­mi­zan­do pre­ci­sa­men­te las di­fe­ren­tes pers­pec­ti­vas de ca­da uno de ellos; mien­tras que los po­li­cías, ma­te­ria­lis­tas re­cal­ci­tran­tes, des­cu­bri­rán que hay al­go más allá, los pre­di­ca­do­res, idea­lis­tas re­li­gio­sos co­mo no po­drían ser me­nos, des­cu­bri­rán que no hay ne­ce­si­dad di­vi­na con res­pec­to de ellos. El jue­go en el que nos su­mer­ge el có­mic es en po­ner­nos cons­tan­te­men­te en con­tra­dic­ción con el mun­do, sus per­so­na­jes siem­pre es­tán en el la­do equi­vo­ca­do de la ra­zón en el mundo.

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