Tú me has matado, de David Sánchez
Cuando se habla del lado oscuro de América, ese punto donde la realidad y la fantasía se confunden constantemente en un miasma alucinatorio quebrándose sobre sí mismo, es fácil caer en las redundancias comunes de los tres o cuatro referentes básicos de, lo que tendré a bien denominar, el weird american. Recurrir a los adalides psicotrónicos de David Lynch para definir la obra del otro David, éste ya sí Sánchez, sería caer en la trampa básica de dejarse guiar por los aspectos más superficiales de la obra: ambos serían adalides de esta noción del weird american y ambos son herederos de un cine negro de cierto tono crepuscular, pero cada uno toma una postura radicalmente diferente del otro. Si Lynch habla de “el mal como entorno”, parafraseando a David Foster Wallace, en el caso de Sánchez vemos una mirada constante a “el mal como (la mirada de) el otro”: no hay un entorno que se genere como portador del mal (la carretera, el pueblo o cualquier otra construcción humana) como en Lynch sino que todo mal se genera como desviación (moral, intelectual o del deseo) del hombre; donde uno observa lo creado, lo ya ultimado, el otro observa la creación, el origen de ese futurible.
En Tú me has matado nos encontramos de frente con la peor cara de una América derruida ‑aunque también, es cierto, podría transcurrir en cualquier lugar sólo cambiando ciertas nociones mitológicas particulares- que busca desesperadamente un sentido para la existencia. Es por ello que la historia transcurre desde dos perspectivas cruzadas (la de los policías: Alonzo y su compañero; la de los innombrados predicadores de una secta) que irán tamizando precisamente las diferentes perspectivas de cada uno de ellos; mientras que los policías, materialistas recalcitrantes, descubrirán que hay algo más allá, los predicadores, idealistas religiosos como no podrían ser menos, descubrirán que no hay necesidad divina con respecto de ellos. El juego en el que nos sumerge el cómic es en ponernos constantemente en contradicción con el mundo, sus personajes siempre están en el lado equivocado de la razón en el mundo.
La confusión que generan estas contradicciones constantes van sumando deserciones, metafóricos cambios de bando y absurdos intentos de racionalizar lo que es inconcebible para sí. Todo esto conduce a que lentamente, a través de la mirada del otro, se van derrumbando todos los valores en favor de un mundo que parece en constante confabulación contra todos y cada uno de los personajes del cómic, como si fueran meras comparsas de un sufrimiento universal inalienable. Por ello el que no está corrompido, totalmente descompuesto moralmente de entrada, acabará estándolo aunque sólo sea para salvar su culo entre la cantidad de hijos de puta que le rodean; si el medio es El Mal donde no cabe moral alguno, para poder actuar moralmente hay que eliminar el contexto de malignidad.
La pregunta capital en éste caso sería, ¿a quién se ha matado en las páginas de éste cómic para que ocurra semejante confabulación de crapulencia? La respuesta es obvia: a Dios. En la muerte de Dios se origina un vaciamiento de moral donde todo vale y, por tanto, sólo cabe vivir una vida de destrucción perpetua donde satisfacer nuestros más abyectos y sucios instintos ante la ausencia del sentido del mundo; o eso se intuye de los policías. La respuesta es obvia: al hombre. En la muerte del hombre, de la noción de humanidad en sí, se origina un vaciamiento de la moral donde todo vale debido a la separación de toda posibilidad de empatía con el otro en busca de un sentido ulterior necesario (bien sea Dios, bien sea El Hombre) para vivir; o eso se intuye de los predicadores. La respuesta es obvia: la identidad. En la muerte de la humanidad se origina un vaciamiento de significado del objeto agente, del Yo, como justificación de su propia vida. En la confluencia de ambas visiones, paralelas y la misma, sólo se consigue alcanzar una anulación de toda identidad personal en favor de un deseo estancado de todo vale, o la necesidad de encontrar una justificación universal absoluta que ya no es posible.
Al final todo son esferas (los ojos y los cojones; la historia) que acaban confluyendo en esa radicalidad común del conocimiento de que en el mundo no existe una confabulación contra ellos, porque no hay un Dios o un Destino presente, sino unas entidades que en su imposibilidad de aceptar eso se lanzan en su propia destrucción. El único personaje capaz de aceptar, precisamente en la duda constante, el hecho de la inoperancia de nociones absolutas regidoras de la vida del hombre acaba mordiendo el polvo. Pero al alcanzar ese estado se burla, compone y destruye sistemáticamente toda noción de que haya algo en El Mundo, en algo ulterior a nosotros, que haga la vida despreciable: lo que hay de despreciable en el mundo sólo es las propias personas despreciables del mismo. Todo lo demás son cuentos de vieja para justificar el hacer oídos sordos a la empatía del otro.
Deja una respuesta