El principal problema que encontramos en la mundialización no es que extermine las particularidades propias de cada cultura, sino que se impone ignorando su existencia. Las políticas económico-sociales no pueden ser las mismas en Japón y Estados Unidos, en España e Inglaterra, por la sencilla razón de que la idiosincrasia de cada uno de los países resulta, en última instancia, ajena a las demás; pueden existir paralelismos y puntos en común, pero toda política debería adaptarse a la cultura del lugar y no al revés. Cosa que tan apenas sí ocurre. ¿Cómo debería entonces buscarse hacer una política común a más de una zona cultural sin que por ello se impongan sobre las costumbres y modos de vida de las demás? Comprendiendo no sólo aquellos rasgos que se comparten, sino también entender cómo se ve la vida desde sus ojos.
El crisantemo y la espada es una rareza por su modo de abordar el pensamiento japonés, sistemático y desde dentro, pero también por cómo lo expone, sin negarse los arrebatos líricos o las referencias constantes hacia el papel de la cultura, la política y la economía en la producción del pensamiento. Ruth Benedict sigue la evolución histórica del país, los cambios que se producen en su sistema político-social, los vaivenes económicos y militares, para encontrar puntos en común que, a pesar de los cambios, nunca cambien; su primera conclusión es evidente, que los japoneses no tienen la misma concepción que los estadounidenses sobre los valores sociales, y su tesis es tan sutil como certera, que los japoneses creen en el honor por encima de todo. Habría que matizar aquí. Lo que nos propone es una lectura de la cultura japonesa desde el concepto de «deuda de honor», no de «honor» —la importancia recae sobre la deuda, sobre el otro y la sociedad, y no sobre el honor, sobre uno mismo frente al otro o la sociedad — , dándonos una interpretación de la cultura japonesa que la hace, sólo a priori, irreconciliable con la idiosincrasia de las culturales occidentales: el respeto por los derechos humanos en general y por la libertad personal en particular.
¿Matar al emperador serviría para concluir una guerra contra Japón? La pregunta es alarmante, pero sirve para concretar una obviedad: lo que serviría bajo el pensamiento occidental —ya que si se mata al rey de un país europeo anterior al siglo XIX el caos generado por la sucesión haría la guerra algo muy cuesta arriba para quienes han sufrido el regicidio — , no tendría utilidad según el prisma oriental. Los japoneses llevan el on del emperador, el ko-on, que es la obligación pasiva que se tiene con aquellos a quienes se les debe algo de modo pasivo; las obligaciones que se tienen hacia los padres (oya on), el amo (nushi on) o el profesor (shi no on) se tienen por el mero hecho de existir y no emanan del amor o del respeto, sino del hecho de tener una deuda impositiva con ellos. Se les debe la existencia en algún grado, lo cual es una deuda que jamás se termina de pagar. También sirve para explicar algo tan prosaico como por qué Japón es una gran potencia académica durante los años de escolarización obligatoria, pero no en la universidad: se tiene una deuda no sólo con la familia (oya on), sino también con el profesor (shi no on) por lo cual está obligado a ser el mejor posible. En el caso universitario no emanaría de tal modo ya que no quedaría mayor obligación que deuda con respecto del emperador (ko-on), que no les afectaría en tanto su obligación sería con los designios del emperador y no de la ciencia o las humanidades.
Volviendo al turbulento ejemplo de la muerte del emperador, nos encontraremos en una posición similar. Si EEUU hubiera decidido durante la 2ª Guerra Mundial bombardear Kōkyo, el palacio imperial de Japón, y hubieran matado al emperador, siempre que fuera antes de que anunciara la rendición, lo único que hubieran conseguido es encontrarse a millones de japoneses dispuestos a morir antes que rendirse, incluso si tuvieran que combatir con lanzas de bambú: las últimas órdenes del emperador fueron «luchar hasta la muerte», y ko-on obliga a hacerlo. En tanto consiguieron la rendición incondicional del emperador, declarando por radio para toda la nación que la guerra ya había acabado —lo cual fue algo excepcional y tenebroso, porque el emperador nunca se comunicaba de forma directa con el pueblo — , los soldados y políticos americanos pudieron desembarcar en tierras niponas sin temer por la resistencia. El ko-on obligaba a aceptar el cambio de rumbo.
Las relaciones político-sociales y empresariales con Japón son difíciles por esa idea de honor, pero no lo son más que con cualquier otro país. Se tiene una obligación con los superiores, una obligación de honor en forma de on, que tiene beneficios (el sistema es sólido y se recupera con facilidad de sus tropiezos) y problemas (incluso si todos saben que un modo de trabajo es inútil nadie hará nada hasta que los superiores decidan cambiarlo) que resultarían inconcebibles dentro de otras idiosincrasias. Pero incluso aceptando su extrañeza, ¿son iguales las culturas españolas y estadounidenses por ser occidentales? El respeto hacia las barras y estrellas no tiene correlación con el resto hacia los colores nacionales, como el liberalismo protestante no tiene nada que ver con el panteísmo católico: el problema del choque cultural está presente siempre y sin excepción.
Eso no significa que sólo podamos aferrarnos contra el colonialismo al «todo vale», que el relativismo cultural deba ser la esencia ontológico-política del presente, o imponer nuestra cultura sobre el resto. Tomemos ejemplos concretos. Si bien puede diferir el concepto de libertad que se pueda tener en EEUU y en Japón, como también difiere con respecto de España, eso no significa que debamos imponerlo a la fuerza o dejarles hacer lo que les parezca; la libertad es un derecho inalienable y el límite donde se vuelve inadmisible es cuando perpetúa modos de vida que resultan perniciosos para la comunidad y/o el individuo. Un buen ejemplo es el caso de la mujer en la tradición japonesa. Teniendo que vivir en casa de sus suegros con su marido, desamparada en la casa como el último mono en lo que corresponde a poder o acto, la misma suegra que la repudia y hace de menos será en la que se convertirá en el futuro: ahí está el límite lógico de lo admisible en la tradición. Si el modo de vida destruye el espíritu individual sin aportar nada a lo colectivo que se pudiera lograr sin esa opresión —o si lo colectivo resulta pernicioso para la totalidad o parte de la comunidad, como es el caso — , entonces ese rasgo tradicional debe resultar inadmisible y se debe cambiar.
Otro ejemplo de lo contrario, lo encontraríamos también en el libro: los aldeanos tenían que pagar un tributo al señor de la región, pero a cambio las tierras que cultivaban eran de su propiedad y podían elevar quejas —que, por lo general, eran atendidas— hasta el shogun. Su libertad personal se veía limitada al serles expropiado parte de su trabajo, pero a cambio tenían seguridad política y jurídica. La virtud de la idiosincrasia cultural es saber sintetizar la tradición, el pensamiento propio de un pueblo, con las formas de ésta que permitan el mejor equilibrio posible entre libertad personal y derecho comunitario; no hay nada inamovible en el pensamiento, sino que puede variar sensiblemente para adaptarse a lo que le es más adecuado.
El problema de la mundialización y el multiculturalismo, por tanto, sólo se puede resolver no aceptando un relativismo cultural pernicioso, sino comprendiendo cada cultura en particular desde su interior y, desde esa misma idiosincrasia asimilada, buscando los modos adecuados a través de los cuales aunar tradición con una mayor y mejor proyección de los derechos humanos, cuyo suelo teórico es compartido en mayor o menor grado por todos los pueblos. Todo ello puede verse en El crisantemo y la espada, como puede verse también un ejercicio ejemplar de antropología, para quien quiera ver más allá de lo evidente: un pueblo al que se le impone una lógica ajena a sí mismo es un pueblo que acabará arrogándose a su tradición más antigua, el odio al extranjero que mancilla sus tierras. Sea el Japón de mediados de los 50’s con respecto de EEUU o gran parte de los países europeos con respecto de la Unión Europea, es algo que deberá entrar en la perspectiva política de cada cual.
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