No es fácil hablar de amor porque nada es tan incomunicable y bello como lo que emana de la experiencia interior. Es por eso que toda teoría sobre el amor siempre nos resulta naïf, incompleta, cursi o peligrosa: toda su concepción trasciende siempre la posibilidad de comunicarla de forma literal, tal cual es, obligándonos a usar algo que está más allá del significado de las palabras; si lo poético es el campo mejor abonado para representarlo —entendiendo por poético no sólo la poesía, sino todo acto cuya belleza confiera una lógica trascendental a su representación: la escritura, la pintura, un acto suicida, el decaimiento de algo hermoso — , entonces cabría entender que al amor no se puede llegar desde lo racional sin darle muerte por el camino. Se necesita aprehenderlo en la metáfora o el sentimiento.
La coherencia debería obligarnos a terminar de escribir aquí mismo. Ahora bien, si consideramos que el amor no muere al ser representado de forma intelectiva sino que queda en estado vegetativo —por extensión, que cabe la posibilidad de su despertar — , entonces sería lógico continuar; Hable con ella es una historia sobre la superación de lo racional, de los límites inmediatos de lo que es sano o adecuado, para sumergirse en la necesidad nacida de algo más profundo, más siniestro: la posibilidad del amor. Dos mujeres en estado vegetativo, que es imposible que salgan del coma, son acompañadas de otros tantos hombres que las cuidan y protegen y se convierten en amigos en el proceso no porque compartan nada, salvo las circunstancias que han definido la esencia de su nueva sed de amar. La imposibilidad les aprisiona, y libera, en la amistad del otro. La película se hace en esa dimensión una extraña muestra de sensibilidad donde actúan incluso quienes sólo están presentes, como muertas, a través de los recuerdos y necesidades que crean en los hombres que las aman; han dejado de ser ellos para ser los dos, o los cuatro, por la necesidad de hacer por ellas lo que no pueden hacer entonces por sí mismas, porque son los cuerpos de una fantasmagoría que necesita de la vida como las demás.
El subtexto que maneja la película no deja de ser un reflejo de la misma. Es posible ver la mano de Pedro Almodovar, ya que como autor es imposible que se desasocie de su obra, pero también podemos ver como la película se nos muestra desnuda y abierta a lo que sea; quien debe poner el esfuerzo para ir más allá es el espectador, como si Almodovar fuera el enfermero ante la cama diciéndonos: «por favor, hable con ella: le necesita». Nos necesita. La película cobra su dimensión real cuando nos implicamos, cuando nos permitimos perdernos en sus recovecos, y cuando proyectamos aquello que sabemos en sus reflejos; si decidimos verla sólo admirando su envoltorio, su belleza, no defrauda —es bonita (ya que hace un inteligente uso de colores y técnica, en especial en una serie de juego de planos que enfatizan de forma constante los paralelismos creados entre los personajes) e inteligente y un placer tratar con ella — , pero es cuando nos implicamos emocionalmente cuando podemos profundizar más hondo. Si nos miramos en ella nos podremos ver reflejados en sus actos: como el amor significa tanto cuidar como ser cuidado, ser el otro como ser uno mismo, es posible vernos incluso en lo que no deja de ser una película por ella también se mira en nosotros.
Todo eso es reflejo de sus protagonista: Benigno-Alicia/Marco-Lydia. Si bien la relación más importante se da entre cada respectiva pareja, la relación entre Marco y Benigno —cuyo nombre es menos inocente de lo que cabría suponer, dadas las circunstancias— ocupa la mayor parte de la película: hablan con ella(s), pero el único que va a responder y comprender la situación propia es el otro en esas mismas circunstancias. Por eso, más que amistad, parece un romance lo que existe entre ambos.
Confundir amistad y romance, más en el caso de Benigno y Marco, no es tan extraño por la pasión y complicidad que existe entre los dos, quizás porque ni siquiera exista distancia real entre ambas. Salvo porque existe. Su amistad nace en relación con sus circunstancias y sus romances, no así el amor de cada uno —el cual no nace, sino que colisiona con sus vidas: sólo aparece, es arrojado sobre ellos sin motivo aparente: acontece como accidente — , lo cual a su vez les separa del requisito imprescindible que se da en su otra relación importante: la incondicionalidad. Se ama sin razón ni motivo, pero la amistad nace de una complicidad creada que también, y es preferible que así sea, puede darse entre enamorados. Pero son dos eventos separados que, aun sin ser excluyentes y fáciles de diferenciar, no se deben confundir. La amistad de Benigno y Marco es profunda y duradera, pero es una relación nacida de una reciprocidad de intereses que, si bien requiere de una pureza equivalente a la de otras formas de amor, no es romántica.
De ahí nace también la lógica metatextual de la película de manos de Benigno, el cual le narra una película en blanco y negro a Alicia, gran amante de esa clase de películas. En ella un hombre gordito y simpático, como Benigno, está casado con una chica que está sintetizando una droga para quemar grasa, ante la cual él decide probarla en su persona; el resultado no podía ser más funesto: encoge hasta no pasar de los pocos centímetros. Al final, él acaba penetrándola con todo su cuerpo llevándola hasta el orgasmo mientras duerme y desapareciendo allí en el proceso. Entender que ese interés es originado a partir del de ella, ya que sólo a Alicia le interesa el cine en blanco y negro, y cómo esa explicación justifica los actos de Benigno, pues nos aclara aquello que ocurre fuera de plano, es necesario para sumergirse en la película. Pero también nos muestra la dimensión moral de la película: como en el cuento de La bella durmiente, el acto del príncipe permite a la princesa volver a la vida. No es que el príncipe domine sobre ella, sino que sirve de enlace entre dos estados (la realidad y el sueño) que conecta y, en el proceso, la trae de nuevo al mundo. Como amante es un nexo, no una figura de dominación, que le devuelve la vida.
Nada en la película es casual o caprichoso o un mero ejercicio de técnica cinematográfica colindante con la masturbación, también porque Almodovar nunca ha mostrado interés en lo técnico sobre lo narrativo. Ese inciso metatextual cargado de significado es sólo uno más de los momentos donde se nos muestra que ellos acaban asumiendo las personalidades de ellas no por contentarlas, sino porque deben serlo en su propia imposibilidad de hacerse de sí mismas vivas. No son floreros o estatuas o niñas, son mujeres muertas viviendo a través del recuerdo de sus hombres. Por eso la relación entre ellos también radica en esa tensión que parece romántica pero no lo es, porque esa amistad nace del romance que sostienen con sus respectivas «ella»; hablan por ellas y con ellas y sólo así se entiende que también Marco, ante la ausencia de Benigno, acabe asumiendo sus rasgos en el proceso: «hable con él» —parece decirle Almodovar por encima del hombro a un soberbio Dario Grandinetti. El amor les hace ejercer de mediums, pero incluso la amistad acaba cristalizando como una profunda forma de amor a través de la cual se llega, de nuevo, al romance.
La belleza que contiene Hable con ella es su rareza, su juego de conexiones y reflejos que trascienden lo inmediato para sumergirnos en una película que ocurre entre bambalinas, en sus juegos y sus giros profundos. Alguien podría afirmar que no ocurre nada y se equivocaría: hablaría sobre la razón allá donde ni la razón ni el corazón llegan, donde el amor no puede atarse y todo lo que queda es la intuición pura. Y eso es mucho más de lo que la mayoría de personas verán, o representarán, jamás en sus vidas.
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