Etiqueta: transhumanismo

  • nosotros somos los robots

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    Si lo que de­fi­ne a los se­res hu­ma­nos es ser ma­qui­nas de­sean­tes en­ton­ces no nos de­fi­ne co­mo ta­les tan­to nues­tra ca­pa­ci­dad de de­seo co­mo el he­cho de cum­plir esos de­seos. Sólo en tan­to ca­pa­ces de al­can­zar la ca­pa­ci­dad del ac­to se pue­de con­si­de­rar que al­go es ca­paz de rea­li­zar­lo, pues aun­que los pá­ja­ros bo­bos ten­gan alas no son ca­pa­ces de vo­lar. Y si só­lo en el ac­to de cum­plir nues­tros de­seos so­mos hu­ma­nos, en­ton­ces Blinky™ de Ruairi Robinson lo es más que cual­quie­ra de nosotros.

    Este de­li­cio­so cor­to­me­tra­je nos cuen­ta co­mo Alex Neville, un ni­ño ca­pri­cho­so y es­tú­pi­do con unos pa­dres al bor­de del di­vor­cio ve cum­pli­dos sus sue­ños al re­ga­lar­le sus pa­dres un ro­bot Blinky™ pa­ra ta­par su ob­via in­com­pe­ten­cia pa­ter­no­fi­lial. Así, aun­que al prin­ci­pio ado­ra al en­tra­ña­ble ro­bot, no tar­da­rá en abu­rri­se de él has­ta mal­tra­tar­lo os­ten­si­ble­men­te co­mo mo­do de li­be­rar sus sen­ti­mien­tos; co­mo par­ca imi­ta­ción del tea­tro del ab­sur­do que es la re­la­ción de sus pa­dres. El en­can­ta­dor Blinky™ con su ex­pre­sión úni­ca y voz me­ta­li­za­da mo­no­cor­de no só­lo es ca­paz de lle­var a buen puer­to los de­seos de Alex, in­clu­so los más os­cu­ros, sino que es ca­paz de con­se­guir des­per­tar sen­ti­mien­tos en los de­más. ¿Cuanto hay de de­seo lo que or­de­na el ni­ño co­mo en Blinky, que se ha vis­to re­le­ga­do al pa­pel de ma­rio­ne­ta ser­vil? Aunque en apa­rien­cia se­ría pre­ci­sa­men­te el ro­bot el sir­vien­te in­con­di­cio­nal, el me­dio pa­ra los de­seos aca­ba sien­do el hu­mano el que, en su in­ca­pa­ci­dad pa­ra ma­te­ria­li­zar lo que real­men­te de­sea, crea la con­di­ción ne­ce­sa­ria pa­ra el in­exo­ra­ble final.

    No hay mal­dad en cuan­to só­lo hay una re­cep­ción de un de­seo y el cum­pli­mien­to ecuá­ni­me, lim­pio y me­tó­di­co del mis­mo. En úl­ti­mo tér­mino no po­dría­mos de­fi­nir a Blinky co­mo un ro­bot cuan­do él es el úni­co que aca­ba com­por­tán­do­se de una for­ma au­tó­no­ma, en bús­que­da de la re­so­lu­ción de los de­seos que le eran ne­ga­dos en su con­di­ción de es­cla­vo. El ab­sur­do mun­do in­ven­ta­do de la fa­mi­lia, ba­sa­do en la edi­fi­ca­ción de una in­ca­pa­ci­dad to­tal de sa­tis­fac­ción me­dian­te el de­seo, les re­le­gan a su vez a la mí­ni­ma con­di­ción de ro­bot. La con­di­ción de hu­mano no se en­cuen­tra en lo biológico.

  • las maquinas del presente, los humanos del futuro

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    En oca­sio­nes pa­ra en­ten­der el fu­tu­ro só­lo nos res­ta el he­cho de mi­rar con pa­sión ha­cia un fu­tu­ro más pro­fe­ci­ta­do que ra­cio­na­li­za­do. Cuando la pa­sión se en­cuen­tra el co­que­teo; el jue­go dia­léc­ti­co, se ocu­rre con la na­tu­ra­li­dad que le es pro­pia a aquel que sa­be que es­tá ha­cien­do lo que más de­sea en ese mo­men­to. La ma­gia se en­cuen­tra en la re­ci­pro­ci­dad del he­cho de la pro­pia com­pli­ci­dad. Ahí se en­cuen­tra el jue­go don­de se dispu­ta la muy in­tere­san­te Beyond The Machine de Marlon Dean Clift.

    Varias me­lo­días se van so­la­pan­do, bai­lan­do en una com­par­sa per­fec­ta­men­te eje­cu­ta­da; equi­li­bra­da, en la cual el so­lip­sis­mo en el que se en­raí­zan en bu­cle só­lo es una ex­cu­sa pa­ra se­guir cer­ca del otro. La can­ción va evo­lu­cio­nan­do a tra­vés de la me­lo­día de piano que se ve co­rres­pon­di­da siem­pre de un mo­do equi­va­len­te, en res­pues­ta, por los so­ni­dos elec­tró­ni­cos que apa­re­cen a sus es­pal­das. Como en una con­ver­sa­ción mi­li­mé­tri­ca, bien pen­sa­da, es­con­de su pa­sión en­tre ca­pas de di­fe­ren­tes sig­ni­fi­ca­dos de­jan­do en­tre­ver la mis­ma só­lo en sus trans­pa­ren­cias. Una per­so­na in­ter­ac­tuan­do con una má­qui­na, lo que en prin­ci­pio to­do pa­re­cían res­pues­tas au­to­má­ti­cas po­co a po­co, con la in­ter­ac­ción fí­si­ca, to­do se va tor­nan­do pa­sio­nal; hu­mano. Al fi­nal se en­tre­mez­clan y con­fun­den, no se es ca­paz de dis­tin­guir has­ta que pun­to uno es hu­mano y el otro sin­té­ti­co; has­ta que pun­to uno de los dos no es sino una cons­truc­ción ex­qui­sí­ta­men­te ar­ti­fi­cial. Y es que, en úl­ti­mo tér­mino, Beyond The Machine no es más que la his­to­ria del amor en los tiem­pos del transhumanismo.

    Entre di­fe­ren­tes me­lo­días, en­tre ite­ra­cio­nes ló­gi­cas y sen­ti­men­ta­les, el úni­co re­sul­ta­do es la con­fluen­cia de to­do en un mis­mo blo­que úni­co. ¿Qué es ser hu­mano cuan­do la con­di­ción de hu­mano es re­pli­ca­ble tecnológicamente?¿Qué nos im­pi­de ena­mo­rar­nos de una ma­qui­na y ser co­rres­pon­di­dos por es­ta cuan­do, fi­nal­men­te, los sen­ti­mien­tos han si­do per­fec­ta­men­te geo­me­tri­za­dos? Al fi­nal del ca­mino la úni­ca di­fe­ren­cia es cuan­do y co­mo se ha con­se­gui­do la ca­pa­ci­dad de man­te­ner una re­la­ción au­tó­no­ma con lo otro.

  • casi humanos

    Intentando di­ver­si­fi­car el con­te­ni­do del blog pen­sé que po­dría apor­tar y me di cuen­ta que no me gus­ta en ab­so­lu­to co­mo se ha­cen en­tre­vis­tas ac­tual­men­te y, aun me­nos, co­mo se en­tre­vis­ta a los mú­si­cos. Debido a ello in­ten­to apor­tar mi gra­ni­to de are­na con una se­rie irre­gu­lar de en­tre­vis­tas. La pri­me­ra en­tre­vis­ta, di­vi­di­da en tres par­tes, irá de­di­ca­da a tres de los tra­ba­jos de elec­tró­ni­ca del mú­si­co Marlon Dean Clift don­de nos irá des­ve­lan­do los se­cre­tos y ve­ri­cue­tos de su mú­si­ca y su al­ma. Aunque nos hu­bie­ra gus­ta­do abor­dar tam­bién su fa­ce­ta más roc­ke­ra, ten­drá que ser en otra oca­sión. En es­ta pri­me­ra par­te nos alla­na­rá el te­rreno pa­ra en­ten­der su obra más bá­si­ca, Almost Ghosts, la cual pue­den des­car­gar des­de aquí. Y es que a tra­vés de es­ta abor­da­re­mos su pa­sión por el dro­ne, sus pri­me­ros usos de la elec­tró­ni­ca y el amor co­mo cons­truc­ción des­de el otro; hu­mano o musical.

    A. Una cons­tan­te en tu tra­ba­jo es la bús­que­da de un amor que se mues­tra siem­pre es­qui­vo. En Almost Ghosts pa­re­ces que­rer mos­trar el amor, al otro, co­mo al­go ne­ce­sa­rio pa­ra con­for­mar la iden­ti­dad per­so­nal, ¿es al­go intencionado?

    M. Totalmente in­ten­cio­na­do. Creo que es bas­tan­te evi­den­te. Pero no se tra­ta só­lo de amor es­qui­vo; la cul­pa de mu­cho de ello la tie­ne Hal Hartley, ya sea co­mo mú­si­co o ci­neas­ta. Viene a tra­tar­se de di­vi­ni­zar lo vul­gar. Tengo la sen­sa­ción de que hoy en día lo ro­mán­ti­co es una po­se, y co­mo po­se fun­cio­na. Pero el ver­da­de­ro ro­man­ti­cis­mo crea re­cha­zo. De ahí qui­zás que se dé esa cons­tan­te a es­ca­par ha­cia el es­pa­cio, o fa­bri­car es­pa­cios ima­gi­na­rios. Vengo a trans­cri­bir mi per­cep­ción del amor, sí. Pero tam­bién fa­bri­car es­pa­cios don­de és­te po­dría cre­cer sin interferencias.

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  • entendimiento tácito en la melodía de Tokyo

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    1.

    El ja­po­nés es un en­te atroz, di­vi­di­do en una exis­ten­cia con­tra­dic­to­ria que ne­ce­si­ta au­nar fe­rrea­men­te la tra­di­ción con la van­guar­dia más des­es­truc­tu­ra­da. Es im­po­si­ble dis­cer­nir los lí­mi­tes que se for­man en­tre la vi­da co­ti­dia­na, el ar­te y el zen sin des­truir los mis­mos nu­dos que los unen. En al­gún mo­men­to de 1985 se fil­ma y emi­te un do­cu­men­tal so­bre Ryuichi Sakamoto lla­ma­do Tokyo Melody.

    2.

    De una for­ma­ción clá­si­ca Sakamoto se jun­ta con el fol­kie Haruomi Hosono y el van­guar­dis­ta Yukihiro Takahashi, en con­jun­to crean la hi­pér­bo­le cy­ber­punk lla­ma­da Yellow Magic Orchestra. Su mú­si­ca synth­pop se acer­ca con un vi­ta­lis­mo si­nies­tro a la ca­ra más os­cu­ra que aun es­ta­ría por ger­mi­nar en Europa, ade­lan­tán­do­se por va­rios años tan­to a la new wa­ve co­mo al in­dus­trial. Antes de que los edi­fi­cios nue­vos se de­rrum­ba­ran YMO de­fi­nie­ron el caos de la en­ti­dad pos­mo­der­na: la fu­sión del hom­bre y la ma­qui­na en una en­ti­dad in­di­so­lu­ble a tra­vés de la mú­si­ca. Su fin en el ce­nit del gé­ne­ro y de la teo­ría mar­can el pun­to y se­gui­do del in­di­vi­duo hu­ma­nis­ta, bru­tal­men­te ase­si­na­do y vio­la­do en una cu­ne­ta de la M‑30. El in­di­vi­duo trans­hu­ma­nis­ta se de­cla­ra cul­pa­ble y la pos­mo­der­ni­dad se que­da per­ple­ja re­pi­tien­do teo­rías que han de na­cer muertas.

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  • medianoche en el año 2525

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    El ima­gi­nar el co­mo se­rá el fu­tu­ro es una cons­tan­te en el ser hu­mano, el ima­gi­nar­lo co­mo al­go ho­rri­ble y des­hu­ma­ni­za­do es otra cons­tan­te con­ti­nua. Aun así no de­ja de sor­pren­der co­mo el men­sa­je apo­ca­líp­ti­co de una can­ción del 69 sue­na in­clu­so más mo­derno hoy. Hablo de In The Year 2525 de Zager and Evans.

    La can­ción nos va re­la­tan­do la de­ge­ne­ra­ción de la ra­za hu­ma­na, el co­mo po­co a po­co va ex­tin­guien­do su pro­pio cuer­po en fa­vor de las ma­qui­nas. Al fi­nal, con el mun­do ex­tin­to, Dios de­ci­de que nues­tra pre­sen­cia en el mun­do ya no es bien­ve­ni­da. Pero la con­tem­po­ra­nei­dad de la can­ción se de­be a la con­cep­ción de ese tra­sun­to de trans­hu­ma­nis­mo ne­ga­ti­vo y de la con­cep­ción de la ci­vi­li­za­ción des­pués del pro­pio apo­ca­lip­sis. Si es­tos con­cep­tos eran mar­cia­nos e im­pro­pios de la épo­ca es cu­rio­so co­mo, a su vez, ha­ce el via­je de vuel­ta con nues­tra épo­ca. Una can­ción de una le­tra tan ener­van­te, de un ca­riz prác­ti­ca­men­te mi­sán­tro­po, se­ría hoy en día im­po­si­ble en un gru­po mains­tream. Solo ca­be su­mar a to­do es­to el ma­ra­vi­llo­so co­lla­ge que hi­zo Ivan Zulueta pa­ra ilus­trar la can­ción en es­pa­ñol pa­ra pre­sen­ciar el te­rror del fu­tu­ro ya ex­tin­to que nos presentan. 

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