Etiqueta: vampiros

  • Movimientos (totales) en el arte mínimo (XXXII)

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    The Addiction
    Abel Ferrara
    1995

    Toda adic­ción en­cuen­tra su na­ci­mien­to en la an­gus­tia, en el con­flic­to in­terno, en la in­ca­pa­ci­dad de re­la­cio­nar­se con uno mis­mo. Aquel que re­gre­sa so­bre el ob­je­to de su adic­ción no lo ha­ce por­que en­cuen­tre pla­cer al­guno en ello —ya que el pla­cer es de­ri­va­do del de­seo mien­tras que la adic­ción es, en úl­ti­mo tér­mino, la ne­ga­ción de to­do de­seo: la bús­que­da de un sen­ti­do úl­ti­mo, de­fi­ni­ti­vo, ce­rra­do por y pa­ra sí mis­mo, que só­lo se en­cuen­tra en la adic­ción en sí — , sino por­que sien­te que só­lo a tra­vés de la adic­ción pue­de se­guir exis­tien­do: des­pro­vis­to de su úni­co in­te­rés, a so­las con­si­go mis­mo, no es na­da más que un ego he­ri­do a cau­sa del trau­ma de ha­ber nacido.

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  • ¡Terror! (al compromiso): Park Chan-wook contra las vampiras

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    ¿Qué pen­sar de un hom­bre atrac­ti­vo, con di­ne­ro, tí­tu­lo no­bi­lia­rio, de cier­ta edad pe­ro con as­pec­to ju­ve­nil, que es un gour­met en la co­ci­na y man­tie­ne im­po­lu­ta una enor­me man­sión a la cual se de­di­ca con es­me­ro co­mo si se tra­ta­ra de un hobby más que de una obli­ga­ción? Aunque sin du­da pa­re­ce un hom­bre de en­sue­ño pa­ra cier­ta cla­se de mu­jer, aque­llas más pró­xi­mas al «sín­dro­me de Electra», en reali­dad es­ta­mos ha­blan­do de uno de los per­so­na­jes más ex­plo­ta­dos de la his­to­ria del te­rror: el Conde Drácula. Y si bien a prio­ri el hom­bre ideal es un vam­pi­ro, tie­ne un pe­que­ño de­fec­to: es rea­cio al com­pro­mi­so. Aunque sea al­go com­pre­si­ble, ya que el ma­tri­mo­nio es una ins­ti­tu­ción cris­tia­na, sí que le he­mos co­no­ci­do una cier­ta can­ti­dad va­ria­ble de no­vias en el trans­cur­so de su vi­da; in­clu­so el san­gui­no­lien­to gentle­man de­fi­ni­ti­vo sien­te pá­ni­co an­te la idea de pa­sar por la vicaría.

    Esta idea es ex­plo­ta­da es­té­ti­ca­men­te por Park Chan-wook en el vi­deo­clip de V, el úl­ti­mo cam­ba­la­che pop de Lee Jung Hyun, en el cual un po­bre ato­lon­dra­do lle­ga por ac­ci­den­te a un cas­ti­llo don­de una le­gión de vam­pi­ras le ato­si­ga­rán con la in­ten­ción de con­se­guir ca­sar­lo con ellas. En el pro­ce­so, des­plie­ga una ba­rro­ca es­ce­no­gra­fía —que su­ma­do a lo re­car­ga­do aun­que su­ge­ren­te de los tra­jes nos trans­mi­te la idea de es­tar an­te la ca­sa de mu­ñe­cas de una afor­tu­na­da ni­ña del XIX; o de un adi­ne­ra­do co­lec­cio­nis­ta del XXI— acom­pa­ña­da de una su­ce­sión de pla­nos ex­cep­cio­nal­men­te lar­gos pa­ra tra­tar­se de un vi­deo­clip. Será del jue­go de pla­nos de lo que ha­ga uso pa­ra prac­ti­car una elec­ción na­rra­ti­va en el plano es­té­ti­co: el con­tras­te en­tre pla­nos ce­rra­dos pa­ra la pro­ta­go­nis­ta y pla­nos ge­ne­ra­les pa­ra los bai­les y los deses­pe­ra­dos in­ten­tos de hui­da del hom­bre, se nos dan co­mo con­tras­ta­dos per­fi­les vi­sua­les a tra­vés de los cua­les se trans­mi­te una cier­ta idea de irrea­li­dad an­te lo ex­pues­to: los re­cuer­dos na­cen de lu­ces apa­ga­das, que con­ge­lan el pre­sen­te; lo que ocu­rre fue­ra del es­pe­jo es di­fe­ren­te de lo que nos re­fle­ja el mis­mo: en am­bos ca­sos se re­sal­ta la con­di­ción es­qui­zo­fré­ni­ca de la situación.

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  • Cada clima se piensa a sí mismo en sus condiciones de destrucción

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    Déjame en­trar, de John Ajvide Lindqvist

    Si co­mo afir­ma­ba el fi­ló­so­fo Tetsuro Watsuji to­da exis­ten­cia del hom­bre no se de­fi­ne só­lo por su tem­po­ra­li­dad, sino que tam­bién se cons­tru­ye por su par­ti­cu­lar re­la­ción con el pai­sa­je que ha­bi­ta, en­ton­ces cual­quier con­si­de­ra­ción que pre­ten­da­mos ha­cer al res­pec­to del hom­bre de­be­rá par­tir del acon­te­ci­mien­to cli­má­ti­co co­mo ba­se. De és­te mo­do po­dría­mos de­cir que las for­mas abier­tas con los des­co­no­ci­dos y ten­den­tes ha­cia la vi­da en la ca­lle del me­di­te­rra­neo son pro­pias del agra­da­ble cli­ma sua­ve que ha­ce en es­tos lu­ga­res, del mis­mo mo­do que las for­mas eis­ten­cia­rias ba­sa­das en cier­ta re­clu­sión fí­si­ca y so­cial den­tro de un círcu­lo semi-cerrado se ba­san en los du­ros cli­mas que se de­sa­rro­llan en las tie­rras del nor­te de Europa; el cli­ma de­fi­ne nues­tro mo­do de re­la­cio­nar­nos con el mun­do. El cli­ma no es só­lo una pro­ble­má­ti­ca me­te­reo­ló­gi­ca, tam­bién es una pro­ble­má­ti­ca ontoespacial.

    ¿Qué pue­de de­cir­nos es­to so­bre el nor­te de Europa, de Suecia, don­de un cli­ma que no pa­se por lo ex­tre­mo es siem­pre con­si­de­ra­do co­mo una con­di­ción utó­pi­ca? Que es con­na­tu­ral al cli­ma frío, el cual obli­ga que cual­quier ex­pe­di­ción ex­te­rior sea pla­ni­fi­ca­da co­mo un pro­ce­so bien cal­cu­la­do en el cual pre­pa­rar me­tó­di­ca­men­te el im­pac­to —por­que, de he­cho, la ne­ce­si­dad de abri­gar­se cons­tan­te­men­te ya crea un cier­to ca­non de co­mo ac­tuar en el res­to de for­mas exis­ten­cia­les: con de­li­ca­da pre­cau­ción — , el to­mar­se la vi­da de una for­ma mu­cho más dis­tan­te y fría, te­nien­do en cuen­ta que esa mis­ma frial­dad re­quie­re de una dis­ci­pli­na fe­rrea pa­ra no aca­bar con­ge­la­dos en su in­te­rior. Suecia es un país de zo­nas ce­rra­das, don­de se pla­ni­fi­ca en de­ta­lle to­das las ne­ce­si­da­des que sus ciu­da­da­nos pue­dan ne­ce­si­tar pa­ra re­fu­giar­se del frío —en tér­mi­nos li­te­ra­les del cli­ma, pe­ro tam­bién en tér­mi­nos me­ta­fó­ri­cos: el frío co­mo to­do aque­llo que pue­da da­ñar al hom­bre, lo que ha­ce ne­ce­sa­rio un col­chón ex­terno que amor­ti­gue el do­lor que pue­de pro­du­cir— de una for­ma con­ve­nien­te. Por eso se crean ciu­da­des a me­di­da con to­do lo que pue­den ne­ce­si­tar allí, el es­ta­do se ocu­pa de aque­llos que no pue­den va­ler­se por sí mis­mos la­bo­ral­men­te y, en ge­ne­ral, ejer­cen de to­da su vi­da co­mo un mu­lli­do go­rro que im­pi­de que sus ciu­da­da­nos pue­dan con­ge­lar­se an­te la du­re­za del sis­te­ma capitalista.

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  • los vampiros, aun con dientes de sierra, vampiros se quedan

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    Seguimos con el es­pe­cial tra­yen­do es­ta vez al ca­ba­lle­ro Dani Lain que nos ha­bla­rá de Soul Reaver co­mo buen co­no­ce­dor de los vi­deo­jue­gos de PC que es.

    Vampiros, los hay clá­si­cos co­mo Drácula, feos co­mo Nosferatu, bue­na­zos ca­pa­ces de con­ver­tir­se en feos con pro­ble­mas sen­ti­men­ta­les co­mo Angel y aho­ra unos que bri­llan al sol. Hay de­ce­nas de vam­pi­ros que nos gus­te o no han con­se­gui­do fa­ma mun­dial y pe­se a ello mi fa­vo­ri­to si­gue sien­do ca­si un des­co­no­ci­do en su pro­pio mun­di­llo san­grien­to, me re­fie­ro a Raziel pro­ta­go­nis­ta de Soul Reaver.

    Raziel es la mano de­re­cha de Kain, lí­der de los cla­nes vam­pí­ri­cos, con la pe­cu­lia­ri­dad de que es­tos vam­pi­ros evo­lu­cio­nan con el tiem­po ob­te­nien­do nue­vas ha­bi­li­da­des. El jue­go nos si­túa en el mo­men­to en que Raziel se ade­lan­ta a su iras­ci­ble lí­der de­sa­rro­llan­do alas. La reac­ción de Kain es in­me­dia­ta: mu­ti­la­ción de los nue­vos miem­bros y pos­te­rior sa­cri­fi­cio en el abismo.

    Comenzamos en el des­per­tar si­glos des­pués y prác­ti­ca­men­te des­com­pues­to de nues­tro hé­roe. Reanimado por Nosgoth, una dei­dad más que enig­má­ti­ca em­pe­ña­da en que Kain y sus hi­jos, her­ma­nos de Raziel, pa­guen por sus ac­cio­nes. El ma­yor pro­ble­ma al que se en­fren­ta y a la vez su me­jor ven­ta­ja es que ya no es ni una som­bra de lo que fue. No pue­de per­ma­ne­cer en el plano real du­ran­te mu­cho tiem­po y pa­ra man­te­ner­se ya no ne­ce­si­ta be­ber san­gre, sino con­su­mir al­mas ab­sor­bien­do de ellas las ha­bi­li­da­des de su vic­ti­ma. La ven­ta­ja: aho­ra es ca­paz de via­jar al­ter­na­ti­va­men­te por el plano real y el as­tral. Aunque es­te úl­ti­mo es re­tor­ci­do y muy dis­tin­to del real, por no ha­blar de que es­tá pla­ga­do de al­mas hos­ti­les lo cual ha­ce que su vi­si­ta no sea un ca­mino de rosas.

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  • Entre las costuras del tiempo (fílmico)

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    Se es en el tiem­po; por ex­ten­sión, el tiem­po pa­sa­do es una ne­ga­ción cons­tan­te del pro­yec­to que ya no so­mos, pe­ro que aun se­re­mos. La vi­da, co­mo la he­roí­na, es un vam­pi­ro que nos fa­go­ci­ta len­ta­men­te has­ta lle­gar a los tí­tu­los de cré­di­to. El ar­te co­mo vam­pi­ris­mo nos se­du­ce y lle­va más allá del tiem­po, que que­da per­pe­tua­do en un bu­cle tem­po­ral que se re­pi­te ad in­fi­ni­tum sin aca­bar ja­más de si­tuar­se más que co­mo apa­ri­ción de un tiem­po au­tén­ti­co. Algo así pa­re­ce de­cir­nos Iván Zulueta con su ope­ra mag­na, Arrebato.

    José Sirgado, un di­rec­tor de ci­ne que ha aca­ba­do por odiar el ci­ne, re­ci­be una ex­tra­ña gra­ba­ción de un an­ti­guo co­no­ci­do, un ci­neas­ta ama­teur ob­se­sio­na­do con el sú­per 8; con par­si­mo­nia se va des­gra­nan­do co­mo se co­no­cie­ron y co­mo han lle­ga­do a sus res­pec­ti­vas si­tua­cio­nes, lle­gan­do has­ta el pun­to ce­ro de la ecua­ción: la adic­ción a la he­roí­na co­mo pa­ra­le­lis­mo a la adic­ción a la bús­que­da del éx­ta­sis a tra­vés de la fil­ma­ción. La bús­que­da del arre­ba­to, del éx­ta­sis, se mi­ra en el es­pe­jo no del hom­bre mís­ti­co, es­pe­ran­do una re­ve­la­ción, sino en la del poe­ta, bus­can­do ob­ser­var los lí­mi­tes del in­fi­ni­to. Se vi­ve y se mue­re en la na­tu­ra­le­za, en lo fi­ni­to, en la do­sis o en lo que du­re el ce­lu­loi­de; la fi­ni­tud nos vam­pi­ri­za a ca­da mo­men­to, to­do tiem­po pa­sa­do ya es­tá muer­to, to­do re­cuer­do o gra­ba­ción es una ima­gen de lo que ya no será.

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