Movimientos (totales) en el arte mínimo (XXXII)

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The Addiction
Abel Ferrara
1995

Toda adic­ción en­cuen­tra su na­ci­mien­to en la an­gus­tia, en el con­flic­to in­terno, en la in­ca­pa­ci­dad de re­la­cio­nar­se con uno mis­mo. Aquel que re­gre­sa so­bre el ob­je­to de su adic­ción no lo ha­ce por­que en­cuen­tre pla­cer al­guno en ello —ya que el pla­cer es de­ri­va­do del de­seo mien­tras que la adic­ción es, en úl­ti­mo tér­mino, la ne­ga­ción de to­do de­seo: la bús­que­da de un sen­ti­do úl­ti­mo, de­fi­ni­ti­vo, ce­rra­do por y pa­ra sí mis­mo, que só­lo se en­cuen­tra en la adic­ción en sí — , sino por­que sien­te que só­lo a tra­vés de la adic­ción pue­de se­guir exis­tien­do: des­pro­vis­to de su úni­co in­te­rés, a so­las con­si­go mis­mo, no es na­da más que un ego he­ri­do a cau­sa del trau­ma de ha­ber nacido.

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Empachado de exis­ten­cia­lis­mo, Abel Ferrara se apro­pia de la fi­gu­ra del vam­pi­ro en The Addiction pa­ra con­ver­tir­lo en la me­tá­fo­ra más re­fi­na­da has­ta la fe­cha del su­fri­mien­to (que no ne­ce­sa­ria­men­te la an­gus­tia) exis­ten­cial: aquel in­di­vi­duo que, a pe­sar de sa­ber­se muer­to, va­cío de sig­ni­fi­ca­do, to­da­vía per­ma­ne­ce vi­vo. Ni be­lle­za ni no­ble­za, só­lo adic­ción. Sus vam­pi­ros no ha­cen na­da sal­vo re­pe­tir pa­tro­nes he­re­da­dos del pa­sa­do —ya sea los de otros vam­pi­ros o lo que ha­cían cuan­do es­ta­ban (psi­co­ló­gi­ca­men­te) vi­vos y te­nían al­gu­na cla­se de am­bi­ción más allá de man­te­ner­se (fí­si­ca­men­te) vi­vos — , ali­men­tar­se y ser he­ri­dos por su cons­tan­te an­sia de ca­ni­ba­li­zar al pró­ji­mo. Cuando no a sí mis­mos a tra­vés de una iró­ni­ca au­to­cons­cien­cia de su si­tua­ción en el mun­do, de su es­ta­do de ani­mal en des­com­po­si­ción, que les lle­va ha­cia un círcu­lo ce­rra­do de ma­las de­ci­sio­nes, ins­tin­to e iner­cia que no ha­ce sino ace­le­rar su pro­pia si­tua­ción límite.

Abismos, fi­ló­so­fos, vam­pi­ros. No hay aquí es­pa­cio pa­ra el hu­mor, el des­cu­bri­mien­to o la re­den­ción; la cin­ta exha­la con­de­na­ción y de­mar­ca su pro­pio ins­tin­to sui­ci­da —una pe­lí­cu­la en blan­co y ne­gro, lle­na de re­fe­ren­cias cul­tas y con una BSO de hip-hop es, por de­fi­ni­ción, un sui­ci­dio co­mer­cial— lle­ván­do­nos de la mano por un via­je al la­do os­cu­ro del co­ra­zón. ¿Del co­ra­zón de quién? De cual­quie­ra que ha­ya na­ci­do hu­mano, pe­ro es­pe­cial­men­te de aque­llos que en al­gún mo­men­to se can­sa­ron de vi­vir y se aban­do­na­ron al len­to de­ve­nir de los acon­te­ci­mien­tos sin que­rer ha­cer­se par­tí­ci­pes de ellos.

Es in­ne­ga­ble que los vam­pi­ros de Ferrara exis­ten en nues­tro mun­do, sal­vo por­que no se ali­men­tan de san­gre aje­na: ca­ni­ba­li­zan sus vi­das, tam­bién las de aque­llos que los ro­dean, sin ne­ce­si­dad de ha­cer­les nin­gún da­ño fí­si­ca. Sólo ne­ce­si­tan es­tar ahí, no ha­cer na­da, no ser na­da; de­jar­se des­com­po­ner e in­fec­tar a to­dos cuan­tos les ro­dean con su pre­sen­cia. Adictos, pe­ro sin la ele­gan­cia de ha­ber­se de­cla­ra­dos pa­ra siem­pre muertos.

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