The Addiction
Abel Ferrara
1995
Toda adicción encuentra su nacimiento en la angustia, en el conflicto interno, en la incapacidad de relacionarse con uno mismo. Aquel que regresa sobre el objeto de su adicción no lo hace porque encuentre placer alguno en ello —ya que el placer es derivado del deseo mientras que la adicción es, en último término, la negación de todo deseo: la búsqueda de un sentido último, definitivo, cerrado por y para sí mismo, que sólo se encuentra en la adicción en sí — , sino porque siente que sólo a través de la adicción puede seguir existiendo: desprovisto de su único interés, a solas consigo mismo, no es nada más que un ego herido a causa del trauma de haber nacido.
Empachado de existencialismo, Abel Ferrara se apropia de la figura del vampiro en The Addiction para convertirlo en la metáfora más refinada hasta la fecha del sufrimiento (que no necesariamente la angustia) existencial: aquel individuo que, a pesar de saberse muerto, vacío de significado, todavía permanece vivo. Ni belleza ni nobleza, sólo adicción. Sus vampiros no hacen nada salvo repetir patrones heredados del pasado —ya sea los de otros vampiros o lo que hacían cuando estaban (psicológicamente) vivos y tenían alguna clase de ambición más allá de mantenerse (físicamente) vivos — , alimentarse y ser heridos por su constante ansia de canibalizar al prójimo. Cuando no a sí mismos a través de una irónica autoconsciencia de su situación en el mundo, de su estado de animal en descomposición, que les lleva hacia un círculo cerrado de malas decisiones, instinto e inercia que no hace sino acelerar su propia situación límite.
Abismos, filósofos, vampiros. No hay aquí espacio para el humor, el descubrimiento o la redención; la cinta exhala condenación y demarca su propio instinto suicida —una película en blanco y negro, llena de referencias cultas y con una BSO de hip-hop es, por definición, un suicidio comercial— llevándonos de la mano por un viaje al lado oscuro del corazón. ¿Del corazón de quién? De cualquiera que haya nacido humano, pero especialmente de aquellos que en algún momento se cansaron de vivir y se abandonaron al lento devenir de los acontecimientos sin querer hacerse partícipes de ellos.
Es innegable que los vampiros de Ferrara existen en nuestro mundo, salvo porque no se alimentan de sangre ajena: canibalizan sus vidas, también las de aquellos que los rodean, sin necesidad de hacerles ningún daño física. Sólo necesitan estar ahí, no hacer nada, no ser nada; dejarse descomponer e infectar a todos cuantos les rodean con su presencia. Adictos, pero sin la elegancia de haberse declarados para siempre muertos.
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