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The Sky Was Pink

La muerte sólo es conocida en la comprensión. Apuntes sobre Der Erlkönig

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1.

Cuesta creer que cuan­do Goethe es­cri­bió Der Erlkönig, se­gu­ra­men­te mo­vi­do por el fuer­te im­pac­to que su­pu­so la tra­duc­ción del mi­to da­nés por par­te de Herder, no tu­vie­ra en men­te la idea de cris­ta­li­zar una cier­ta for­ma au­tén­ti­ca de te­rror: su fi­gu­ra­ción in­no­mi­na­da de la muer­te, el am­bien­te gó­ti­co, los do­ra­dos de­ta­lles de ex­tra­ñe­za que nos man­tie­nen en­tre lo oní­ri­co y lo real: na­da hay en el poe­ma que no sea un can­to ha­cia ese te­rror hoy clá­si­co que, aun cuan­do ya na­ci­do, aun no es­ta­ría pró­xi­mo de dar sus me­jo­res fru­tos —aun­que sus de­sa­rro­llos más lo­gra­dos ni si­quie­ra fue­ron en­tre sus fron­te­ras, ni en su idio­ma — . Su des­crip­ción me­tó­di­ca, que no por mí­ni­ma es me­nos de­ta­lla­da, se mues­tra co­mo el afi­la­do des­cri­bir cos­tum­bris­ta de una pe­sa­di­lla. Los des­es­truc­tu­ra­dos diá­lo­gos flu­yen li­bres en un en­ten­di­mien­to tá­ci­to en el cual se ob­via la exis­ten­cia de un lec­tor, de su en­ten­di­mien­to, pa­ra su­mer­gir­le en el pre­ci­so es­ta­do de con­fu­sión fe­bril en el cual no po­dría apos­tar na­da más que por la en­fer­me­dad del ni­ño; uno, ve ahí al rey de los el­fos — otro se lo con­fir­ma, ve ahí un árbol. 

Aunque el poe­ma si­gue cau­san­do una im­pre­sión bru­tal, co­mo un fuer­te pu­ñe­ta­zo en la bo­ca del es­tó­ma­go de nues­tra com­pren­sión, no tie­ne el mis­mo efec­to que pu­do te­ner con un pú­bli­co que aun des­co­no­cían que se es­tre­me­ce­rían con Edgar Allan Poe en la li­te­ra­tu­ra o con la Hammer en el ci­ne. Der Erlkönig po­dría con­si­de­rar­se co­mo lo más cer­cano al pri­mer cuen­to de te­rror gó­ti­co, de no ser por­que de he­cho es un poe­ma y no es la pri­me­ra obra de su gé­ne­ro; aho­ra bien, ¿qué im­por­ta la cro­no­lo­gía cuan­do esos otros cuen­tos no eran tan per­fec­tos co­mo és­te? Décadas pa­sa­ron has­ta en­con­trar al­go tan es­pe­luz­nan­te co­mo Der Erlkönig: no es el ori­gen, pe­ro es ori­gi­na­rio. Goethe jue­ga a imi­tar a Kafka, una vez que­da di­suel­to el tiempo. 

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