Acercándonos hacia el final de Halloween ya es una tradición que alguien en su colaboración desoiga mis peticiones para hacer lo que le de la gana: me parece fenomenal. Por eso aquí tienen una interesantísima reflexión de Jim Thin alias Jaime Delgado explicando por qué NO quiere hablar de videojuegos de terror. Y oigan, que me ha convencido… un poquito.
Un juicio que debe ser calificado como anómalo —solo por empezar por algún lado— llevó al corredor en solitario de este blog a pensar en mi una vez más para su cada vez más habitual (y agradecida) reunión de ilustres plumas. No conforme con contactarme para ello, su criterio le condujo a mi como el indicado para hablar de videojuegos y, puesto que el especial en esta ocasión es el que es, más concretamente de algún videojuego de terror. Así me lo hizo saber, y ahora estoy en un verdadero compromiso: por lo escabroso y por la necesidad de corresponder.
Es un problema, pensé en un primer momento, porque apenas he probado juegos de este tipo. No he jugado ningún Silent Hill, Fatal Frame o Clock Tower y llegué a Resident Evil cuando en teoría se alejaron del terror, es decir, desconozco por completo las sagas con más renombre, de las que podría contar algo que se les hubiese escapado a millones de personas. Eh, lo alternativo, me dije entonces, quizá sea el momento de darles una merecida oportunidad a esos juegos a los que se les ha hecho menos caso pero parecen tener algo que contar: Amnesia, Deadly Premonition, Call of Cthulhu, Haunting Ground, el último Alone in the Dark. Más sencillo también, además, descubrir algunas características que los hagan especiales en comparación con los grandes éxitos. No me pareció del todo justo. Coger uno al azar de los mencionados y sacarle su esencia para hacer un pequeño comentario es fácil, pero no tendría nada de especial, no sería una recomendación personal y con todas las de la ley salvo que ese juego me descubriese el mundo, y eso es bastante improbable. Lo retro pasó tan rápido por mi mente como opción que ni siquiera recuerdo qué.
Dejé de lado mis carencias y me centré en recapitular mentalmente los títulos que sí había experienciado, buscando alguno que destacase, que activase un resorte en mi cabeza y me diera un hilo del que tirar sobre el tema, sabiendo de antemano que eso no pasaría. Los dos primeros F.E.A.R. aparecieron enseguida, siendo mis principales referentes en cuanto a sentir algo cercano al miedo mientras los jugaba; pero más allá de eso, nada. Apariciones de una niña que a veces no es tan niña sincronizadas con luces parpadeantes y estridencias en el sonido ambiente, la composición genérica del susto, en resumidas cuentas. Un poco como Condemned, solo que este último con una presencia del peligro mayor y menos sutilezas. Que son videojuegos y aprovechan las ventajas de este formato —marcamos el ritmo y somos verdaderos protagonistas de lo imprevisto — , lo que potencia ese susto, sí, pero eso está más que aprendido ya y no da para texto; si acaso para un par de líneas dentro de algo mayor. Y después los demás, juegos que tienen inclinaciones hacia el terror y se quedan tan solo en eso, en una tendencia incompleta: Left 4 Dead tiene su acierto como videojuego en la tensión frenética que genera, y es ese no descanso el que imposibilita el miedo; al contrario que en Dead Space, donde es más disfrutable nuestro calmado recorrido en solitario que el encuentro con los aburridos y abundantes necromorfos; Bioshock es bello y conscientemente accesible; Alan Wake fracasa estrepitosamente por repetición de patrón y la existencia de zonas seguras cada dos pasos. Por mencionar unos cuantos. Ninguno verdaderamente interesante en relación al terror. Entonces me rendí. Y al segundo volví a intentarlo.
Si no encuentro nada remarcable —resumí — , no puede ser por falta de baggage, por falta de experiencia, por un bloqueo momentáneo, por saturación de agentes externos, por no alcanzar la inspiración, por no saber algo; no puede ser personal. Si no encuentro nada remarcable, concluí, será porque no lo hay. Y tras esta sentencia volví a poner en funcionamiento la máquina para construir respuestas a su alrededor, para dotar de realidad la fantasía.
El miedo es ese estado de alerta que nos previene de posibles peligros. Pese a la multiplicidad tanto de elementos que lo componen como de formas en las que este puede aparecer, la línea por la que se mueven este tipo de títulos resulta fácilmente trazable: un buen diseño de sonido y juegos de luces y sombras que nos ponen en alerta, con la consiguiente aparición del peligro en forma de ente más o menos reconocible al que tenemos que cargarnos. Aunque no lo califiquemos como tal, también es miedo lo que sentimos cuando jugamos a cualquier shooter cuyo género no ha sido enmarcado como survival horror; los mecanismos que nos ponen en alerta son semejantes, los peligros a los que nos enfrentamos menos anormales, pero el fondo es el mismo. Existe, por supuesto, una diferencia sustancial entre unos y otros, y es la no conformidad del miedo, la querencia por alcanzar el terror. Este afán en los survival horror se traduce en escenarios más oscuros, diseños más inquietantes, guiones más amenazantes y una potenciación de todo lo sobrenatural y lejano al entendimiento humano; en los estudios de desarrollo se tienen claros los fundamentos, pero no así las consecuencias.
Cuando el miedo se torna terror lo racional desaparece, el estado de alerta se debilita y su lugar lo ocupa la atrofiación sensorial más absoluta, la locura, el confinamiento mental, el despojo en la razón de ser. El terror nos paraliza, y estar parados en un mundo irreal —en el que cualquier cosa que se pretendiera hacer sería posible — , es poco más que contrario a todo lo que es bueno y bonito en el videojuego.
Todo esto lo pensé casi instantáneamente al recibir el correo, como también lo que haría en consecuencia; así que no, no voy a hablar de videojuegos de terror.
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