Querido Gatsby,
te escribo estas palabras después de mucho tiempo. Aquí todo sigue igual y, donde tú estás, tampoco cambia nada ya salvo la forma en como se te lee: siempre eres abandonado por la tililante luz verde y, quienes te queremos, estamos demasiado lejos para consolarte. No sé si por casualidad o por incapacidad; supongo que ambas. Pero cuando hacemos daño al otro, y cuanto más queremos más daño podemos provocar, no lo hacemos con intención de herir las desveladas letanías de sus meses de primavera. Ya lo sabes. Por eso se que me permitirás que en esta ocasión divage, que te señale aquello que he recordado de ti, esa sonrisa triste tuya que esconde una tenaz necesidad de pasado —un pasado que sabes tuyo por derecho, ¿cómo no perseguirlo entonces?¿Cómo no perderlo pues?— que tilila en la noche más allá de los azules campos entre los dos puntos separados por el infinito. Jay Gatsby y Daisy Buchanan: el sueño de una noche de verano trocado entre fiestas.
¿Pero por qué fiestas, Gatsby? Ya sé que todos han creído siempre que el sentido de tu vida era el exceso, la fiesta, la ostentación; todos te llaman contrabandista o asesino, homo festivurus o burgués aburrido, cuando sin embargo tú no eras nada de eso: lo hacías por Daisy, porque ella sí era todo eso y mucho más. Ella era un alma aburrida del Oeste que necesita desesperadamente saberse atraída por algo que le aporte ese algo más. Ese algo más podía ser cualquier cosa. Por eso tus fiestas resultan tan fastuosas, patéticas y deshilachadas, un campo de juegos donde la corrupción de un tiempo se nos muestra resquebrajándose en las vivas paredes creadas para un tiempo pasado; nada hay auténtico en ello, porque son sólo un trámite para conseguir aquello que deseas. La fiesta es para Daisy. Para que Daisy puede considerarte, si es que eso es posible, un igual que ella. Sé que aquí sonreirás con escepticismo, con esa reprovación de aquel que no le gusta que señalen aquellas cosas que pretende esconder de su misma persona, pero es imposible callarse las filosas verdades del alma entre amigos. Quizás no quieras oírlo, pero tampoco puedes negarme que así sea.
Cuando una mujer llora ante una lluvia de camisas de todos los colores conocidos, quizás incluso alguno aun por conocer al venir de unas culturas ígnotas a las cuales nos está vedadas comprender y, por extensión, conocer sus colores en su singularidad, así confundiéndolos con aquellos que ya pretendemos nuestros, lo hace por la resignación de haberse vendido a la comodidad del mejor postor en vez de al postor más singular. Al encontrarse con lo sublime, un sublime de lino y algodón, rompe a llorar por la imposibilidad de aprehender el instante. Sólo es capaz de vivir en el instante cotidiano.
Es por eso, querido Gatsby, que tu mayor error fue creer que podrías conquistar con lo sublime aquello que sólo se dejo atar por la primera constante que le prometiera una interesante normalidad. El problema de Daisy es que es un producto de su época, que también sería la nuestra: el tiempo cuando ya no se busca lo excepcional, lo singular, una vida nacida del sentido del arte; lo que se busca es lo reconfortante, el mullido camino de una vida sin sobresaltos más allá de la aletargada vida en espera de la muerte. Algo con lo que ocupar la vida, no con lo que vivir. Por eso tus esfuerzos, tan excepcionales, tan magníficos, resultan vacuos cuando son lanzados en una arena que escupe la excepcionalidad como si se tratara de veneno. Porque vivimos en un tiempo donde lo excepcional marchita recóndito, mientras lo vulgar cruce en todas partes afeando la belleza inherente del mundo. ¿Acaso no es motivo de tristeza?
Por supuesto, sé que lo intentaste, que tenías que intentarlo: no hay pasado que no sea un hecho, que no deba ser perseguido por los intereses del hombre capaz de arriesgar la eternidad por la posibilidad de cumplir un sueño. La oportunidad la pintan calva porque no se deja agarrar por el pelo. Por eso, aunque intentaras darle aquello que ella podría desear, construírte como aquello que podrías ser sólo para intentar que el pasado vuelva hacia el presente, el problema es que aun no eres capaz de ver que la diferencia entre clases no es sólo una cuestión de dinero: un proletario no es burgués por hacerse con un negocio propio; un artista no se hace un hombre vulgar por ocultar su magnificiencia. Siempre surgen los pequeños movimientos que nos desvelan. Acechamos en la noche intentando conseguir nuestros deseos, originamos una sublime lluvia de camisas. Por eso carece de sentido tu maniobra, por valiente que sea, pues estaba fundamentada en un acto suicida —uno que, al menos, nos enseñó algo a los demás: es imposible perseguir un pasado que sólo fue magnífico en nuestros sueños, pero vulgar en lo real.
El pasado siempre vuelve, «y así porfiamos, barcas contra la corriente, devueltos incesantemente hacia el pasado», porque nunca nos dechisimos de él. Porque en la primavera de nuestro corazón, siempre hemos querido ver florecer aquellos frutos que el verano arrasó con el pragmatismo propio de una sociedad enferma de cinismo; aquellos que dudan de todo se aburren de todo, por eso la belleza de lo imposible, de la tililante luz verde en el horizonte, es para ellos tan ajena como la dulzura de la mañana temprana para los árboles. Tan sumergidos están en su conocimiento, que nunca podrán conocerla. Por eso sé que sufrirás. No te quedará más remedio que huír hacia alguna parte, hacia algún punto del futuro, sólo para ver como el mundo te devuelve constantemente hacia el pasado negándote todo aquello que has sido. Porque no importa lo que consiguieras, si el pasado conspira contra tu presente.
Por eso sólo puedo pedirte que disfrutes de la piscina, que cuando acaba el verano se convierte en ese lugar donde la luz se reflaja en destellos imposibles ante la mirada de los amargones, que bucees en tus azules campos de hierba como si buscaras una verdad ya perdida, porque quizás allí encuentres los secretos que escondimos al mundo. Aquellos que sólo conocemos tú y yo. Y si alguna vez olvidas quien eres, sólo tendrás que leer esta carta para recordarlo: tú nunca fuiste el gran Gatsby, amigo: tu siempre fuiste el magnífico Gatsby.
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