Categoría: The Sky Was Pink

  • Black Mirror en su propio reflejo (V). «Men Against Fire», TRUMPeando lo hiperreal

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    No exis­te ser hu­mano que no ten­ga por ca­ra una más­ca­ra. Incluso quie­nes pre­ten­den lo con­tra­rio. A fin de cuen­tas, vi­vir ex­po­nien­do nues­tros mie­dos, de­seos y sen­ti­mien­tos es el mé­to­do más rá­pi­do y efi­caz pa­ra aca­bar sien­do da­ña­do, si es que no ex­plo­ta­do. De ahí la ne­ce­si­dad de una más­ca­ra. De ocul­tar aque­llo que so­mos a tra­vés de al­gu­na cla­se de filtro.

    Pero no aca­ba ahí la fun­ción de la más­ca­ra. Al igual que ocul­ta aque­llo que so­mos, tam­bién ocul­ta aque­llo que son los otros; no por­que los otros va­yan en­mas­ca­ra­dos, que tam­bién, sino por­que, en la elec­ción de nues­tra más­ca­ra, es­ta­mos crean­do un mo­do de ver el mun­do. Porque, del mis­mo mo­do que ni los sím­bo­los ni las ideas son ino­cen­tes, el ros­tro con el que nos pre­sen­ta­mos tam­bién di­ce al­go al res­pec­to de nues­tros pre­jui­cios y ne­ce­si­da­des. De aque­llo con lo que que­re­mos in­ter­ac­tuar, con lo que no y có­mo que­re­mos ha­cer­lo. Porque, en úl­ti­ma ins­tan­cia, la más­ca­ra no sir­ve só­lo pa­ra ocul­tar­se, sino tam­bién pa­ra mostrarse.

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  • Black Mirror en su propio reflejo (IV). «San Junípero», Cupido en los tiempos de Hume

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    En la ma­gia a ve­ces el tru­co es la au­sen­cia de tru­co. Que no ha­ya nin­gu­na ilu­sión de por me­dio. En oca­sio­nes, aque­llo que ve­mos, es to­do lo que hay: las co­sas son tal y co­mo son a pe­sar de que nos cues­te ad­mi­tir­lo. Otras ve­ces las co­sas son un po­co me­nos sen­ci­llas. En oca­sio­nes hay tru­co pe­ro, al ser cons­cien­tes de que lo hay, el tru­co pa­sa a nues­tras ma­nos; el tru­co es ob­viar el tru­co, ha­cer co­mo que no sa­be­mos que lo hay. Eso so­na­rá jus­to a oí­dos de al­gu­nos. A fin de cuen­tas, si de­sea­mos ser en­tre­te­ni­dos con las fal­se­da­des del pres­ti­di­gi­ta­dor, qué me­nos que acep­tar­las sin cuestionarlas.

    Todo eso tam­bién se apli­ca a la fic­ción. El pro­ble­ma es que don­de en la ma­gia te­ne­mos un re­sul­ta­do evi­den­te, sea bueno o ma­lo, en la na­rra­ti­va es más di­fí­cil di­lu­ci­dar si al­go es­tá bien o mal he­cho. Si más allá de nues­tro gus­to, al­go fun­cio­na. No to­do el mun­do reac­cio­na de la mis­ma for­ma a los mis­mos es­tí­mu­los. Y, lo que es peor, al te­ner mu­chos más con­di­cio­nan­tes que un úni­co tru­co, al te­ner to­da una es­truc­tu­ra ló­gi­ca de­trás —o si­guien­do la ana­lo­gía má­gi­ca, sien­do una se­rie in­ter­re­la­cio­na­das de tru­cos que nos de­ben ha­cer ol­vi­dar que lo que es­ta­mos vien­do no es real — , un fi­nal des­afor­tu­na­do o fra­ca­sar en un so­lo de­ta­lle pue­de arrui­nar una eje­cu­ción, por lo de­más, perfecta.

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  • Black Mirror en su propio reflejo (III). «Shut Up And Dance», del thriller al horror cósmico

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    Dios es­tá siem­pre pre­sen­te en nues­tras ca­be­zas. Ya sea de­bi­do a nues­tra edu­ca­ción, con de­jes re­li­gio­sos en to­das par­tes, o por nues­tra pro­pia ne­ce­si­dad de res­pues­tas, que nun­ca nos po­drán ser da­das des­de otros ám­bi­tos que no sea el ale­gó­ri­co, so­le­mos afe­rrar­nos a las ideas in­tan­gi­bles pa­ra ci­men­tar nues­tros sen­ti­mien­tos. Aquello que pen­sa­mos. De ese mo­do nos re­sul­ta más fá­cil com­pren­der lo que es co­rrec­to a tra­vés de ejem­plos, de ale­go­rías e his­to­rias, que de re­glas, de ideas abs­trac­tas ba­sa­das en la ló­gi­ca. Porque aque­llo que ape­la al co­ra­zón siem­pre es más fuer­te que aque­llo que ape­la a la razón.

    Eso no im­pli­ca que ra­zón y sen­ti­mien­to va­yan por se­pa­ra­do. Al con­tra­rio. Cuando el sen­ti­mien­to pa­re­ce au­sen­te, cuan­do el mun­do con­tra­vie­ne nues­tra idea del mis­mo, in­ten­ta­mos jus­ti­fi­car­nos a tra­vés de la ra­zón, pro­pi­cian­do de ese mo­do la ca­tás­tro­fe. Ante dios, an­te su au­sen­cia o an­te su ar­bi­tra­rie­dad, to­do lo que nos que­da es un mun­do don­de o bien no hay re­glas o bien no po­de­mos co­no­cer­las. Y de ese mo­do, la ra­zón nos con­de­na, por­que nos des­cu­bre la ar­bi­tra­rie­dad de las co­sas, y nos ele­va, por­que nos per­mi­te crear nues­tras pro­pias reglas.

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  • El silencio es la proclama del muerto. La poética de Fede Álvarez a través de «Don’t Breathe»

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    Cumplir nues­tros de­seos siem­pre tie­ne un pre­cio. Precio que se pa­ga con car­ne, con el tiem­po in­ver­ti­do, que ya nun­ca vol­ve­rá a no­so­tros. De ahí que ha­ya que te­ner cui­da­do con lo que de­sea­mos, no só­lo por­que pue­da cum­plir­se, sino por­que pue­de po­ner­nos en la si­tua­ción de te­ner que per­der por el ca­mino otras mu­chas co­sas importantes.

    Fede Álvarez pa­re­ce te­ner­lo cla­ro. Desde su de­but con el re­ma­ke de Evil Dead, don­de lle­va­ría la des­la­va­za­da his­to­ria ori­gi­nal de Sam Raimi al con­tex­to pa­ra­le­lo de la ca­za de bru­jas meets la reha­bi­li­ta­ción for­zo­sa de una jo­ven adic­ta a las dro­gas ais­lán­do­la en una ca­ba­ña en el bos­que, es bas­tan­te fá­cil com­pro­bar cuá­les son sus pa­tro­nes es­ti­lís­ti­cos. No só­lo aque­llos de or­den es­té­ti­co, co­mo su pre­fe­ren­cia por ma­te­ria­les más pró­xi­mos al te­rror de de­rri­bo, sino tam­bién te­má­ti­co, co­mo pue­de ser la ar­ti­cu­la­ción de sus his­to­rias a tra­vés del de­seo o las ideas di­ver­gen­tes (e irre­con­ci­lia­bles) de lo que (o quien) es bueno o ma­lo. Porque, a di­fe­ren­cia del di­rec­tor de ci­ne de te­rror me­dio, cria­do en el fan­dom y só­lo re­mi­tién­do­se al mis­mo, Álvarez apro­ve­cha su con­vic­ción de lo po­si­ti­vo de man­te­ner­nos ate­rro­ri­za­dos pa­ra, en el pro­ce­so, con­tar­nos al­go que va más allá del miedo.

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  • Black Mirror en su propio reflejo (II). «Playtest», muerte por heteropatriarcado

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    Nuestro peor enemi­go es­tá siem­pre den­tro de nues­tra ca­be­za. Ya sea de­bi­do a la an­sie­dad, el nar­ci­sis­mo o la en­fer­me­dad, por lo que re­cor­da­mos o por lo que ol­vi­da­mos, por lo que ob­via­mos o por lo que no po­de­mos pa­sar por al­to, nues­tros pro­ble­mas más gra­ves siem­pre aca­ban na­cien­do del in­te­rior. De nues­tra in­ca­pa­ci­dad pa­ra li­diar con aque­llos as­pec­tos de no­so­tros mis­mos que nos su­pe­ran y nos dan for­ma. Porque aun­que nos pre­ten­da­mos se­res ca­pa­ces de pen­sar las co­sas de for­ma ob­je­ti­va, des­pro­vis­tos de cual­quier con­di­cio­na­mien­to ex­terno o in­terno, es­ta­mos, en úl­ti­ma ins­tan­cia, con­di­cio­na­dos por nues­tro pro­pio pasado.

    Si bien lo an­te­rior es de sen­ti­do co­mún, ya que la fic­ción no ten­dría sen­ti­do en cual­quier otro ca­so —pues, si no exis­tie­ra la po­si­bi­li­dad de ver có­mo reac­cio­nan las per­so­nas an­te un cam­bio en sus vi­das, no ha­bría ni con­flic­to ni his­to­rias — , es al­go que so­le­mos pa­sar por al­to. Pues, en nues­tra in­ge­nui­dad, pre­fe­ri­mos creer que, al fi­nal, to­do se re­su­me en gi­ros y re­so­lu­cio­nes en vez de en el jue­go más evi­den­te de to­dos: a nues­tro ce­re­bro le gus­ta en­con­trar pa­tro­nes. Resolver puz­les. Aprender a tra­vés de la imi­ta­ción cons­tan­te de ges­tos ajenos.

    Incluso si es­tos son los ac­tos del mun­do. O de nues­tras pro­pias vidas.

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