Hay una clase de violencia que si bien ya no se glorifica si que se tiende a mirar hacia otro lado cuando esta sucede: la violencia como método educacional. El agredir al otro como método de enseñanza, el clásico premio-castigo del adiestramiento animal, está fuertemente arraigado en el ideario humano; me duele más a mi que a ti, cariño. ¿Qué ocurre cuando le sumamos las perniciosas ideas de superioridad, especialmente cuando hablamos de superioridad de género? Que entonces a la mujer no se la educa, se la doma. Y eso es lo que ocurre en The Woman de Lucky McKee.
Una familia acomodada que vive a las afueras de un idílico pueblo tiene una vida normal; extrañamente normal. Nada ocurre en las pacíficas vidas de esta familia hasta que, por casualidad, un día Chris Cleek, el pater familias, encuentra una muchacha salvaje a la cual captura y encierra en el sótano familiar con el propósito de educarla. Toda la familia se verá involucrada en la “educación” de la muchacha salvaje, coordinada con guante de hierro por el mismo. Pero, ¿a quien se está educando? Curiosamente se educa tanto a su hijo menor como a la muchacha salvaje. Mientras ella, como todas las mujeres de la familia, se ven sometidas al espacio de lo privado, el hijo, como una de las dos únicas entidades masculinas de la película, siempre está supeditado al espacio de lo público; se crea una estricta separación heredada desde la Grecia clásica de lo privado como algo puramente femenino, carácter al cual le es negado lo público pero no al revés, el hombre domina bajo ambos signos en tanto que lo privado atañe a lo público. He ahí que mientras el niño es educado siempre al aire libre, decidiendo insolente, las mujeres están siempre encerradas entre cuatro paredes: la casa es el símbolo de la unidad familiar tanto como el de la cárcel de la mujer.
El hombre, en tanto entidad pública, es el encargado de la crianza de aquellas entidades que vengan del exterior; el hombre desnaturaliza lo natural para conformarlo como parte de la sociedad. Para ello humillará y torturará a su “protegida” de formas cada vez más extremas como método para cosificarla en la posición que se le supone natural a la mujer: lejos del espacio público, en el seno del espacio privado. Es por eso que sólo el hombre puede mostrar agresividad o anhelos violentos, pues sólo él es el que se sitúa en el espacio de la exterioridad ‑del falo- en contraposición de la interioridad ‑la vagina- que le concede la posibilidad de ese proceder. Por ello, en tanto prócer de la buena marcha no sólo de su familia, algo de lo que se deberá ocupar la mujer, sino también de la sociedad en sí misma es su obligación educar a la muchacha salvaje que encuentra pacífica en el río; no es que desee apresarla, es que está obligado a hacerlo. Y ante esta determinación no social, sino directamente biológica, nada puede hacerle pues él está obligado por la divina guía celestial. O eso le gustaría hacernos creer.
La realidad es que Chris Cleek es un psicópata. No le importan las mujeres, mucho menos su familia o la sociedad, pues lo único que hace en tanto pater familias ‑o Padre o Estado- es crear una serie de tabues y creencias que justifiquen su dominio brutal sobre los demás. Tanto la niña pequeña sublimada ante los diferentes símbolos fálicos ‑como las varillas de la batidora- como su hermano creando un acto de adoración instrumental ante los mismos ‑el berbiquí como visibilizador de Lo Oculto a través de la penetración de La Realidad; enseñar lo que es negado sólo al que posea el poder- subliman la necesidad paterna; aquel en posesión del falo es quien manda en el mundo. Y siendo lo público el lugar que atañe todo espacio y siendo lo privado algo que no puede a travesar su espacio hasta lo público crea así el espacio perfecto para un psicópata: en la calle un productivo elemento de la sociedad, en la casa un monstruoso emperador de sus oscuros deseos. Eso es lo que denuncia McKee con una claridad impecable, el como ese estado de separación de espacios sólo propicia que los psicópatas se regodeen en su propia condición; ejerce como espejo de aquello que no queremos ver en la sociedad.
El final sólo puede acabar con la destrucción del símbolo de dominación ‑el falo- pero lo hace a través del modo más poético y extraño, no es el espacio privado el que fagocita el público sino que es la naturaleza quien se lo apropia. Esta naturaleza destructora, prácticamente aleatoria, se representa como el dios vengativo que arrasa con aquellos que le odiaron permitiendo vivir al que le salvo, sólo por su sacrificio; la naturaleza se perpetua a través de aquello que toma. Destruid la separación entre espacios, en ella se encuentra la semilla del mal.
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