Singularity 7, de Ben Templesmith
Suponer infiernos distópicos futuros no es precisamente algo que se considere novedoso en nuestra época. Ya desde la fundación del término por parte de John Stuart Mill y pasando por los caos inenarrables de Huxley o Wells la distopía siempre se ha caracterizado porque la descomposición social ‑la anulación de toda posibilidad de disentimiento y/o felicidad- ha llegado desde dentro. Incluso acudiendo a su referente absoluto, el cyberpunk en general y Matrix en particular, nos encontraremos que los males de la sociedad se los ha infligido esta a sí misma; la distopía, en tanto concepto eminentemente social, no tiene sentido a priori para definir esta obra. Por eso sería absurdo hablar de un cierto retrato social, humanismo o, en general, perspectiva humana en la obra ya que, simple y llanamente, esta no existe: los protagonistas de la obra son los nanites; los nanorobots son aquellos que definen el tono y el equilibrio de la obra.
Aunque sería posible acercarse a la obra de Ben Templesmith, que en esta ocasión da vida a un guión propio, obviando el hecho de que hablamos de un dibujante-mercenario esto sería un grave error. Lo sería en términos artísticos absolutos ‑pues adolece de un desarrollo argumental irregular, además de representación un tanto osca y confusa en ocasiones- pero, y esto es lo que realmente nos importa, en términos del mensaje tras la misma.
Aunque se puedan caracterizar un triple eje de protagonismo (supervivientes humanos-Singularity-Gosiodo) que son respectivamente los buenos, la víctima arrojada hacia el mal y el mal (programático) en sí no nos importa en momento alguno que les pase. El desarrollo que tienen estos personajes, ya no digamos los supervivientes del refugio, queda continuamente desdibujado en favor de la relación extensiva ‑y, aquí sí, cargada de carácter- que sostienen con los objetos que portan; los personajes no son más que extensiones poco afortunadas de sus nanomáquinas, armas y prendas. Y es por ello que la perspectiva de Templesmith, quizás involuntariamente, esté más cerca de la de una ontología orientada a objetos (OOO, para los amigos) que hacia una visión antropocéntrica, o correlacionalista, del mundo.
Con esto digo que, en último término, todo cuanto aparece en Singularity 7 no es más que la importancia relacional de una consecución de objetos. La máscara que porta Gunnar y su propia cara son objetos propiamente equivalentes del mismo modo que Gunnar y la máscara son fuerzas esenciales paralelas de identidad; se identifica (y existe una relación de posesión) tanto Gunnar en la máscara como la máscara en Gunnar. Por ello al final las relaciones que se dan son exclusivamente objetuales porque, en último término, lo único importante son objetos puros: las nanomáquinas, la vacuna que puede destruir la singularidad, las armas, la chica-bomba o, sólo en tanto es un objeto más entre los demás en una conformación de medio donde se constituyen los demás, el programa de colonización que ha devenido el mundo en una terraformación mortal para el hombre. Y es por eso por lo que, para Templesmith, en esta obra los humanos no importan nada, son sólo actores impersonales, apenas sí más construidos que alguno de los otros objetos presentes, que conducen a unos objetos hacia ‑o en, en el caso de que sea internarlo en, o crear, un nuevo medio dado- los demás con los cuales tienen que encontrarse.
Todo son objetos en esta obra. La singularidad propia no es exclusiva humana sino que cada objeto ‑y entendemos por objeto cualquier ser vivo o inerte, incluso aunque no sea un ser sino una cosa- es un hecho singular en sí mismo. Aunque esto se consigue por una extremadamente deficiente construcción de personajes, la cual dota del mismo nivel de complejidad identitaria a toda clase de objetos cuando se trasluce que no es esa la intención, sigue siendo una ontología estrictamente objetual. No es la historia de una humanidad que se ha buscado su ruina, es la historia de los objetos que se han encontrado con un nuevo medio.
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