Las sillas, de Eugene Ionesco
Para abordar la obra de Eugene Ionesco siempre hay que partir de una completa erradicación de la mentalidad de lo común: si pretendemos entender lo acontecido desde lo que asistimos como espectadores y no de lo que es en sí dentro de su lógica interna, entonces jamás podremos entender la representación que éste construye. Es por ello que si de entrada no somos capaces de disociar lo que vemos de lo que acontece, que de hecho lo narrado es lo que acontece en sí para los personajes pero no necesariamente lo que nosotros vemos, cualquier intento de entender Las Sillas, aunque prácticamente cualquier obra de teatro de Ionesco, será una mera utopía; el sentido que acontece en esta clase de obras radica precisamente en la obligación del autor de obligarle a olvidarse de lo que considera una lógica connatural a la realidad en sí para sumergirse en el extraño mundo de la posibilidad.
Las sillas nos narran la historia de una pareja de viejos que organizan una fiesta donde están invitados todos cuanto son alguien en sus tierras, incluido el mismísimo emperador, para así poder dar a conocer la profunda filosofía que el viejo ha desarrollado pero que en su profunda ineptitud para el lenguaje nunca ha sabido transmitir de una forma adecuada ‑aunque aquí Ionesco tiene mucha fe en los filósofos, al menos en lo que respecta en la necesidad de la claridad en la transmisión verbal. A partir de aquí todo se embrollará en una trama absurda donde nos encontraremos a los dos viejos acomodando a decenas sino cientos de invitados que siempre se nos muestran in absentia para nuestros sentidos, pues aun cuando están ahí de hecho nosotros no podemos verlo. He ahí que el acontecimiento no es que haya una serie de invitados invisibles o que sean alguna clase de imaginación de los viejos, ya afectados por una profunda demencia senil, sino que de hecho ellos están ahí pero están representados más allá del sentido dominante de la vista: les oímos, los intuimos en su posición, pero nunca les vemos en sí. Pero sin embargo están ahí, incluso aun cuando nos resulta imposible verlos en tanto se nos aparecen como presentes en su misma ausencia ‑y he ahí la importancia capital de su ausencia misma, pues sólo en tanto aceptamos que no están ahí para poder empezar a considerar que están siendo, podemos comprender como de un modo profundo su ser se construye sólo a través de la la suposición: sabemos que están ahí, pero debemos interpretar quién es quién exactamente.
Lo interesante de la concepción del absurdo de Ionesco es que no sitúa a los personajes como acontecimientos del absurdo tanto como, de hecho, hace que el absurdo se retroalimente entre personajes y espectadores. La mirada ingenua, suspicaz incluso, del espectador apremiando la hipotética no-existencia de los perosnajes es lo que enrarece el ambiente con el propio absurdo del evento, haciendo que el teatro del absurdo sólo sea absurdo para aquellos que no están capacitados para entenderlo; no hay nada profundamente extraño en Las Sillas, salvo la ausencia de la mismidad que es constitutiva de una puesta en escena que hace que los personajes sean en ese no estar que enrarece al público. Partiendo de esta noción deberíamos entender entonces que cuando hablamos de teatro del absurdo no estamos hablando de una forma teatral que cimiente todo su discurso sobre un absurdo estético, sino que necesariamente es otra cosa. Al fin y al cabo, si debemos conmiserar como algo lógico y natural que las personas que están sentadas en una silla y con las que interactúan los actores están ahí aun cuando no les vemos, ¿qué se puede considerar más absurdo que eso? El evento social en sí que se produce tanto dentro como fuera del escenario.
El público (in)satisfecho no deja de estar de parte de ese público ausente con el que se interactúe vivamente desde el escenario, siendo en realidad ambos una mímesis el uno con respecto del otro. Es por ello que los actores siempre se están dirigiendo al público, a un público indeterminado e indefectiblemente ausente, al cual pretenden transmitir una información dada que consideran valiosa por sí misma. Entonces deberíamos entender que la situación del hombre viejo contratando a un orador que explique los vericuetos de su filosofía es exactamente equivalente a la de Ionesco escribiendo una obra de teatro que dirigirá otro, porque de hecho la intención es la misma: transmitir una información dada a una audiencia específica. Es por ello que podemos ver la obra como un trasunto del propio acontecimiento artístico pero no sólo eso, pues también deberíamos desentrañar que es lo que ocurre cuando se intenta comunicar cualquier clase de información valiosa que, sin embargo, se nos muestra confusa y extraña ante nuestros ojos. El fracaso absoluto del orador en su intento de comunicarse y el suicidio de los viejos antes de que comience a (no) hablar el orador no es más que lo que hace cualquier artista o filósofo al representar su texto para un público, está suicidándose como autor (porque la interpretación de la obra ahora queda de manos del público) y le resulta imposible comunicar lo que quiere decir él mismo (porque la interpretación del público es siempre solipsista).
Es absurdo porque de hecho su sentido es el sinsentido. Toda noción del arte o la filosofía, cualquier conocimiento humanístico, se basa en el profundo sinsentido que se retuerce por el caos temporal constante sobre el que se construyen en último término estas formas de conocimiento. Cualquier intento de entender con una pretensión de objetividad o de realidad patente última estas formas del pensar, llevarán necesariamente al fracaso y, por extensión, están siempre atravesadas por un profundo absurdo indisociable de sí mismo; el teatro, como la filosofía y la literatura, es en sí la aspectualización del absurdo en el mundo. Es por eso que denominar el teatro de Ionesco como un teatro del absurdo es un error, porque en realidad no existe aun hoy ninguna forma teatral que pueda ser excluida de la noción de su propia noción de sinsentido.
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