Las criticas de los tres discos aquí expuestos fueron originalmente aparecidas en Studio Suicide los días 21 y 28 de Noviembre y el 17 de Diciembre respectivamente. El prólogo aquí presente ha sido escrito especialmente para la ocasión en un intento de hacer explícita la cohesión subterránea entre las críticas.
Si sólo hay mundo donde hay lenguaje, ¿qué nos dice sobre él fusionar de un modo aparentemente anti-natural diferentes formas lingüísticas para intentar llevar más allá el horizonte de sentido del mundo? Esta es la pregunta que se harían los pioneros del jazz fusion, desde Chick Corea hasta Harbie Hancock —ambos a su vez objeto, directo o indirecto, del principio de estudio aquí presente — , cuando decidieron que el jazz como lenguaje si bien aun estaba lejos de agotarse sí que necesitaba abrirse de una forma radical hacia otros terrenos de experimentación en géneros próximos a éstos; el interés radical que suscita el jazz fusion es en lo que tiene de apertura del mundo, en como al utilizar un lenguaje para hacer hablar otro lenguaje no estamos situados en ninguno de los lenguajes previamente usados, sino que generamos uno nuevo: creamos una nueva extensión de lo posible, del mundo — si bien esta condición del lenguaje es transparente para los artistas, y por transparente desconocido, para los demás resulta absolutamente ajeno y, por ello, se hace acuciante investigar esta relación. ¿Por qué el jazz fusion? Porque es el ejemplo más metódico y continuado en el tiempo de toda una tradición de fusión, de perversión del lenguaje en su fusión con otro de su especie para generar un nuevo lenguaje, que nos permitirá comprender mejor la función transparente del lenguaje. Y, por transparente, les pido que intuyan más que racionalicen, pues todo lo que viene ahora sólo se entenderá si lo leen con los metafóricos ojos de un escritor borracho de filosofía.
Beyond Standard, de Hiromi’s Sonicbloom
Si existe un género que es absolutamente opaco hacia el neófito, incluso para aquel que lo sea sólo en las lindes de ese género en particular, ese es, sin ningún lugar a dudas, el jazz. Su extrema complejidad, su rancio abolengo y la imperturbable necesidad de marcar territorio de sus fanáticos más abyectos, aquellos que necesitan remarcar de forma constante como sólo el más desconocido de los músicos a los cuales se vio en una jam session que siempre fue la mejor de las posibles es digno de ser denominado como tal, producen que cualquiera que pretenda sumergirse en sus procelosas aguas se encuentre con más obstáculos de los que cualquier persona razonable está dispuesto a tratar; el jazz es demasiado hermético y extraño para ser penetrado sin un esfuerzo tan considerable como excesivo. Pero, aun con todo, lograr entrar tiene sus recompensas.
En el caso de Hiromi’s Sonicbloom, banda de la pianista y compositora de jazz Hiromi Uehara, cualquier creencia en la dificultad de entrar en su propuesta sería una excusa abyecta: la música de Uehara, sorprendentemente accesible sin perder en momento alguno el virtuosismo propio del género, se propone a sí misma como perfecta puerta de entrada al género más inaccesible de nuestro tiempo. Con su jazz fusión con una especial énfasis en los devenires propios del piano —pues, no lo olvidemos, es alumna aventajada de Chick Corea — , no deja de lado el virtuosismo excelso de unos punteos de bajo que rozan el éxtasis de virtuosismo y unas baterías que en su discreción funcionan como contrapunto de un piano en fuga sólo acompañado de una guitarra que da el punto de contraste suficiente para resaltar aun más si cabe su belleza. Su marcado tono rock, juvenil y familiar incluso para los absolutos profanos del género, consigue acercar con una naturalidad sublime algo que, a priori, no podría estar más alejado del gusto general de la juventud; si Uehara tiene una virtud excepcional es, especialmente, su capacidad para hacer del jazz algo atractivo incluso para aquellos que no tienen interés primero por el mismo.
La libertad extraordinaria que desarrolla con Sonicbloom, y especialmente en el caso de éste Beyond Standard, producen que se pueda escuchar incluso no tanto como un trabajo de virtuosismo chic, que también lo es, sino como un ejercicio de rock vanguardista de tono preciosista. Carente de las formas más abigarradas o dificultosas del género, todo cuanto se desarrolla en el disco es un sonido calmo pero fugaz, vibrante pero fácilmente aprehensible, con el cual se puede jugar a varios diferentes niveles de percepción; aquellos que carezcan de todo conocimiento sobre jazz, encontrarán aquí una perfecta puerta de entrada al género, aquellos que ya estén familiarizados con el mismo, sin embargo, se encontrarán con una brisa fresca de una chiquilla virtuosa capaz de fusionar con estilo y savoir-faire formas juveniles con un estilo clásico propio del género. Y he ahí su mayor virtud, pues consigue hacer que ambos extremos de la escala se comprendan sin comunicarse, pues aun los novatos y los expertos apreciarán cosas completamente diferentes del disco, que se respeten lo suficiente como para permitir que se inicien otros que no necesariamente quieran pasar el trámite de la incomprensión total de lo escuchado.
Naked City, de John Zorn
El jazz tiene una capacidad polimórfica capaz de llevarle por todos los extremos inimaginables de la paleta de colores del sonido, pudiendo así plasmar a través de él cualquier idea estética que se nos pase por la cabeza querer figurar a través de la música. Así, para testear los límites posibles del rock, el jazzista y compositor John Zorn llamaría a unos cuantos amigos, algunos de los más salvajes y siniestros que haya dado la escena rock nunca, para así poder comprobar hasta que punto el jazz podría reclamar a través de sí diferentes representaciones que, generalmente, asociamos indisolublemente con un estilo marcadamente rock; el propósito de Naked City es buscar los límites de la representación rockera, descubrir que es, pero también que no es, representable a través de los endurecidos vericuetos del rock.
Desde las formas de un rock clásico (N.Y. Flat Top Box) hasta las variaciones más extremas del hardcore à la Agnostic Front (Igneous Ejaculation) todo cuanto se encuentra en Naked City es una siniestra desviación de la norma en la cual prima el encontrar lo que hay de común entre la paleta completa del rock y el estilo propio del jazz; la pregunta sería, ¿cuales son los límites de mi mundo (rockero)? Como un Wittgenstein verdaderamente judío y músico, la respuesta de John Zorn se condensa en esta serie de variaciones que se desarrollan a través de una intrusión de formas propias del jazz, con una cantidad casi obscena de saxofón, que amplifica y da nuevo sentido a los límites de lo que podríamos denominar como extremo: los límites de mi representación son los límites de mi mundo. He ahí que esa exploración de la paleta completa de sonidos finalmente no es tal, porque se construye más como una cartografía del mundo del rock a través de los ojos de un músico de jazz que, verdaderamente, una epopeya que pretenda descubrir que hay de común entre ambos géneros; hay búsqueda de un desvelamiento del mundo, pero no pretensión de síntesis.
Por otra parte, no debería extrañarnos en lo más mínimo que Zorn dirigiera sus esfuerzos hacia algo tan aparentemente ajeno de sus intereses, aunque a Zorn nada le sea ajeno, después de haber firmado esa obra maestra que supone Spy vs. Spy: la experimentación formal, la búsqueda de los límites del mundo musical, es el leit motiv esencial del compositor judío. Es por ello que con Naked City lo único que hace es explorar otro territorio más del mundo, otro pedazo de tierra más el cual debe cartografiar si pretende descubrir de forma exhaustiva y total cuales son los límites últimos del mundo presente de un modo absoluto. Y eso es una tarea tan ardua como prodigiosa. Su estilo flameante, alocado e inquieto, incapaz en apariencia de no lanzarse a la aventura a cada minuto después de haber vuelto del último viaje musical, consigue en éste Naked City una de las conjunciones más brillantes de lo que el rock, mediado por el jazz, puede dar de sí: los límites entre géneros quedan desdibujados, la violencia se intensifica hasta lo insoportable y la dulzura de las composiciones más sencillas suaviza el tono sin llegar a empalagar; Zorn pone los cojones sobre la mesa, meticulosamente, sin violencia ni abyección, demostrándonos cuales son los límites de un mundo que ya deberíamos haber explorado en sus límites. Y no lo hicimos porque esperábamos al genio capaz de hacerlo, y ese era él.
Crossings, de Harbie Hancock
El problema de ser pionero es que, en el encontrar algo que podría ser radicalmente nuevo, se lleva implícito la incapacidad de hacerlo entender a los demás en primera instancia su valor; aquel que suscita los orígenes de algo que no se ha visto nunca antes, aquel que crea una personalidad única en su propio seno, se enfrenta ante la necesaria incomprensión de sus iguales. Cuando el jazz se encuentra en una relación incestuosa y extraña con el funk, propiciando una combinación próxima a una proto-electrónica moderna, lo mejor que podía ocurrir es que creara una nueva linea de sentido a través de la cual explorar los vericuetos particulares de algo que no encontrarían su potencialidad hasta una década después. Y de hecho, así fue.
Desde el mismo título del décimo trabajo de estudio de Harbie Hancock, la más controvertida de las figuras clásicas del jazz, podemos ver la absoluta auto-consciencia suscitada en su embaucar nuevas formas del género que cartografió hasta sus mismos límites: Crossings, como los mesméricos cruces que practica entre un jazz aun de tono clásico con las incipientes formas de un funk aun en pura gestación; cruce, choque, colisión de los sentidos en un todo mayor: sinsentido, un sentido mayor y más puro. Pero esto no es una mera suma de las partes, sino que es una fusión de dos disciplinas bien diferenciadas aportando cada una de su propia cosecha una serie de conceptos que Hancock fusionaría con estilo en un único lenguaje común que va (infinitamente) más allá de lo que cada uno haría en particular por su lado. Aquí se da una fusión de horizontes donde no es que el estilo de uno se solape sobre el otro, se construya con los elementos del funk nuevos caminos para el jazz, sino que, de hecho, se asume en el uno para el otro y en el otro para el uno la posibilidad de un nuevo horizonte límite que se da precisamente en su interrelación: recuerda al jazz, recuerda al funk, pero suena a otra cosa.
La combinación resultante de esa fusión de horizontes sería una serie de estructuras extrañas, que nos remiten de forma constante a lo que después se desarrollaría en menor grado de experimentación en la electrónica analógica de los 80’s, que aun teniendo una personalidad definida carecen de una explicitación casuística específica; sabemos que lo que suena es algo diferente, pero lo más cerca que podemos estar de darle una definición —partiendo del hecho de que no crea escuela, sólo influencias menores— es basándonos no en su estructura sino en su método: el jazz fusion es el género/método por el cual se fusiona el horizonte del sentido del jazz con otro género cualquiera. Por eso se hace tan difícil hablar de jazz fusion sin entrar en complejas teorizaciones, ambigüedades extrañas, alusiones a estructuras mistéricas, porque, de hecho, su marca de género se da en la extrañeza inaprensible de ser una fusión que tiene sentido por sí misma. Su valor lo encontramos en cada caso en particular, en cada fusión específica practicada por el mismo, y las influencias que éste suscitaría a posteriori; el valor de Harbie Hancock es por la fusión perfecta que realiza de los horizontes de significado del jazz y el funk, que sólo nos son revelados cuando los ponemos de forma equidistante en la distancia con la electrónica que en un futuro inspirará. Carece de sentido hablar de como suena este cruce de Hancock, porque sería como preguntarse cual es la función de dos universos cuando chocan: es bello, y tiene una metodología muy clara, pero está más allá del sentido su por qué.
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