Kafka, de David Zane Mairowitz y Robert Crumb
El principal problema de ser un autor particularmente leído es que, aun cuando sea una aparente contradicción, rara vez se ha sido leído. Si hilamos algo más fino podríamos decir que el problema no es que no sean leídos —que, aunque también, La metamorfosis es una lectura obligatoria de instituto; hipotéticamente lo ha leído todo el mundo a partir de cierta generación — , sino que generalmente son mal leídos: un buen autor va más allá de lo concreto, lo aparente, de la fatídica e insuficiente primera lectura. Es por ello que se hace necesario reivindicar a los grandes autores de la literatura no precisamente por su condición de necesitar ser más leídos, aunque tampoco estaría mal que ocurriera, tanto como el hecho de exigir que se lean mejor.
Lo que desarrolla en su texto David Zane Mairowitz es precisamente como el autor (Kafka) ha acabado por fagocitar la obra (lo kafkiano) al convertirla no en un corpus que vaya más allá del autor, algo que pueda y deba leerse como algo superior a la intencionalidad que el autor tenía a la hora de escribirlo, sino en un adjetivo que sirve para clasificar una serie de aspectos de lo real que no se corresponden de modo efectivo con el doble fondo de la obra. Es por ello que reivindicará en este libro la necesidad de (re)leer a Kafka de otro modo, con unos ojos completamente diferentes, partiendo de la excusa más perfecta posible: la de una biografía intelectual del autor — todo cuanto acontece entre las páginas de Kafka, el libro, no es sólo un intento de narrar la vida de Kafka, el autor, sino que también hay la fuerte pretensión de convertir la oportunidad de educar en la anécdota en una educación literaria; la pretensión de Mairowitz no es ya tanto explicarnos la vida de Kafka, aun cuando también lo hace de una forma sublime, como el hecho de enseñarnos como debería ser leído el autor. Y para ello desarrollará dos tesis particulares al respecto: no se puede interpretar un libro desde las vivencias de su autor y los libros de Kafka no son kafkianos, pues en ellos se contiene una fuerte semilla de humor.
Esta primera tesis, que hará temblar de rabia a la mayoría de críticos literarios de la contemporaneidad, esos más apegados a desentrañar las veleidades que quienes escriben que lo que realmente escriben, se sostiene en tanto el análisis literario de una obra no se da en tanto se realiza una lectura comparada con respecto de la vida del autor. Lo que hay en la obra es lo que Kafka veía que era el mundo, pero no aquello que Kafka pensaba o creía que debe ser el mundo. Es ahí donde la biografía se vuelve un acontecimiento determinante en tanto nos sirve para entender por qué veía así el mundo, pues la figura del padre o sus vivencias sentimentales pueden arrojar luz sobre el por qué de una escritura que siempre se da en el acontecimiento de la imposibilidad de la comunicación con el mundo, pero no por ello se convierte en el órgano principal de interpretación de la obra; el sentido último de su obra se da más allá del autor, pues sólo ocurre en tanto se interpreta por sí misma de forma independiente de su propio autor. O, lo que es lo mismo, aunque el autor escribe a partir de aquello que el percibe del mundo, éste no tenía porque ser consciente de haberlo percibido ni aun en las acciones que él emprendiera. Lo cual interpretará de forma genial otro que ha dado un adjetivo que poco tenía que ver con él, el Marqués de Sade:
Maldito sea el escritor llano y vulgar que, sin pretender otra cosa que ensalzar las opiniones de moda, renuncia a la energía que ha recibido de la naturaleza, para no ofrecernos más que el incienso que quema con agrado a los pies del partido que domina. […] Lo que yo quiero es que el escritor sea un hombre de genio, cualesquiera que puedan ser sus costumbres y su carácter, porque no es con él con quien deseo vivir, sino con sus obras, y lo único que necesito es que haya verdad en lo que me procura; lo demás es para la sociedad, y hace mucho tiempo que se sabe que el hombre de sociedad raramente es un buen escritor. Diderot, Rousseau y d’Alembert parecen poco menos que imbéciles en sociedad, y sus escritos serán siempre sublimes, a pesar de la torpeza de los señores de los Débats… Por lo demás, está tan de moda pretender juzgar las costumbres de un escritor por sus escritos; esta falsa concepción encuentra hoy tantos partidarios, que casi nadie se atreve a poner a prueba una idea osada: si desgraciadamente, para colmo, a uno se le ocurre enunciar sus pensamientos sobre la religión, he ahí que la turba monacal os aplasta y no deja de haceros pasar por un hombre peligroso. ¡Los sinvergüenzas, de estar en su mano, os quemarían como la Inquisición! Después de esto, ¿cabe todavía sorprenderse de que, para haceros callar, difamen en el acto las costumbres de quienes no han tenido la bajeza de pensar como ellos?
Lo que hay de común entre Sade y Kafka es, precisamente, que ambos recrean una realidad particular del mundo que va más allá de su experiencia y que se ve difamada precisamente en tanto se asocia con su experiencia; la obra está por encima de su autor, y si es necesario supeditar la obra al autor (o a la adjetivación del autor) estamos entonces ante un fracaso del lector como autoridad en el proceso de apropiarse para sí el texto: sólo el hombre que interioriza el texto, que lo hace suyo, puede conectar de forma profunda con él; el hombre guiado por la vida del autor hace mala historia, ni crítica ni literatura.
Sólo en tanto aceptamos ese juego, en que no se puede dar una remisión constante hacia la vida del autor, se puede entender que es lo que hay de humor en su obra —aunque sólo se entienda de una forma más radical acudiendo a una bibliografía secundaria, a sus diarios. Una de las constantes de Kafka es la desintegración del hombre al enfrentarse a un mundo hostil que, además, se le oculta como racional: el mundo es un completo sinsentido al cual uno no puede enfrentarse en tanto arrojado en él y, por ello, lo único que puede hacer es jugar las cartas que le han tocado de la forma más eficiente posible. En éste sentido, en lo hiperbólico de los castigos casuales de mundo, es donde se encuentra lo humorístico. Todo cuanto ocurre en las novelas de Kafka siempre es ridículamente grotesco, terrible hasta tal punto que por absurdamente insoportable debe saltar la carcajada; un hombre se que se convierte en insecto, otro que en un juicio à la stalinista se ve acosado sexualmente por una enfermera o, en el caso más extremo, las muertes ridículamente complejas que ideaba para sí mismo con las cuales llenaba sus diarios son ejemplos prácticos de uso humorístico absurdo, si es que no extremo, que sólo se entiende en tanto se acepta en la distancia del autor: el mundo es tan ridículamente arbitrario, nuestras cartas nos son dadas de forma tan ciega, que lo más sano es tomárselo con humor.
Interpretar a Kafka desde lo kafkiano nos remitirá siempre, y con necesidad, hacia una lectura que carecerá del auténtico jugo que podamos extraer de una lectura que es más cruel, esperanzadora y compleja de lo cual cualquier interpretación de la vida de su autor podría darnos. Es por ello que, hoy por hoy, nuestra labor sería reivindicar a Kafka no como un autor kafkiano, sino como un autor existencial, con un gran sentido del humor, predecesor del post-humor, de un fuerte carácter judío (de raza) pero no judaico (de religión o cultura judía) o, en general, cualquier otra lectura que a partir de él nosotros podamos hacer pero sea, en último término, algo que podamos considerar propiamente nuestro aun cuando coherente con el texto en sí.
Deja una respuesta