Hablemos de holística. Dirk Gently (y Max Landis) a la luz de su primera temporada

En la na­rra­ti­va siem­pre hay un acer­ca­mien­to ho­lís­ti­co al mun­do. Es na­tu­ral. Damos por he­cho que to­do lo que apa­re­ce en un re­la­to tie­ne un pro­pó­si­to. Está co­nec­ta­do. De ahí fa­mo­sas re­glas de la na­rra­ti­va, co­mo la pis­to­la de Chéjov, o las igual­men­te fa­mo­sas que­jas so­bre la (hi­po­té­ti­ca) fal­ta de cohe­sión de cier­tas obras, co­mo los agu­je­ros de guión. Porque en un tex­to, co­mo en la vi­da, es­pe­ra­mos que to­do ten­ga sen­ti­do. Que de una ac­ción de­ven­ga una reacción.

Incluso si, en nues­tro día a día, eso no es más que nues­tro ce­re­bro reor­de­nan­do nues­tros re­cuer­dos pa­ra que pa­rez­can te­ner un pro­pó­si­to úl­ti­mo que nun­ca tuvieron.

Dirk Gently no es­ta­ría de acuer­do con no­so­tros. No sin mo­ti­vo. Por al­gu­na ra­zón que no al­can­za a com­pren­der, es­te au­to­nom­bra­do de­tec­ti­ve ho­lís­ti­co pa­re­ce en­con­trar­se siem­pre en el mo­men­to jus­to, en el lu­gar exac­to, pa­ra po­der se­guir ade­lan­te en la re­so­lu­ción de sus ca­sos. O al me­nos un ca­so. Él in­sis­te de for­ma vehe­men­te que una vez re­sol­vió un ca­so. Quizás. ¡Pero es­ta vez tie­ne la co­ra­zo­na­da de que se­rá diferente!

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Aunque el re­su­men de la se­rie bien po­dría ha­ber sa­li­do de un gag de Los Simpson, re­sul­ta in­evi­ta­ble da­da su pre­mi­sa. O in­clu­so su gé­ne­sis. No por na­da Dirk Gently sur­gió cuan­do al es­cri­tor Douglas Adams, más co­no­ci­do por la no­ve­la La guía del au­to­es­to­pis­ta in­ter­ga­lác­ti­co, le ti­ra­ron atrás un guión pa­ra la se­rie de Doctor Who. Y de aque­llos pol­vos, es­tos lo­dos. No por na­da, mu­chos ele­men­tos del doc­tor más fa­mo­so de la te­le­vi­sión an­glo­sa­jo­na si­guen pre­sen­tes en Dirk Gently.

Un com­pa­ñe­ro (en prin­ci­pio) no coope­ra­ti­vo. Viajes en el tiem­po. Identidad his­trió­ni­ca más bien ana­cró­ni­ca. Todo ele­men­tos que po­dría­mos acha­car al pro­gra­ma de la BBC. Pero Dirk Gently no es Doctor Who. Es otra cosa.

Algo en lo que in­flu­ye la arro­lla­do­ra per­so­na­li­dad del guio­nis­ta de es­ta ver­sión, Max Landis.

Odiado por mu­chos, ado­ra­do por una pe­que­ña co­mu­ni­dad de miem­bros de Hollywood y es­pec­ta­do­res afi­nes, su es­ti­lo es in­con­fun­di­ble. Sus per­so­na­jes pa­sa­dos de tuer­ca, los con­flic­tos emo­cio­na­les pla­nean­do de for­ma bru­tal so­bre su es­truc­tu­ra de de­tec­ti­ves­co pro­ce­di­men­tal y su hu­mor ra­yano la idio­tez su­pi­na, es­tán ahí pa­ra gri­tar­nos: es­to es una se­rie de Max Landis. Algo que sig­ni­fi­ca, de en­tra­da, al­go muy po­co co­mún de ver en te­le­vi­sión. La idea de que, de­trás de la se­rie, hay un au­tor a los mandos.

Pero esa per­so­na­li­dad pro­pia im­pli­ca tam­bién que Dirk Gently se pa­re­ce po­co a Dirk Gently. El de la te­le­vi­sión no es el de los li­bros. El hu­mor ama­ble y con el re­tor­ci­mien­to jus­to de fi­lo­so­fía pa­ra do­tar de pro­fun­di­dad a la tra­ma que ca­rac­te­ri­za a Adams se ve sus­ti­tui­do aquí por un rit­mo fu­rio­so, cam­bian­do cons­tan­te­men­te el fo­co en­tre per­so­na­jes y con­flic­tos, pa­ra ha­cer lo que me­jor sa­be ha­cer su au­tor, el hi­jo del mí­ti­co John Landis: man­te­ner­nos pe­ga­dos a la pan­ta­lla in­cré­du­los por lo que es­tá ocu­rrien­do an­te nues­tros ojos.

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Eso tie­ne sus in­con­ve­nien­tes. Esa voz au­to­ral, ese sen­ti­do úl­ti­mo de­trás de ca­da ges­to, pue­de ge­ne­rar ur­ti­ca­ria. Para mu­chos, Landis pue­de no ser na­da más que un ni­ño bo­ca­zas. Alguien que so­bre­po­ne el es­ti­lo so­bre la sus­tan­cia en el per­fec­to ejem­plo del que se ha cria­do to­da su vi­da ma­man­do cul­tu­ra te­le­vi­si­va y ci­ne de de­rri­bo. Algo que pro­ba­ble­men­te es cierto.

Así y con to­do, na­da de eso jue­ga en de­tri­men­to de Dirk Gently.

Que to­do ocu­rra de for­ma rá­pi­da, lle­nan­do el me­tra­je de gi­ros, fo­resha­do­wing y per­so­na­jes al bor­de del ata­que de his­te­ria (li­te­ral), tie­ne un sen­ti­do na­rra­ti­vo. Fortalece la es­truc­tu­ra. Al man­te­ner­nos siem­pre ocu­pa­dos ha­cien­do equi­li­brios con vein­te pla­tos al mis­mo tiem­po, con­si­gue que mi­re­mos al lu­gar que él de­sea. Algo que tam­bién ha­cia otra se­rie de au­tor bien co­no­ci­da: Perdidos.

Si bien pue­de pa­re­cer que no exis­te pa­re­ci­do al­guno en­tre am­bas se­ries, la reali­dad es bien dis­tin­ta. Ambas jue­gan con ele­men­tos apa­ren­te­men­te in­co­ne­xos ba­jo un mis­mo con­tex­to co­mún. En otras pa­la­bras, en am­bas se­ries los con­flic­tos emo­cio­na­les y las sub­tra­mas de ca­da per­so­na­je pa­re­cen ir de for­ma se­pa­ra­da con res­pec­to de la tra­ma prin­ci­pal. Algo que, si bien no es des­co­no­ci­do en te­le­vi­sión, no es de­ma­sia­do co­mún. O no du­ran­te más de un par de episodios.

Pero in­clu­so ahí hay una di­fe­ren­cia ra­di­cal. Donde en Perdidos só­lo se va pos­po­nien­do la re­so­lu­ción, en Dirk Gently se con­vier­te al pro­ce­so de causa-efecto en un puzz­le estructural.

Aquí siem­pre hay res­pues­tas. Y siem­pre lle­gan en el mo­men­to me­nos es­pe­ra­do. De ese mo­do con­si­gue que lo que es un to­do en apa­rien­cia ca­co­fó­ni­co y di­ver­gen­te se con­vier­te en una me­lo­día per­fec­ta­men­te ejecutada.

A eso es a lo que lla­ma­mos un mé­to­do ho­lís­ti­co. O si se pre­fie­re, na­rra­ti­va. Al he­cho de con­se­guir que ca­da pe­que­ño ele­men­to, ca­da mis­te­rio o co­sa in­si­nua­da o só­lo di­cha de re­fi­lón, ten­ga su si­tio en el gran puzz­le que es su es­truc­tu­ra. Porque to­do tie­ne un sen­ti­do. Todo se re­suel­ve. Y ni es ca­sua­li­dad que Dirk aca­be en el apar­ta­men­to de Todd, el po­bre des­gra­cia­do que ac­túa co­mo su ayu­dan­te, ni es ca­sua­li­dad ni ac­ci­den­te que al me­nos tres gru­pos di­fe­ren­tes per­si­gan al bueno de Dirk.

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Ese es el va­lor úl­ti­mo de la se­rie. Landis ha co­gi­do la obra ori­gi­nal, la ha des­nu­da­do y la ha he­cho su­ya. Y en ese pro­ce­so de apro­pia­ción, ha des­cu­bier­to el mo­do de ha­cer que sea más efectiva.

Al fi­nal, to­da la pri­me­ra tem­po­ra­da de Dirk Gently no tra­ta so­bre la cua­li­dad ho­lís­ti­ca de la reali­dad. Trata de al­go más real. Más de­li­ca­do. Más de­li­ca­do, in­clu­so. Nos ha­bla de có­mo las per­so­nas nos ne­ce­si­ta­mos los unos a los otros, có­mo la pér­di­da es irre­pa­ra­ble y que, en oca­sio­nes, en­con­tra­mos aque­llo que ne­ce­si­ta­mos en las per­so­nas que me­nos hu­bié­ra­mos imaginado.

Ese es su sub­tex­to. No có­mo es­tá to­do co­nec­ta­do, sino có­mo, al fi­nal, en­con­tra­mos lo que ne­ce­si­ta­mos a tra­vés de aque­llo con lo que conectamos.

Algo pa­re­ci­do, pe­ro su­til­men­te diferente.

Algo que tie­ne con­se­cuen­cias que po­drían leer­se co­mo ne­ga­ti­vas. A fin de cuen­tas, es co­mo de­cir que es­ta­mos atra­pa­dos en el de­ter­mi­nis­mo a pos­te­rio­ri de nues­tra men­te. Que vi­vi­mos na­rra­cio­nes in­tere­sa­das, no la reali­dad ex­ter­na. Pero, ¿y si eso fue­ra liberador?

Imaginemos un es­ce­na­rio plau­si­ble. Imaginemos que Todd, al po­co de co­men­zar la se­rie, har­to de las apa­ren­tes di­va­ga­cio­nes es­qui­zo­fré­ni­cas de Dirk, hu­bie­ra de­ci­di­do aban­do­nar­le. Mudarse de ca­sa. De ciu­dad. Sólo ir­se, des­apa­re­cer y se­guir con su mier­da de vi­da. No cam­biar. Seguir co­mo has­ta el mo­men­to. Sin di­ne­ro, sin tra­ba­jo, en­ga­ñan­do a su fa­mi­lia; sin na­da que ha­cer, sal­vo ver pa­sar los días, to­dos idén­ti­cos al an­te­rior y al si­guien­te, es­pe­ran­do que al­gún día le cas­ti­guen por al­go que es in­ca­paz si­quie­ra de re­co­no­cer­se a sí mismo.

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¿Cambiaría en al­go la serie?

En ab­so­lu­to.

Tarde o tem­prano, ya que Todd es tan pro­ta­go­nis­ta co­mo Dirk, hu­bie­ra te­ni­do que en­fren­tar­se a sus de­mo­nios in­ter­nos. Aceptar que ha si­do una mier­da de per­so­na y en­men­dar su vi­da. En el peor de los ca­sos, huir eter­na­men­te de ellos y ha­ber muer­to de la peor for­ma po­si­ble: so­lo, en­ga­ña­do y ha­bién­do­se se­pa­ra­do de cuan­tos le ama­ban. Aprender, de la for­ma más de­pri­men­te po­si­ble, que en nues­tro le­cho só­lo so­mos la his­to­ria que he­mos ins­cri­to en la men­te de los otros.

De ahí que el fi­nal de Dirk Gently sea op­ti­mis­ta. Nos di­ce que en la vi­da exis­te cier­to gra­do de de­ter­mi­na­ción, pe­ro que eso es positivo.

Porque don­de en la reali­dad to­do per­ma­ne­ce siem­pre igual, en la na­rra­ti­va, con sus cam­bios de pa­ra­dig­ma, es po­si­ble el cambio.

Esa es la ca­tar­sis que vi­ve y ex­pre­sa Dirk Gently. El joie de vi­vre cuan­do, li­be­ra­dos de aque­llo que nos pe­sa, po­de­mos ser una ver­sión me­jor de no­so­tros mis­mos. ¿Pagando el pre­cio de ha­ber cam­bia­do e ir con­tra el sta­tu quo? Por su­pues­to. Pero pa­ra ver y ha­blar de eso ha­brá que ver si Dirk Gently re­suel­ve de for­ma sa­tis­fac­to­ria su se­gun­da temporada.

O si pa­ra su des­gra­cia, se pa­re­ce a Perdidos en más co­sas de las que desearíamos.

Comentarios

Una respuesta a «Hablemos de holística. Dirk Gently (y Max Landis) a la luz de su primera temporada»

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