El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald
Aunque se entiende a pensar que el hastío vital, la necesidad continua de la fiesta y el desenfreno, es algo que acompaña necesariamente sólo a la riqueza la realidad es otra bien distinta. Si el obrero no se pasa el día de fiesta en fiesta ‑o aun cuando sea la gran fiesta de la siesta, aquella que tiene el mayor relumbrón‑, eludiendo toda responsabilidad, no es porque no sea aceptado por esa exquisita nínfula mental de las clases apoderadas, es exclusivamente porque no puede permitírselo. El hombre tiende hacia la fiesta, el descanso y la catarsis, la búsqueda del beneficio propio y el desdibujado de todo aburrimiento que sobre él se cierne como si la vida le fuera en ello. Incluso el workahollic, el demasiado obsesionado con su trabajo para abandonarlo más allá de lo estrictamente imprescindible, no deja de estar mediado por esta postura vital, sólo que al revés: donde todos los hombres buscan la evasión de la fiesta, el busca la evasión del trabajo; mientras se trabaja no se vive en el mundo y, por extensión, no se vive en absoluto. He ahí la necesidad de la fiesta para el desocupado: es el lugar donde abandona, durante un tiempo, el mundo de lo racional.
¿Por qué un hombre organiza una fiesta? Puede hacerlo para liberarse el mismo de su racionalidad ‑aunque es desaconsejable, pues la resaca post-fiesta del organizador siempre será mayor que la de sus invitados- o para alcanzar alguno de sus objetivos racionales, los cuales pueden ir desde el intento de conquista de una persona hasta encajar en una posición en sociedad que, a priori, no le corresponde; esto es lo que retrata con una fruición perfecta F. Scott Fitzgerald. Camisas de seda, sofás de terciopelo se confunden entre los vaporosos vestidos de las jóvenes que bailan foxtrot con miserables canallas vestidos con corbatas elegantes sin percatarse que persiguen la llama, pequeñas polillas, que les supone siempre el otro. Esa es la paradoja de la irracionalidad, que para desatarse como tal después habrá de darnos problemas cuando volvamos al estado connatural anterior de nuestra racionalidad. O lo hará si no sabemos modularnos para poder paliar la resaca, los excesos de la noche que debió ser.
Ahora bien, no nos interesa por lo que cual hombre monta una fiesta ‑estómagos tan sólo, vulgares ojos sin fondo- sino que nos interesa uno únicamente, el más excepcional, el más virtuoso, el gran Jay Gatsby. Pero, ¿quien es él?¿quien lo conoce? Para algunos es un asesino, un asesino de hombres, ¿mataría a un árabe sin razón alguna? No, no creo, el tiempo es cercano pero no el espacio es demasiado distante. Según otros es un mafioso, seguramente ha conseguido su fortuna a través del juego sucio, lo cual es horrible, ¿no? Pero en realidad, como toda rumorología, a nadie importa los resultados de un estudio minucioso de lo que nadie sabe pero todos conjuran en tanto él es el anfitrión de la fiesta continua de la vida, el hombre que les lleva más allá de sus tristes y aburridos días. Es el hombre que está en el centro del mundo, sólo, siendo el gran amigo de todos porque en realidad no hay en quien pueda confiar.
Pero, por circunstancias, si que se hará amigo (¿de verdad?) de una sola persona: Nick Carraway. Él, joven licenciado, trabajador en las finanzas en la ciudad de Nueva York, vecino de Gatsby y primo de la preciosa Daisy Buchanan, mcguffin de la historia en su irritante falso tacto de seda. Así nace su amistad, del interés, de que uno pueda proveer al otro de un amor juvenil que ha perdido y por el cual ha hecho todo, por el cual es capaz de provocar una avalancha de camisas de todos los colores y materiales que existen, e incluso de los que no, en la tierra ‑hacer llorar a una mujer, hacerla llorar de felicidad, que su fragilidad sea indistinguible de su amor; eso es la feminidad. ¿Pero lo ama? También las novelas románticas, alta basura clonada de los corazones muertos de centenarios compañeros del mundo, puede producir el regocijo auto-perpetuizante de las lágrimas desatadas en un corazón apasionado, pero no por eso se ama a aquel que produjo ese sentimiento. ¿Acaso es que las mujeres son pérfidas mentiras?¿Son las catástrofes que se esconden debajo de los armarios dispuestos a sorbernos el alma sólo por el placer de hacerlo?¡Nada menos cabría esperar de un caballero como Gatsby, amigo de todos pero eternamente sólo, que esa disposición misógina en su corazón!
El amor, el amor tan apasionado y brutal que sólo puede ser la caracterización de un darse-para-el-otro en un ser-el-otro que nos anula, que nos obliga a cambiarnos el nombre, que nos produce que hagamos absolutamente todo lo que esperamos que ese otro querrá de nosotros; Gatsby es el único hombre honrado que queda en el mundo, el único que puede sentir una pasión amorosa tan pura y sincera que atraviese todo el horror que desata el mundo. Los demás, garbanzos resecos por corazón, apenas sí pasan de ser caricaturas de la bondad y la humanidad. Daisy, la odiosa y vil Daisy, incapaz de aceptar su culpa y su mal permitiéndose siempre quedarse en la posición más cómoda; Tom Buchanan, marido de la anterior, es el pequeño gran miserable que para sentirse amado necesita estar-en-deseo por otras mujeres ‑amantes por doquier, ¿por qué no en un mundo absurdo?; Jordan Baker , la enamoradiza sin amor; y George y Myrtle Wilson, los hijos de la violencia, los únicos que sólo son capaces de conocer el hipotético amor que desgastan en sus labios a través de la crueldad, el engaño y la perfidia. ¡Todos catástrofes para el amor y la humanidad! Y nada más.
¿Quien es Gatsby entonces? Es el único hombre honrado en un mundo que se está cayendo a pedazos porque, aun cuando su fortuna vendrá de algún modo propiciada por los métodos que no pueden ser vistos por nadie positivos, es el único que actúa siempre en una completa disposición a abrirse al otro, a conocer el amor auténtico en sí mismo. Los demás tienden hacia la conveniencia, hacia la racionalidad, hacia el abandono falso de una fiesta orquestada donde se despiertan lamentándose de la terrible resaca achacando el problema al otro; Gatsby está en la irracionalidad, en el amor, en su eterno volcarse en espiral en el centro del él-mismo que supone estar enamorado. Y el final, la piscina que no se ha utilizado en todo el verano, por fin utilizada, auspicia la tragedia: Gatsby, el último hombre-monstruo, no puedo seguir existiendo en un mundo que está regido por el caos producido por la racionalidad egoísta de los hombres malos. Tras él, tras Gatsby, sólo quedan los pétalos de rosa sangre adornando las paredes de la memoria de aquellas que supieron demasiado tarde que podrían haber sido él, que aun podrían convertirse en él.
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