No existe nada en éste mundo que no esté mediado por la mirada que cada uno impregna sobre ello y, por ello, lo que para algunos puede ser insignificante y sin importancia para otros puede ser un tesoro más grande que El Dorado. Esto, que sólo vale para las apreciaciones humanas, lleva hacia el conflicto de que la realidad es súbitamente diferente para cada persona en particular; nadie ve las cosas exactamente igual que otra persona, porque las infiere para sí de distinto modo. Es por eso que sería absurdo de hablar del tedio de la cotidianidad como algo absoluto, como si la cotidianidad no conociera, en ocasiones, de una particular intensidad que sólo tiene lo común. Esto, que lo conoce extrañamente bien Bill Callahan, parece ser el motor principal de su primera novela, “Cartas a Emma Bowlcut”.
Con un estilo sencillo, sin florituras ni nada especial más allá de un excepcional sentido del ritmo, Bill Callahan va hilando una tras otra 62 cartas para Emma Bowlcut, una joven que conoció en una fiesta con la que nunca se atrevió a hablar. A través de las cartas nos abre las puertas de su casa, el lenguaje, a través del cual podemos vislumbrar como es éste protagonista embarcado en una cotidianidad fantástica. Sólo, aislado del mundo y sin intención de abrirse a él, nuestro protagonista ‑físico de profesión pero fanático del boxeo- intima exclusivamente a través de la correspondencia de la que, además, jamás vemos los homónimos de su correspondiente. De éste modo su única relación real es con un efecto físico, el Vórtice ‑el cual, por otra parte, recuerda a Ausencia de “Cuando Alice se subió a la mesa” de Jonatham Lethem-, el cual parece estar confinado en una ausencia perpetua en la que, a su vez, el protagonista puede auto-perpetuarse conjuntamente sin sentir el hecho de estar haciéndolo nunca.
¿Quien es el lector entonces en toda esta historia? En primera instancia es Emma Bowlcut pues, al no tener referencia de su correspondencia, debe ser el lector quien rellene en su mente cual sería la disposición original de las cartas de ésta. Pero también es el protagonista, un hombre sólo al que jamás le contesta nadie, hablando sólo ante la singularidad física del Vórtice. O quizás no sea nada de eso y el lector se sitúe como un lector que se deja atrapar por un mundo Ausente, vacío de toda significación, donde sólo se edifica aquello que el narrador nos regala mediante sus epístolas para nuestra dimensión acomodaticia.
Sea cual sea la disposición que asuma el lector, la posición que tome con respecto del texto, Callahan siempre acaba haciendo el extraño retrato de una aventura de lo cotidiano. Puede leerse como una metáfora del boxeo o de la música, como un extraño sueño de cierta singularidad intemporal o, incluso, literalmente como una historia de obsesión o amor. En cualquiera de esos casos, sea cual sea el camino elegido, siempre habrá esa disposición de haber estado dentro del mundo; nuestra visión de la historia siempre habrá sido elegida con respecto de la lectura que sentimos como propia. Esto, aunque debería ocurrir en toda novela, es especialmente acusado en esta correspondencia novelada porque, como en un videojuego, siempre nos deja un tremendo espacio para experimentar las respuestas a lo que nos narra el protagonista. El arte auténtico es aquel que consigue que el lector sea parte central de la experiencia de la obra.
Deja una respuesta