Aunque al hablar de arte parece primar de una forma absoluta la apreciación del espectador por encima de la pretensión misma del artista ‑o es así, al menos, en lo que concierte en la crítica- no se puede eludir jamás no tanto la propia intencionalidad del autor como el contexto donde creo tal obra. La cultura y la disposición personal en la que se encontraba el autor a la hora de comenzar una creación se sitúan como elementos determinantes para saber que sentía en el momento de hacerlo; para conocer con que efluvios de su pensamiento infectó la creación firmada. Por eso la lectura de “Mujer que grita” de Dylan Dog es clarificadora: nos enseña de un modo paradigmático el valor del contexto del artista en la creación de su arte.
Cuando Celia Kendrick, una artista emergente, tiene que terminar la última de las obras para su primera exposición, Mujer que grita, todo parece que se torna contra ella. Su posesivo marido se dedicará a acosarla sin parar, su ultra-religiosa madre la acosará por sus deberes incumplidos como esposa, su hermana que dice defenderla seguirá atosigándola con respecto de su madre y, ella misma, por todo se acosará indecentemente por la imposibilidad de perfeccionar al milímetro su obra magna. De éste modo nos presentan la disposición de la mujer moderna: hipotéticamente liberada pero reprimida a través de sus labores; a través de lo que debe ser. Porque aunque quitáramos de la ecuación al marido posesivo y la madre ultra-religiosa, dos formas clónicas de dominación sobre la mujer como otredad, el mayor triunfo de la violencia contra la mujer no es en ningún caso la actividad continua contra ella sino las formas de dominación auto-impuestas. La auténtica mujer presa de su condición de mujer es aquella que no es capaz de trascender su propia indecisión de desobedecer; de edificar sus deseos más allá de lo que es correcto.
Por eso Mujer que grita es un paradigma artístico a través del cual poder conocer la importancia del contexto autoral: representa la frustración femenina producida por la lucha interna entre lo que debe y lo que desea ser. Cuando la estatua cobre vida se dedicará a tomar venganza de una forma sistemática contra todos aquellos que una vez ultrajaron los deseos de Kendrick; la condición esclavista de la mujer devenida en liberalizada se mueve, exclusivamente, por un deseo absoluto de venganza. De éste modo la representación de toda obra de arte es la plasmación ‑aunque no necesariamente en su totalidad, ya que puede ser sólo en ciertos elementos de la obra- de los deseos establecidos en lo más profundo del fuero interno del artista. Por eso la obra de arte como creación es un arma de doble filo: es tanto un ejercicio de introspección como una forma de desnudar nuestro subconsciente más desnudo de cara a los espectadores. En el arte como en la vida es imposible escapar de la proyección de nuestros propios deseos.
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