las reinas siempre deben temer la situación tras el trono

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El úni­co mo­do de con­se­guir evi­tar los gol­pes de la vi­da es sa­ber ade­lan­tar­se a ellos, cuan­do no la ca­gas na­da te pue­de da­ñar; y si la ca­gas, al me­nos, se cons­cien­te de ha­ber­lo he­cho. Esto es es­pe­cial­men­te cier­to en los sór­di­dos am­bien­tes de la no­ve­la noir, don­de ca­da error se pa­ga pa­san­do a ser el nue­vo pas­to de los be­su­gos. Y es­to lo sa­ben muy bien las chi­cas de Reina del Crimen de Megan Abbott.

Gloria Denton no es só­lo una su­per­vi­vien­te de la edad do­ra­da del ham­pa, tam­bién es la más fa­mo­sa e im­por­tan­te co­bra­do­ra que es­ta eco­no­mía su­mer­gi­da ha te­ni­do en to­da su his­to­ria. De ros­tro mar­mó­reo, ca­si co­mo eter­na­men­te asen­ti­da ba­jo una más­ca­ra de im­pa­si­bi­li­dad, ja­más se per­mi­te el más mí­ni­mo error; o só­lo uno uno: en­tre­nar a su su­ce­so­ra. Así em­pie­za una tó­rri­da his­to­ria de ob­se­sión, muer­te y amor que aca­ba­rá desem­bo­can­do ne­ce­sa­ria­men­te en un fi­nal que por es­pe­ra­do no de­ja de ser sor­pre­si­vo. Y es que la no­ve­la exuda fe­mi­ni­dad por to­dos sus po­ros. Muy le­jos de en­co­nar­se en es­te­reo­ti­pos de lo que de­be ser la mu­jer pe­ro más le­jos aun de pre­sen­tar­nos ape­nas sí ma­chos con pe­chos la es­cri­tu­ra de Megan Abbott es ex­qui­si­ta­men­te fe­me­ni­na. Cada uno de los de­ta­lles su­ti­les en­can­ta­do­ra­men­te in­tras­cen­den­tes só­lo es com­pa­ra­ble con la pa­sión que ate­so­ran es­tas mu­je­res en su co­ra­zón. Encendidas, tre­men­da­men­te fe­me­ni­nas, ca­mi­nan por un mun­do de hom­bres bor­dean­do su con­di­ción ha­cién­do­se res­pe­tar co­mo lo que son: las reínas de los ba­jos fon­dos. La pan­te­ra con za­pa­tos de ta­cón y tra­je blan­co fi­na­men­te ribeteado.

Una lec­tu­ra apre­su­ra­da, po­co me­di­ta­da, nos ha­ría pen­sar en el tan ama­do eterno re­torno de lo mis­mo nietz­schiano pe­ro no po­día ser más dis­tin­to. Como un pig­ma­lión nar­ci­sis­ta la sal­va­je Gloria Denton con­for­ma una su­ce­so­ra a su ima­gen y se­me­jan­za; es­cul­pe en la chi­ca ade­cua­da to­do lo que ella fue pa­ra re­vi­vir­se en ella. En és­te víncu­lo de re­du­pli­ca­ción de ál­mas las pul­sio­nes se van con­fun­dien­do en alo­ca­dos e in­ter­mi­ten­tes co­na­tos. La du­ra sen­sua­li­dad de am­bas mu­je­res pa­re­cen ero­ti­zar ca­da se­gun­do que es­tán jun­tas has­ta el pun­to de en­cen­der las más fuer­tes pa­sio­nes en­tre am­bas. Pero no hay una ex­te­rio­ri­za­ción, to­do se que­da siem­pre en el fue­ro in­terno en una cier­ta pro­ce­sión per­so­nal an­te la cual se so­me­ten; an­te la ca­ra del ham­pa ja­más de­bes mos­trar quien eres. El pa­sa­do mol­dea nues­tro pre­sen­te in­ten­tan­do que sea a su ima­gen y se­me­jan­za pe­ro los jó­ve­nes, siem­pre re­bel­des, re­nie­gan de aque­llo que les une con lo que fue pa­ra lan­zar­se ha­cia lo que se­rá. Y ese es el fin del pa­sa­do. Aunque és­te pre­ten­da edi­fi­car un fu­tu­ro pro­yec­ta­do des­de si mis­mo só­lo con­si­gue ser las rui­nas que de­fi­nen los ci­mien­tos de un nue­vo presente.

Todo flu­ye. No im­por­ta que in­ten­te­mos ha­cer que las aguas pa­ren pues siem­pre ten­de­rán a se­guir su flu­jo des­tru­yen­do por el ca­mino to­do aque­llo que se les opo­si­ten. Gloria Denton qui­zás fue la ma­yor glo­ria fe­me­ni­na que co­no­ció ja­más la ma­fia pe­ro, en el mo­men­to de ins­ti­tuir el fu­tu­ro de és­ta, se in­mo­ló pa­ra de­jar­le pa­so. Teme siem­pre el fru­to de tu se­mi­lla, pues és­te per­pe­tua­rá tu presente.

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