Américo Vespucio. La historia de un error histórico, de Stefan Zweig
Quizás una de las intrigas más constantes en la historiografía, tan en términos del común de los mortales como de los propios historiadores, es por qué América se llama así y no de otra manera. Si seguimos la lógica de que aquello descubierto tiende a dársele un acto nominativo relacionado con su descubridor esto se quiebra en el caso de América; el término de América tiene tanto que ver en su nombre con Colón como con cualquiera de nosotros: nada. ¿Bajo qué circunstancias se da el nombre de América a un continente entonces? Eso es lo que desentraña Stefan Zweig con su capacidad de hilar brillantes metáforas, que lo son debido a su extraordinaria sencillez, para traernos un pequeño ensayo donde sea capaz no sólo de resolver la cuestión de como se concedió el nombre al más nuevo de los continentes habitados y, de paso, una brillante historia de fidelidad, traición y contingencia.
La plasmación que hace Zweig de la problemática parte de un hecho incontestable: América se llama así por Américo Vespucio. A partir de aquí todo lo que hará es ir desheredando la madeja cronológicamente sobre como desde las inocentes cartas de un procurador que contaba fascinado las historias de un lugar más allá de toda imaginación fueron anidando en el seno de los europeos de la época hasta convertirlo en el apócrifo descubridor de un nuevo continente. Es por ello que el retrato de Vespucio siempre se muestra como algo esquivo y cambiante, si en ocasiones parece un noble ilustrado preocupado por la educación naturo-sentimental de sus cohetaneos después parece ser un mero mercachifles estafador apenas sí alfabeto capaz de apuñalar el ojo de cualquier rey por conseguir dos peniques para sí. En ningún momento podemos presenciar en Zweig que se moleste en dar su opinión, en matizar o intentar hacer una defensa de alguna clase hacia la objetividad, su único interés intentar hacer un trabajo más genealógico que historiográfico para dar una visión que arroje luz sobre la pregunta más importante para un escritor: ¿por qué tenía que ser Américo Vespucio y que consecuencias tiene que el nombre sea el de éste y no el de algún otro?
El hacer una genealogía de una palabra puede parecer algo tan excesivo como absurdo, las palabras son palabras y no tienen mayor significación que el nombrar cosas específicas. Esto, que tira por tierra al menos un siglo de discusión en la filosofía analítica, sería un absurdo ya incluso para el propio Zweig cuando nos dice que una palabra, una vez echada al mundo, extrae fuerza de este mundo y existe libre e independientemente de aquél que la dio a luz. Las genealogías de las palabras son importantes porque nos dicen cosas que no conocemos sobre el mundo; a través del uso y los cambios que se producen en las palabras, a través de sus procesos genealógicos, podemos conocer un sentido más profundo de la realidad.
La labor de Zweig en este caso es, como la del filósofo según Deleuze, desentrañar aquello que está implícito en lo dicho por otro para hacerlo explicito en el mundo. El interés radical por hacer una genealogía de las palabras es determinante porque de hecho nos enseñan como de hecho hay una cantidad ingente de acontecimientos contingentes que producen que la realidad sea de un modo y no de otro; toda realidad se define en una concatenación de elementos dispares que, en ocasiones, son contradictorios entre sí. Por eso la genealogía de las palabras nos permite discernir el mundo tras ellas, ver como van permutando por lo que hacen con ellas y lo que ellas hacen con el mundo en sí mismo. Pero no se habla aquí de otredad, no hay otredad posible con respecto de la palabra porque esa actitud discursiva-nominativa es de hecho parte del mundo. ¿Existiría entonces el mundo si no hubiera palabras que definan las cosas que en él acontecen? Por supuesto que sí, pero sólo a través de la palabra, de la actitud metafórica que se esconde en ella, el hombre puede discernir los límites contingentes del mundo.
Es por ello que del hecho de que América se llame así se pueden extraer una serie de conclusiones fundamentales ya no tanto del hecho mismo de como es América, que es algo que irá más asociado con el carácter de quienes la articulan, como el hecho de que en su nombre definen ciertos caracteres del mundo en sí mismo. No hay razones específicas para que ocurra así, ni siquiera el Destino como dice el propio Zweig, y que América se llame así en vez de Colombia; es meramente cuestión de una concatenación de sucesos que formularon el mundo tal y como lo conocemos como por accidente. Por ello cuando Zweig nos caracteriza de forma constante el mundo como una gran obra, como un metarelato, sólo podemos sonreír y darle razón al agudo ingenio de un autor que siempre estuvo más allá del pensamiento plano de la concepción Histórica del mundo. La realidad es una concatenación de comedias y dramas, nosotros sus actores y el mundo el escenario, el mudo testigo que da fe que todo cuanto ha ocurrido allí se conforma en una coherente aliteración constante hacia lo nada, hacia la fundación creadora desconocida.
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