Reflexiones sobre la pena de muerte, de Albert Camus y Arthur Koestler
No es dificil deducir por qué razones, con la evolución connatural del pensamiento y de las costumbres, con una progresión cada vez mayor del conocimiento y la libertad personal, la sociedad fue oponiéndose cada vez con mayor virulencia contra la pena de muerte. Aquello que es perfectamente admisible para el ignorante, para el cual no discute que lo único válido es lo que dicta la tradición y la costumbre —en este caso particular la ley del talión — , no lo es de igual modo para el hombre cultivado; a pesar de que se puede justificar en la tradición la tortura, la ejecución y cuantas barbaridades queramos sustraer a esta, la realidad es que cuando el hombre adquiere una particular sensibilidad al respecto del mundo lo último que desea es saberse culpable de la muerte de otro hombre. Del mismo modo, en tanto se le concede una cierta libertad y tiene la posibilidad de moverse y también equivocarse, sabe lo fácil que puede llegar a ser quedar en el lugar equivocado en el momento equivocado para acabar privado de libertad cuando no directamente privado de toda forma de vida. Desde el momento que el hombre cobra conciencia de su ser, de su condición de humano en tanto entidad libre, necesita alejar de sí todo pensamiento la posibilidad de la muerte.
La lectura que podríamos hacer del texto de Arthur Koestler, que va desde una interesante historiografía de la ejecución y su legislación hasta una antropología que llega hasta el problema de la predestinación, partiendo desde la idea de que el hombre común no desea la pena de muerte cuando es consciente de sí mismo, se resumiría en la frase más repetida durante todo el ensayo: pero los jueces se opusieron a toda reforma. Esta frase, que acaba tornándose con facilidad en un chascarrillo que uno acaba recitando entre jocoso y airado cada vez que hace su flagrante aparición —y es tan a menudo que, pensándolo en reflexión metódica después de su lectura, resulta espeluznante — , sería el principio de terror que va más allá de la condena de muerte en sí misma, la cual actúa sólo para aquellos que cometen cierta clase de crímenes, para instituirse como el terror global que toda la sociedad teme en lo más profundo de su corazón como privación ya no de libertad sino de su condición misma de humano. Lo que es terrorífico de la historiografía de la pena de muerte que hace Koestler no es la pena de muerte en sí, que también, sino el hecho de que los jueces desoyeran constantemente el clamor popular para constituir la legislación como calco inherente de la estructura de sus intereses.
El principio que desarrolla a lo largo del texto Koestler contra la pena de muerte se aleja de las ideas de Albert Camus, el cual subraya las condiciones y contradicciones político-sociales que hacen de la pena de muerte la peor de las elecciones posibles para tratar con la problemática de los criminales, para circunscribirse dentro de un canon foucaultiano de crítica social: las instituciones, los jueces, ejercen un poder facultativo a través del cual pretenden modelar la realidad social según sus propios intereses. Es por ello que su extenso desarrollo al respecto de la historia judicial parece casi una versión jurídica de El nacimiento de la clínica, sólo que donde en uno los médicos eran los que decidían sobre lo funcional y lo disfuncional en la sociedad, en el otro serán los jueces, en tanto demiurgos de la legislación, los culpables de crear una idea de normalidad basada en unos marcados intereses de clase.
¿Qué intereses son estos que ve de forma evidente Koestler dentro de la agenda política de los jueces ingleses? Esencialmente, el condenar a pena de muerte aquellos casos en los cuales hay un caso de atentado contra la propiedad privada. Bajo este paradigma la legislación registra como casos donde se deberá aplicar la pena de muerte aquellos que muestren la más extrema de las vilezas, donde lo más suave sería el asesinato y a partir de ahí todo sería una concatenación de barbaridades completamente inhumanas que lo superarían en forma y significación —con una excepción particularmente significativa: la violación, que es un acto bárbaro pero no peor que la muerte, que también se condenaba con la muerte; esto no deja de ser lógico en tanto se consideraba que en la época era mejor estar muerta que impura, lo cual es otra demostración más de imposición de ideas morales en la sociedad a través de la legislación — , salvo en el caso de los agravios contra la propiedad privada; los jueces ponen al mismo nivel la vida de una persona que sus bienes materiales, abriendo así la vida hacia una idea de capitalismo extremo: el valor intrínseco de la propiedad privada elevada hasta derecho natural y la cosificación legislativa del hombre. El pobre no tiene derechos, pues su castigo siempre será más desproporcionado que el de cualquier otro que no esté en una situación de miseria —si el robo de una manzana conlleva la ejecución del ladrón, ser pobre es estar condenado a muerte por necesidad; no se es ya pobre, ser pobre es ya ser cosa más que hombre.
Si bien el caso de la propiedad privada es el más extremo, no es ni mucho menos el más absurdo o diabólico de cuantos ocurrieron en su día. La condena de enfermos mentales con jueces decidiendo que no existe enfermedad alguno independientemente de la opinión médica afirmativa ante el caso de demencia —lo cual nos confronta de nuevo, sólo que aquí ya en un entorno prácticamente satírico, con Michel Foucault— o el absurdo caso extremo de la condena a muerta de animales de granja, en ambos campos supeditados a la opinión de que ambos estaban en posesión de plena voluntad sobre sus actos, son algunos de los casos más infames de la historia del derecho inglés. Toda condena se regía por una marcada onto-teología cristiana de fuerte raigambre entre las clases más pudientes que aplicaban, en sus formas más extremas, el peso de una idea de justicia considerada a partir de la voluntad absoluta de todo ser en tanto regidor de su propia voluntad en todo caso de la existencia. Cuando las personas son condenadas a muerte bajo este sistema no sólo ven su vida arrebatada, sino que se les arrebata también incluso la condición de hombres en tanto su voluntad es considerada siempre inhumana, como la de un animal: el asesino es un animal, el pobre una cosa.
La aterradora conclusión de todo es ver como mientras el pueblo llano conocía las vicisitudes propias del libre albedrío, del como la voluntad no siempre puede más que el hambre, la locura o el ser un burro, sus legisladores les negaban toda visión de realidad que en ellos había: no creían que estuvieran equivocados, creían que el pueblo llano carecía de cualquier noción real sobre su propia existencia. Los legisladores no escuchaban mientras el pueblo sufría y moría por unas leyes absurdas que acabaron siendo abolidas por la lógica misma del paradigma antropológico que la mayoría, sólo tras décadas de lucha, logro inculcar en sus ciegos jueces por el desuso de la imposición del paradigma cultural cercano al humanismo. Lo terrorífico de la historia que nos cuenta Koestler no es la vehemencia con la que sostenían la pena de muerte los jueces, sino la virulencia con la que falsearon la realidad del presente para que se ajustara a sus obscenos intereses teñidos con la sangre del pueblo soberano.
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