La vida es una lenteja no tanto porque puedes decidir tomarla o dejarla, que también, sino porque siempre es sorprendente ver cuales son las lentejas más aprovechables. Las que a priori parecían inapropiadas ‑con un aspecto poco sano; con colores o furúnculos extraños- pueden ser las mejores y las que parecían más exquisitas ‑con mejor color, forma y densidad- pueden estar infestadas de miriópodos; las lentejas, como la vida, son inescrutables. Y de eso trata, en sus dos vertientes, “Al acecho” de Jack Ketchum, de como el mundo humano se rige (en ocasiones) por hechos arbitrarios.
Cuando una editora de Nueva York, una mujer fuerte, segura y decidida de sí misma, decide tomarse unas vacaciones para terminar su nuevo libro no podría imaginar cual sería su destino. Como tampoco lo podrán hacer sus amigos, un grupo esencialmente heroico, ni su hermana, una joven pusilánime con iniciativa que tiende a cero y un carácter marcadamente infantil. Pero cuando un grupo de caníbales asedia su casa después de capturar a la anfitriona sale el auténtico carácter de los personajes; las fachadas se desmoronan ante una realidad tan brutal que no pueden ocultar la realidad detrás de las paredes de la presencia. De éste modo irán cayendo uno a uno, siendo cazados metódicamente hasta que finalmente sólo queden dos, los auténticos héroes que sobrevivirán al ataque de más allá del entendimiento urbanita. ¿O no?
Ketchum no tiene clemencia con sus personajes. Los maltrata hasta su completa destrucción, tanto física como mental, dejándolos en un estado que apenas sí sea un reflejo de su auténtico ser. La suerte ‑o el que los demás están tan jodidos, o no, como uno mismo- es lo único que parece capaz de salvar sus vidas. El destino, que va rodando caprichoso, precipita un final tan brutalmente intenso que deja el resto del libro en la nada más absoluta; si durante todo el libro la violencia se dirige hacia los personajes en su final se dirige exclusivamente al lector. Las expectativas del lector son masacradas como los flácidos cuerpos de los personajes.
Todo el libro está trufado de una violencia brutal, completamente vomitiva, llegando hasta algunos extremos completamente desosegantes. Su verbo afilado como un cuchillo, casi tanto como los de sus caníbales, desollan sin pudor una y otra vez la posibilidad de que las personas sean dueños de su destino. Un mal movimiento, un mal golpe, y todo se acabo. O, ¿por qué no?, un giro del destino puede hacer que lo que hasta hace unos instantes era una labor imposible se materialice como una nueva realidad. Y he ahí porque es tan brutal Ketchum: aunque la construcción de los personajes es sólida y coherente, su destino está tan marcado por como son ‑y por ende, por lo que hacen- como por la más fortuitas de las fortunas. Incluso el más indicado para una labor puede fracasar en el instante límite donde debería haberse impuesto, del mismo modo que hasta el más inútil de cuantos pueden hacer algo puede imponerse como un valedor adecuado con un golpe de suerte. La fortuna es una ramera que hay que saber agarrar fuerte de la cabellera.
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