Aunque es un elogioso intento me veo en la obligación de afirmar cuanto se equivoca Honoré de Balzac a la hora de intentar clasificar las clases de hombre según su elegancia en su, por otra parte exquisita, “Tratado de la vida elegante”. Y lo hace no tanto en honor de una falta de la verdad ‑algo imperdonable para alguien con el pundonor de construir una mística sobre la vida, el mundo y todo lo demás- como por el hecho de encasillarse en términos neo-platónicos que tampoco bien le hacen a cualquier discurso moderno o, en otros términos, racionalista.
Los hombres se dividen en tres: los que trabajan, los que piensan y los que no hacen nada. Los que trabajan, y entre estos se incluye tanto esa llamada “clase obrera” como esos otros llamados “burgueses”, son aquellos que cimientan sus vidas, por otra parte inanes, en el trabajo. El trabajo envilece y, por ello, no merecen más atención. Los que piensan son, efectivamente, los que diseccionan el mundo; los que siempre están elucubrando como se define y articula cuanto existe en la vida del hombre. Balzac se encontraría entre estos. Los que no hacen nada son los verdaderos adalides de la elegancia, los idiot savants que por inspiración divina son capaces de articular el discurso estético del mundo. Balzac dice encontrarse con ellos, y se equivoca. Se equivoca porque no existe el hombre que no hace nada, porque toda persona hace algo incluso cuando no hace nada. De éste modo cuando defenestra a los dandys está auto-defenestrando su concepto. No puede existir el hombre que no hace nada porque el hombre elegante, el hombre que no hace nada, está haciendo al menos una cosa: pensar.
Es por ello que todo el ingenio de Balzac, toda su magia humorística de primer orden, se queda en fuegos fatuos de clasificaciones esenciales donde no cabe la racionalidad. El hombre que no hace nada es el auténtico deshecho de la sociedad pues, cuando el elegante se deja llevar por la nada es cuando deja de lado su elegancia y su gracia en favor de la moda. Y la moda es cosa de masas. Quizás exista el hombre que tenga una gracia natural, y sin duda hay gente que por nacimiento está más capacitada para el pensar, pero el no hacer nada sólo lleva a dejarse en la deriva de la decrepitud de la auténtica elegancia. Por eso, señor Balzac, deje de engañar a sus lectores diciéndoles que se nace elegante o no se es, pues usted mismo se contradice de forma flagrante cuando aduce desde esa cuestión que la elegancia es una cuestión de ociosidad. Porque entonces los nobles deberían ser el epitome de la elegancia, y sólo lo son de los excesos. Y aunque caiga sobre usted como un monzón, salvaje y destructor, tómelo sólo como una observación pertinente con respecto de su escrito pero que, en caso alguno, niega su intrínseca genialidad.
Siempre presente en sus intenciones,
Álvaro de Kodamá.
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