Aunque la vida no es como una caja de bombones, sí se parece bastante a un parque de atracciones: todo es excitante, nuevo, mágico, hasta que descubres la ansiedad de que nunca podrás probar todas las cosas que habrías querido antes de acabar el día. Siempre es posible repetir, no hay que estar cambiando de bombón en cada ocasión. El problema es que existen ocasiones donde cualquier elección parecen ser igual de óptimas y, entonces, lo único que podemos hacer es deambular sin sentido ante nuestra propia imposibilidad de elección; volver a montarnos en una atracción puede ser menos excitante que la primera vez, pero nada nos asegura que el resto de atracciones sean tan estimulantes como la que ya conocemos como placentera. Toda elección es ciega, pero determinada por nuestra valoración de los acontecimientos. Nunca sabremos si nuestras acciones han sido positivas hasta que tomemos distancia —quizás deseemos repetir en una atracción porque las demás no pueden generarnos las mismas emociones, quizás sea sólo inseguridad — , porque lo que desde fuera valoramos como maravilloso o aterrador no tiene por qué corresponderse con nuestra valoración real una vez lo hemos conocido.
Pastoralia se emparenta con Diez de diciembre no tanto en el sustrato de hiperrealidad que transmite en todos sus relatos —porque su realidad resulta tan histérica, tan profunda, que debemos reconocerla como una hipérbole de la nuestra— como en el trasfondo que construye a través de ellos. Pasear por los relatos de George Saunders es observar desde los setos la vida secreta de una caterva de personajes inseguros, que intentan descubrir las elecciones vitales que pueden hacerles salir del pozo, chocando de forma constante contra una realidad que se les presenta en exceso hostil; nadie parece ser valorado por sus actos, sino por cómo son percibidos por los otros. La gente muere. La gente muere de forma absurda, brutal, nociva, pero incluso después de muertos no acaban sus relatos: se les reconocen cualidades hasta entonces inexistentes o se transforman en otras cosas. Toda persona es una atracción de feria para algún otro.
No todos los personajes mueren. Hay quien es despedido, quien se hace consciente de su mortandad o de su propia fuerza interior, pero en todos los casos existe un cambio que determina un nuevo paradigma en la percepción que se tiene de ellos: podemos estar siguiendo la vida de una persona durante ochenta páginas, comprobar su eficiencia y bondad rayano lo infinito, para acabar comprobando que es percibida como inútil y malvada. Sabemos que no lo es, porque habitamos de forma objetiva en su cabeza, pero la percepción es ajena a los hechos. No existe realidad externa al pensamiento. Saunders pone en cuestión cierta forma del mundo, la de la percepción, enfrentando los actos de determinadas personas con la mirada de algún otro que no es capaz de comprenderlo.
Todo conflicto nace en la diferencia existente entre la percepción que tienen los personajes de los actos y los auténticos intereses detrás de los mismos. Eso crea una dinámica constantes, que construye un cierto flujo operante entre todos los relatos —construyen un todo común de ideas imbricadas que concluyen en un final apoteósico: cuando nadie puede juzgar los actos de una persona por nada más que lo que son, es cuando incluso el más pusilánime se revela de forma auténtica en su acto; en cierto modo, emparentando así con el final de Diez de diciembre—, que produce que no sean relatos descontextualizados de un fondo común, sino que van conduciéndonos a través de una reflexión con una conclusión particular que quiere transmitir. Ahí radica la virtud de su repetición temática, lo cual no significa que no haya muchos otros temas. Todos sus personajes pertenecen a una clase obrera destruida económica y moralmente, sin sentimiento de clase ni posibilidad de ascender en la clase social, obliterada de toda posible importancia dentro de su propia comunidad en tanto no dejan de ser, en último término, máquinas productivas. La sangre del sistema. Algo menos que humanos.
No es casual la elección del parque de atracciones como metáfora. Además de que Pastoralia, el relato homónimo, transcurre en uno de ellos, la vida de sus personajes se reduce a la condición de ser atracciones que otros disfrutan. No importan sus circunstancias vitales ni su condición real, nadie se molesta en descubrirlo, sino cómo son percibidos: se valoran los actos en sí, no aquello que contienen. Cuando una persona juzga de manera equívoca los actos de algún otro, y actúa en consecuencia, sólo consigue crear una situación injusta para ambos, les sea favorecedora o no, provocando que el mundo se supedite a una mecánica ciega; la vida no es injusta, lo es el juicio que establecen las personas a nuestro alrededor.
Juicio que podría establecerse contra el propio Saunders, que aquí prescinde de buena parte de la experimentación lingüística desarrollada con fruición en Diez de diciembre, aunque ya insistiendo en forzar los límites del lenguaje literario —que nos llega impoluto gracias a la labor de su traductor, Ben Clark. Toda su escritura es una vorágine donde se pueden encontrar lo que se antojan atentados contra la escritura, aunque en especial contra la narrativa —por ejemplo, su tendencia de cerrar los relatos antes de dar conclusión al incidente incitador — , que, sin embargo, resultan ser cálculos perfectos donde, si bien otros se hubieran partido el cuello intentando un triple salto mortal hacia atrás con los ojos vendados, Saunders sale ileso por un dominio envidiable de la psicología y el lenguaje de sus personajes. Personas, mejor que personajes: viven, respiran, podrían ser nuestros vecinos o nosotros mismos porque en nada nos extrañan sus contradicciones, sus inconsistencias, su propia imposibilidad de percatarse a tiempo de sus propias miserias vitales. ¿A tiempo de qué? De que la vida les abofetee en la cara.
Pastoralia es un parque de atracciones donde siempre hay una sorpresa, un giro, una novedad, pero en esencia siempre queda el mismo poso al acabar: la sensación de tener un finalismo, un orden perfecto concebido para llegar hasta algún lugar, es sólo una sensación adquirida sólo en su propio terminar. Quizás a lo único que se parezca la vida, al final, es a la propia vida. Giros, vueltas, cambios; no podemos evitarlo, no podemos bajarnos: sólo es; a veces nos perciben del revés y nosotros somos los únicos que nos damos cuenta, o ignoramos, que estamos cabeza arriba.
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