Etiqueta: amor

  • la crítica, como la degustación, es tan fáctica como subjetiva

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    La fic­ción es un si­mu­la­cro en el cual la reali­dad se nos pre­sen­ta co­mo más pre­sen­te­men­te fác­ti­ca que la reali­dad mis­ma. La fo­to­gra­fía de una se­rie o pe­lí­cu­la siem­pre nos pa­re­ce­rá más ge­nuino, más her­mo­so, que la a me­nu­do des­lu­ci­da reali­dad fí­si­ca. La po­si­bi­li­dad ne­ce­sa­ria de la fic­ción de re­crear la reali­dad des­de el pun­to de vis­ta que aquel que lo mi­ra ‑y a su vez re­cons­truí­da por el espectador- ha­ce de es­ta un re­la­to fác­ti­co. Y so­bre es­to nos po­dría acla­rar unas cuan­tas co­sas Michael Winterbottom en su se­rie The Trip.

    Para sa­tis­fa­cer a su no­via ame­ri­ca­na Steve Coogan acep­ta el ha­cer un via­je por el nor­te de Inglaterra ha­cien­do una se­rie de re­se­ñas de res­tau­ran­tes pa­ra The Observer. El pro­ble­ma es que jus­to an­tes del via­je ella le pi­de un tiem­po pa­ra pen­sar en la re­la­ción, yén­do­se ella a América y de­ján­do­le a él só­lo con el tra­ba­jo. Ante se­me­jan­te te­si­tu­ra no ten­drá me­jor idea que in­vi­tar pa­ra acom­pa­ñar­le al, tam­bién có­mi­co, Rob Brydon. Aquí em­pie­za al­go que só­lo po­dría de­fi­nir­se co­mo una road mo­vie rea­li­za­da por un si­mu­la­cro de te­le­rea­li­dad. Todos los per­so­na­jes ha­cen de si mis­mos, de unas hi­per­bó­li­cas vi­sio­nes de si mis­mos; del mis­mo mo­do que to­dos los lu­ga­res que vi­si­tan son reales y los pla­tos siem­pre son co­ci­na­dos y de­gus­ta­dos por ellos mis­mos. Pero to­do es fal­so. O ra­zo­na­ble­men­te fal­so, una reali­dad que se lle­va con­ti­nua­men­te a los cam­pos de una fal­sa reali­dad que no es tal; es la ex­tre­mi­za­ción de to­do cuan­to ocu­rre. La mi­ra­da de la cá­ma­ra dis­tor­sio­na, am­pli­fi­ca, to­do cuan­to cap­ta; los cam­pos son más her­mo­sos, los pla­tos más ju­go­sos y los sen­ti­mien­tos, más intensos.

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  • las mejores cosas de la vida empiezan y terminan

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    ¿Quién no se ha ena­mo­ra­do pla­tó­ni­ca­men­te de una per­so­na a la cual só­lo co­no­ce de vis­ta? Cada ges­to su­yo pa­re­ce fas­ci­nan­te, los de­fec­tos pa­re­cen al­go en­can­ta­dor y no nos po­de­mos im­pe­dir so­ñar en que fas­ci­nan­tes pen­sa­mien­tos se es­con­de. Sólo hay al­go que os se­pa­ra el uno del otro: la ver­güen­za. Pero de es­to úl­ti­mo no sa­be na­da -¿o qui­zás sa­be de­ma­sia­do?- Nacho Vigalondo y se de­cla­ra co­mo só­lo se pue­de de­cla­rar un hom­bre, bai­lan­do y can­tan­do pa­ra ella en 7:35 de la ma­ña­na.

    Ella en­tra al bar y to­dos es­tán ex­tra­ños, un hom­bre pe­cu­liar em­pie­za a can­tar y bai­lar im­pli­can­do a to­dos los que es­tán en el bar en una per­for­man­ce su­rrea­lis­ta. El cin­tu­rón de bom­bas que lle­va le le­gi­ti­ma pa­ra po­der ha­cer­lo ya que, tan­to en el amor co­mo en el ar­te, to­do es con­flic­to. No hay na­da de­ja­do al azar, to­do es­tá plan­tea­do en una per­fec­ta ac­tua­ción en la no pue­de sa­lir ab­so­lu­ta­men­te na­da mal. El re­sul­ta­do es un es­pec­tácu­lo im­po­nen­te, ca­te­dra­li­cio, don­de mú­si­ca y bai­le, el so­ni­do y la ima­gen, se con­ju­gan en per­fec­ta ar­mo­nía pa­ra con­tar­nos la his­to­ria del hom­bre que ja­más se po­drá de­cla­rar. Así con­ju­ga la fa­se del cor­te­jo, un ri­tual so­cial, fi­si­ca­li­zán­do­lo de un mo­do ca­ri­ca­tu­res­co en un di­ver­ti­do es­pec­tácu­lo tras el cual se es­con­de una coac­ción so­cial, un ac­to de vio­len­cia so­cial. Y es que, co­mo nos plan­tea en va­rias oca­sio­nes de la can­ción, las me­jo­res co­sas de la vi­da co­mien­zan y aca­ban in­va­ria­ble­men­te, co­mo la vi­da mis­ma, por eso el úni­co mo­do de que ese amor se man­ten­ga pu­ro de una for­ma eter­na es no lle­gar a con­su­mar­lo ja­más. Al fi­nal el es­tram­bó­ti­co cor­te­jo no es tal en tan­to ha si­do, fi­nal­men­te, una de­cla­ra­ción de prin­ci­pios; el ha­cer un trán­si­to ve­loz des­de un co­mien­zo has­ta el fi­nal del amor y de to­da existencia.

    Si la con­di­ción de lo hu­mano pa­sa por su fi­ni­tud en­ton­ces el amor só­lo lo es tal en cuan­to se pue­de aca­bar de un mo­do abrup­to en al­gún mo­men­to. Pero no nos ob­ce­que­mos en ex­plo­sio­nes de con­fe­ti, me­jor vea­mos el la­do po­si­ti­vo, el ser hu­mano en tan­to hu­mano es un ani­mal so­cial; un en­te aman­te y ama­do. Sólo en tan­to sen­ti­men­tal ‑y con ello, artista- un en­te pue­de ad­qui­rir la di­men­sión mis­ma no de ser in­ge­nuo, sino de hu­mano. Y en su fi­ni­tud fi­nal ‑de la vi­da, del amor- Vigalondo sin­te­ti­za que es ser co­mo humano.

  • oigo a la realidad llorando

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    La vi­da es una su­til epo­pe­ya grie­ga en la cual la gran­de­za sue­le ocu­rrir en un se­gun­do plano, una en la cual no im­por­ta que no­so­tros de­je­mos de an­dar el ca­mino pues el ca­mino se­gui­rá sien­do an­da­do sin no­so­tros. Pero tam­bién es­tá en nues­tra mano ele­gir una vi­da de in­sí­pi­da re­pe­ti­ción o bus­car una ra­zón por la que lu­char y se­guir siem­pre ese ca­mino de sin­sa­bo­res y ale­grías. Y na­die me­jor que Mamoru Oshii pa­ra ex­pre­sar es­to en su ge­nial adap­ta­ción The Sky Crawlers.

    Todo flu­ye. El mun­do es un en­te cam­bian­te que siem­pre es­tá trans­for­mán­do­se al tiem­po que las per­so­nas van evo­lu­cio­nan­do a tra­vés de su exis­ten­cia, de sus ex­pe­rien­cias, en al­go más allá de lo que ja­más cre­ye­ron que fue­ran a ser. El ci­ne de Oshii tam­bién es así y nos da un ex­ce­len­te uso de la ani­ma­ción en 3D pa­ra con­for­mar unos de los más pre­cio­sos vue­los a tra­vés de las nu­bes que ha­ya­mos vis­to ja­más. Pero to­do es pre­cio­sis­ta, el di­bu­ja­do co­mo si se tra­ta­ra de ma­que­tas nos en­vían ha­cia un mun­do ab­so­lu­ta­men­te úni­co. Y es que en The Sky Crawlers to­do flu­ye, el mun­do es úni­co, co­lo­ris­ta­men­te so­brio, en una reali­dad don­de el si­len­cio pri­ma so­bre las pa­la­bras, el lu­gar don­de el si­mu­la­cro de la gue­rra es más real que la gue­rra mis­ma. Y es­te es el gran lo­gro de Oshii, el dis­cur­so se mi­me­ti­za con lo for­mal y con la reali­dad mis­ma del mun­do, to­do es ar­mó­ni­co en su sen­ci­llez, en una re­pe­ti­ción ma­ra­vi­llo­sa, ca­si má­gi­ca, don­de ca­da pie­za en­ca­ja co­mo siem­pre de­be en­ca­jar. En un con­ti­nuo ri­tual de re­pe­ti­ción to­do siem­pre sa­le co­mo de­be­ría sa­lir pe­ro des­de el mo­men­to que se da el eterno atas­ca­mien­to en la an­gus­tia exis­ten­cial del hom­bre, na­da pue­de fluir co­mo debería.

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  • música demostrada según el orden geométrico

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    En es­ta se­gun­da par­te abor­da­mos Heavenly Creatures, que pue­den des­car­gar aquí, con el siem­pre dis­pues­to Marlon Dean Clift. Hablamos del amor, le bus­ca­mos pa­ra­le­lis­mos con Heavenly Creatures y nos me­te­mos de lleno en co­mo fue rea­li­za­do el dis­co en si. Entre me­dios se­gui­mos des­gra­nan­do el ci­ne que in­fluen­ció es­tos dis­cos y, co­mo no, pro­pon­go ideas de in­ter­pre­ta­ción ab­so­lu­ta­men­te per­so­na­les. Pero no les en­tre­ten­go más, va­yan di­rec­ta­men­te a la fuen­te seguidamente.

    A. Si en Almost Ghost ha­blá­ba­mos del amor co­mo al­go es­qui­vo pa­re­ce que en Heavenly Creatures te me­tes de lleno en la idea de que ocu­rre cuan­do se da el con­tac­to. Y pa­re­ce que, en cual­quier ca­so, es un he­cho du­ro y do­lo­ro­so pe­ro que pa­re­ce te­ner tam­bién un tras­fon­do po­si­ti­vo. ¿Consideras el amor co­mo un he­cho ca­tár­ti­co o co­mo aquel que nos arro­ja ha­cia las tinieblas?

    M. Trata bá­si­ca­men­te la idea de que eso ocu­rra, y en es­te ca­so es igual de ca­tár­ti­ca que de do­lo­ro­sa. Claro que la es­té­ti­ca del dis­co apun­ta a la ca­tar­sis, pe­ro la his­to­ria de­trás es más bien do­lo­ro­sa. El con­cep­to vie­ne de un film de Alan Rudolph, Made In Heaven. Quien ha­ya vis­to la pe­lí­cu­la y la ha­ya com­pren­di­do sa­brá en­ten­der es­te disco.

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  • los hijos del tiempo no nacieron para ser devorados

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    Las obras de cul­to, las ver­da­de­ras obras maes­tras, ge­ne­ral­men­te no son en­ten­di­das en su tiem­po por un pú­bli­co más preo­cu­pa­do de mi­rar­se el om­bli­go en una pseudo-intelectualidad aco­mo­da­da que en una ver­da­de­ra re­vo­lu­ción de los có­di­gos socio-estéticos. Esta re­vo­lu­ción tie­ne nom­bres y ape­lli­dos y, ade­más, des­de su mis­mo tí­tu­lo nos de­ja muy cla­ro que vie­ne pa­ra en­fren­tar­se con­tra no­so­tros. Es Scott Pilgrim vs. The World. Y es que co­mo la ver­sión ci­ne­ma­to­grá­fi­ca de un có­mic de cul­to en la ac­tua­li­dad des­per­tó el te­mor de to­dos aque­llos cuan­tos se acer­ca­ban a ella. Ahora bien, el he­cho de que es­tu­vie­ra de­trás Edgar Wright ya nos da­ba cier­ta se­gu­ri­dad aun con la du­do­sa elec­ción de Michael Cera co­mo Scott Pilgrim. El re­sul­ta­do fi­nal es ab­so­lu­ta­men­te perfecto.

    Todos co­no­ce­mos la his­to­ria, un jo­ven de 22 años de Toronto, Scott, se ena­mo­ra de una chi­ca neo­yor­ki­na que aca­ba de mu­dar­se a la ciu­dad, Ramona, y pa­ra po­der es­tar con ella de­be­rá en­fren­tar­se a sus 7 ex-novios mal­va­dos. También ten­drá que en­fren­tar­se a sus pro­pios sen­ti­mien­tos pa­ra po­der es­tar con ella. Y es­te es uno de los te­mas que más y me­jor ex­plo­ta de for­ma con­ti­nua­da la pe­lí­cu­la: el co­mo se crea el amor en su for­ma más ino­cen­te, pu­ra, en una pa­la­bra, real. No de­be­mos ol­vi­dar ja­más que Scott Pilgrim no es más que un ar­que­ti­po del hom­bre jo­ven ena­mo­ra­do que ma­du­ra me­dian­te el pro­ce­so de in­ten­tar es­tar en una re­la­ción sa­lu­da­ble con Ramona. Desde su ob­se­sión al ver­la en sue­ños (el anhe­lo de en­con­trar la mu­jer ama­da), el sen­tir que ella es la chi­ca de sus sue­ños li­te­ral­men­te (el sen­ti­mien­to de ha­ber en­con­tra­do un al­ma ge­me­la se­gún la ve­mos) y fi­nal­men­te, la acep­ta­ción del amor, pro­pio y ajeno, co­mo for­ma de con­su­mar la re­la­ción y la ma­du­rez. Todo es la li­te­ra­li­za­ción de la lu­cha que te­ne­mos to­dos y ca­da uno de no­so­tros cuan­do nos ena­mo­ra­mos. Luchamos con­tra los ex-novios de nues­tras pa­re­jas a tra­vés de la su­pera­ción de nues­tros ce­los y te­mo­res del mis­mo mo­do que so­lo cuan­do no so­lo ama­mos a la otra per­so­na, sino nos acep­ta­mos a no­so­tros, es cuan­do real­men­te po­de­mos es­tar con esa per­so­na. Debemos acep­tar la vi­da y el amor con sus pro­pias re­glas sin de­jar de ser no­so­tros mismos.

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