La ficción es un simulacro en el cual la realidad se nos presenta como más presentemente fáctica que la realidad misma. La fotografía de una serie o película siempre nos parecerá más genuino, más hermoso, que la a menudo deslucida realidad física. La posibilidad necesaria de la ficción de recrear la realidad desde el punto de vista que aquel que lo mira ‑y a su vez reconstruída por el espectador- hace de esta un relato fáctico. Y sobre esto nos podría aclarar unas cuantas cosas Michael Winterbottom en su serie The Trip.
Para satisfacer a su novia americana Steve Coogan acepta el hacer un viaje por el norte de Inglaterra haciendo una serie de reseñas de restaurantes para The Observer. El problema es que justo antes del viaje ella le pide un tiempo para pensar en la relación, yéndose ella a América y dejándole a él sólo con el trabajo. Ante semejante tesitura no tendrá mejor idea que invitar para acompañarle al, también cómico, Rob Brydon. Aquí empieza algo que sólo podría definirse como una road movie realizada por un simulacro de telerealidad. Todos los personajes hacen de si mismos, de unas hiperbólicas visiones de si mismos; del mismo modo que todos los lugares que visitan son reales y los platos siempre son cocinados y degustados por ellos mismos. Pero todo es falso. O razonablemente falso, una realidad que se lleva continuamente a los campos de una falsa realidad que no es tal; es la extremización de todo cuanto ocurre. La mirada de la cámara distorsiona, amplifica, todo cuanto capta; los campos son más hermosos, los platos más jugosos y los sentimientos, más intensos.
Esto último es, al final, de lo que trata The Trip, es un viaje hacia el centro del corazón de Rob Brydon y, especialmente, del inmensamente torturado Steve Cogan. En el coche, las conversaciones sobre lo humano y lo divino se suceden a una velocidad endiablada mientras ellos, entre dolientes ironías, van haciéndose cada vez más amigos. Entre los platos todo gira entorno al humor, sus imitaciones, sus pequeñas bromas privadas que van soltando a velocidad de infarto para llegar al climax final, esta vez dramático. Y es que ya por la noche, cada uno lejos del otro, todo se torna sentimental. Por su lado Brydon se aferra a su mujer y su hija, cada día las llama necesitado del calor de sus palabras, de la fuerza de su cariño; Cogan, derrotado, cada vez se siente más débil con su relación, es incapaz de conectar con los sentimientos de su novia, Misha. Dos caras de la moneda, el amor correspondido y el amor doliente, viajan con la excusa de comer en restaurantes de lujo para hacer su crítica para una revista. El resultado es un cara a cara donde el amor doliente sólo se siente correspondido ante aquel que ya encontró el equilibrio del amor; el absolutamente otro le equilibra. Cuando todo acaba, ya sea en el (falso) discurso en el cementerio o en cada final del viaje, en cada noche que cae, el amor doliente, interpretado por Steve Cogan, acaba mirando un infinito que no le devuelve la mirada.
Después de toda esa intensidad, toda esa belleza desatada, uno suelta una lagrima. Quizás todo fue un relato ficcionado a pesar de que se nos presente como realidad. La elección de cada plano buscaba crear el mayor dramatismo, la mayor personalización posible, del mismo modo que cada canción elegida, siempre a la perfección, era un modo más de dirigir nuestra mirada en lo que deberíamos ver en esa hipotética realidad. Pero nuestra lagrima, como las que se llegaba a tragar Cogan, sea real o no representa nuestra realidad, como sus lagrimas tragadas representan la suya. La ficticia realidad fáctica es la visión subjetiva de la realidad.
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