La belleza de lo útil es aquello que escapa al ojo de quien no es capaz de apreciar la profundidad de su sutileza. Si algo es útil a simple vista, sin necesidad de reflexión ni pensamiento, su belleza nunca llegará a los estratos que encontramos en aquello que se demuestra flexible, sutil y elegante — desconocido para aquellos que sólo son capaces de ver, o sólo les interesa apreciar, las capas superficiales de las cosas. Las cosas inmediatamente útiles solo son, a ojos de la mayoría, simplemente útiles. Una cuchara, por ejemplo, es excepcionalmente útil, pero esa utilidad tan evidente también lo hace un objeto artísticamente frágil; es fácil darla por hecha, no encontrar belleza en la misma, porque rara vez necesitamos dedicarle un segundo pensamiento: una cuchara sirve para comer, es evidente como se usa y no es necesario que ocupe un espacio en nuestra cabeza. Incluso si, desde una posición más flexible del pensamiento, podríamos descubrir el excepcional interés de esa sencillez.
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Árboles muertos, hábitos pornográficos. Nick Cave en relación con One More Time With Feeling

Todo arte busca retratar algo auténtico. Un sentimiento compartido por todo ser humano, vivo o muerto, que, en manos del artista, alcanza una singularidad propia. El problema es que ese sentimiento no puede ser explícito. Cuando el sentimiento se verbaliza tal cual es, cuando intentamos decir algo definiéndolo con palabras en vez de con hechos, su potencial revelador no llega a cristalizar nunca; si necesitamos arte es porque la pornografía emocional, en forma de ficción o no-ficción, no nos enseña nada, no nos remueve las tripas: sólo nos distrae momentáneamente de nuestros propios problemas. Y el arte existe, por contraposición, para hacernos conscientes de nuestra propia situación en el mundo.
One More Time With Feeling es un documental sobre el proceso creativo detrás de Skeleton Tree, el último disco de Nick Cave & the Bad Seeds. Dadas las particularidades de todo proceso creativo –que se alimenta de la vida, pero no es la vida en sí misma — , también sobre las circunstancias que han precipitado su muy inusual desarrollo. Pero nadie habla de esas circunstancias. O para ser exactos, tardan más de media película en hacerlo.
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Encerrados en el cinismo. Política y nihilismo en «The Hateful Eight»

En el arte no se puede confiar en mostrar las cosas de forma directa, debe existir siempre cierta belleza que procede de ocultar en las sombras parte de lo que intentamos transmitir. Permitir que el espectador trabaje en la construcción de la obra a través de la interpretación. Eso no significa que todos los artistas cumplan ese propósito. A veces, en la pretensión de hacer que una determinada obra tenga un carácter marcadamente político —errando ya desde la premisa, pues no existe forma estética que no tenga consecuencias políticas — , determinados autores obliteran la ambigüedad, las analogías, las metáforas, toda posible evocación poética que pueda llevar hacia malinterpretar su mensaje. Cuando se decide castrar la posibilidad de que el espectador se implique con su propio pensamiento en la obra, entonces dejamos de hacer arte, pues hemos reducido el papel de la obra al de mero panfleto ideológico. Ya no intentamos hacer trascender el pensamiento, sino convencer al otro.
En lo anterior suele generarse un grave equívoco. Partiendo del hecho de que describir no es lo mismo que narrar, cuando decimos que «el arte no debe ser político» lo que intentamos decir es que «el arte no debe caer en las formas expositivas propias de los tratados políticos». En otras palabras, si en el tratado político prima la interpretación del autor en el arte debe hacerlo la interpretación del receptor. Y si bien ambas son dos formas legítimas de abordar el pensamiento, también son formas antagónicas. De ese antagonismo nace la pregunta que cabe hacerse al pensar The Hateful Eight, ¿Quentin Taranfino ha firmado una película de orden expositivo-descriptiva, política, o expositivo-narrativa, artística?
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Sensualismo. O el arte como erotismo (político) en Môjû

Existe cierta belleza inherente en las cosas que los ojos no pueden ver. Si bien es algo lógico, pues existen cosas bellas al tacto o al olor o a cualesquiera de los sentidos, se nos muestra como contraintuitivo en tanto vivimos en un mundo donde, históricamente, se ha privilegiado la vista sobre los otros sentidos —algo evidente cuando decimos «se nos muestra», por ejemplo — ; bello es aquello que resulta armónico a la vista, excluyendo esa posibilidad en cualquier cosa que difiera del estricto canon visual que demarca el arte. De ahí el clásico debate de si la cocina, eminentemente gustativa, o la perfumería, exclusivamente olfativa, merecen la categoría de arte: no puede existir en ellas nada más allá de su utilidad, en tanto sólo remiten hacia otros sentidos ajenos al cual nos ha transmitido siempre las formas artísticas. Por extensión, arte sólo es aquello que podemos ver con los ojos.
Môjû, el canto de cisne en términos canónicos de Yasuzô Masumura —no porque sea su obra maestra, lo cual es discutible, sino porque el resto de su filmografía ha caído en el olvido a pesar de estar entre los grandes directores de su generación — , explora esa condición de la belleza más allá de las formas clásicas, el éxtasis que sólo se puede encontrar en el dolor y la muerte, pero también la posibilidad de un arte que trascienda la percepción normativa, que pueda sentirse con todo el cuerpo. Esa concepción del arte como sacrificio supremo, de la conciencia, de los sentidos, se construye a través de esa misma destrucción, con metáforas, con imágenes.
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«La nueva obra maestra de Pixar». Narrativa, tesis y contrapunto en Inside Out

A veces olvidamos la belleza inherente al orden del discurso. No es sólo que siempre haya cierta cantidad de lenguaje privado en cualquier cosa que digamos, ya que ni es posible comunicar todo lo que sentimos de forma objetiva ni la conformación interna del discurso puede evitar esa clase de apreciaciones subjetivas —de ahí que sea privada, al menos, en dos sentidos: en el simbólico y en el formal — , sino también que su orden no es unívoco, sino dependiente de la intencionalidad de aquel quien lo utiliza. Incluso para exponer el mismo tema, nuestro discurso variaría según las propias circunstancias. Cada situación de la existencia tiene su propio orden del discurso, haciendo poco natural o directamente indeseable mezclarlos, o pretender hacer pasar unos por otros, cuando intentamos comunicarnos. Si existe una belleza inherente al orden del discurso es porque lo inherente es el orden, no el discurso.
En tanto existe unanimidad entre crítica y público en considerar que Pixar es el epítome de la animación, hablar sobre el uso que hacemos del lenguaje se hace imperativo: no existe ningún otro estudio o director que logre un éxito más rotundo dentro de su campo. Si además sumamos que, salvo excepciones, sus películas con consideradas obras maestras, clásicos modernos indiscutibles del séptimo arte —hasta el punto de legitimar la animación, siempre ninguneada, como una forma tan noble como el live action—, entonces es lógico pensar que su logro es haber logrado hacer público el lenguaje de la animación. Ahora bien, ¿qué precio han tenido que pagar para lograr ese éxito rotundo?
