A veces olvidamos la belleza inherente al orden del discurso. No es sólo que siempre haya cierta cantidad de lenguaje privado en cualquier cosa que digamos, ya que ni es posible comunicar todo lo que sentimos de forma objetiva ni la conformación interna del discurso puede evitar esa clase de apreciaciones subjetivas —de ahí que sea privada, al menos, en dos sentidos: en el simbólico y en el formal — , sino también que su orden no es unívoco, sino dependiente de la intencionalidad de aquel quien lo utiliza. Incluso para exponer el mismo tema, nuestro discurso variaría según las propias circunstancias. Cada situación de la existencia tiene su propio orden del discurso, haciendo poco natural o directamente indeseable mezclarlos, o pretender hacer pasar unos por otros, cuando intentamos comunicarnos. Si existe una belleza inherente al orden del discurso es porque lo inherente es el orden, no el discurso.
En tanto existe unanimidad entre crítica y público en considerar que Pixar es el epítome de la animación, hablar sobre el uso que hacemos del lenguaje se hace imperativo: no existe ningún otro estudio o director que logre un éxito más rotundo dentro de su campo. Si además sumamos que, salvo excepciones, sus películas con consideradas obras maestras, clásicos modernos indiscutibles del séptimo arte —hasta el punto de legitimar la animación, siempre ninguneada, como una forma tan noble como el live action—, entonces es lógico pensar que su logro es haber logrado hacer público el lenguaje de la animación. Ahora bien, ¿qué precio han tenido que pagar para lograr ese éxito rotundo?
Aunque no exista una relación evidente entre Inside Out, una película de animación sobre los procesos mentales de una niña que está entrando en la adolescencia, y el orden del discurso, un problema filosófico de particular preponderancia a partir del siglo XX a pesar de que nos acompaña desde el principio del lenguaje en sí, ahí radica la clave para comprender el éxito de Pixar. Al menos, en el caso de la última película del estudio que ha merecido el calificativo de obra maestra.
Inside Out sigue los pasos de Riley, una niña de 11 años que debe mudarse desde Minnesota hasta San Francisco por el trabajo de su padre, con todos los problemas que ello implica; a su vez, sigue los pasos de las cinco emociones que viven en su mente y controlan su estado anímico: Alegría, Tristeza, Miedo, Asco e Ira. Aquí ya encontramos varias posibles claves para su popularidad: tiene un conflicto universal, con el que todos podemos sentirnos identificados en alguna medida, y un mundo propio con reglas bien establecidas, despertando nuestro interés, pero sin hacernos sentir confusos. Hasta aquí, ningún problema. Ningún problema hasta que caemos en la cuenta de que toda la profundidad psicológica de la película queda reducida ya no al protagonismo de cinco emociones básicas, sino de sólo dos: Alegría y Tristeza.
En la película la acción transcurre en todo momento de forma paralela entre el interior y el exterior, entre las respuestas emocionales que dan las diferentes emociones y cómo responde Riley ante los acontecimientos externos. Existe, o debe existir, un feedback constante entre ambas dimensiones. Al menos, en tanto la narrativa se sostiene sobre el contrapunto. El problema llega cuando, ante la desaparición de Alegría y Tristeza, deben ponerse Miedo, Asco e Ira al cargo de las emociones de Riley; repentinamente, e ignorando el hecho de que ninguna emoción es regidora sobre las demás, resulta que ante la ausencia de Alegría todas las emociones son inútiles, funcionales sólo a medias: la mente no es, por extensión, un complejo orden de recuerdos, emociones, sentimientos y pensamientos, sino un lugar gobernado por la inteligencia emocional derivada de la alegría donde, cuando ella está ausente, la personalidad se convierte en nada más que un caos ingobernable. Eso no es algo que sólo sea problemático en el ámbito teórico —que lo es, dado que es un ejemplo nefando de la ideología de la autoayuda: debes estar siempre alegre, si no eres feliz es tu culpa, no de la situación que te ha tocado vivir — , sino también en lo práctico: a partir de la desaparición de Alegría en lo profundo de la mente, allá donde la hipotética protagonista no tiene control alguno, la relación entre ambos mundos se vuelve completamente dependiente de las necesidades narrativas. A partir de entonces se ignora el contrapunto para caer en el puro ejercicio del causa-efecto. O lo que es lo mismo, al intentar mantener el control, lo que hace es dejar a la vista las costuras. Ya no vemos un conflicto o un mundo en desarrollo, sino un autor intentando por todos los medios que la historia nos explique, punto por punto, cómo madurar significa aceptar la melancolía, que es la tristeza mediada por el filtro de la alegría.
Considerando que la razón de ser del arte es una condición eminentemente estética, por extensión, que su valor es dependiente en primer grado de su función narrativa, porqué Inside Out está lejos de ser una obra maestra de la animación es bastante evidente: por el orden del discurso elegido. En la película no se arguye en ningún momento un discurso narrativo-descriptivo, una historia a través de la cual se puede traducir una idea de fondo hilvanada a través de los acontecimientos ocurridos en la misma, sino expositivo-descriptivo, una historia a través de la cual se expone una idea de forma literal hilvanada de modo que pueda ser entendida por cualquiera. Ese es su defecto mortal. No intenta expresarnos nada a través de metáforas, la esencia de la narrativa, sino que todo lo que nos dice es literal, información; no es ficción, es una tesis que utiliza las formas propias de la ficción para ser transmitida y explicada.
Si tenemos en cuenta que la animación, en tanto rama del cine, es un arte narrativo, el orden expositivo del discurso de Inside Out elimina cualquier posibilidad de que se lo considere arte. O, al menos, epitome de la animación. Puede tener un valor intrínseco como ensayo, tesis o análisis a partir de la ficción, pero difícilmente como arte de ninguna clase. Eso también explica su popularidad. Donde la narración es dificultosa, exigiendo al espectador poner de su parte interpretando lo que se le está intentando contar, la exposición es sencilla, pues le ofrece al espectador una interpretación cerrada que no exige ser interpretada. No es el mil veces mal planteado conflicto arte/entretenimiento, es el problema de hacer pasar por, o no entender la diferencia entre, arte narrativo y tesis ficcional.
Es importante elegir bien el orden del discurso que elegimos para transmitir nuestro mensaje. A fin de cuentas, no todos sirven para lo mismo: no es igual querer contar una historia, hacer arte, que querer transmitir una idea, hacer ideología. Incluso cuando ambas posibilidades no son necesariamente antagónicas, porque tampoco el creador es necesariamente consciente de estar eligiendo entre ellas.
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