La publicidad es en todo ajena al arte. Aunque existen vasos comunicantes entre ambos campos, en sus propósitos se encuentra la diferencia que los separa: donde la publicidad busca mostrar una visión manipulada del mundo, el arte pretende mostrar el mundo tal cual lo ha percibido. En la publicidad siempre media el engaño, en la ficción siempre lo real. Donde la publicidad interpela al deseo, al lugar común, a lo conocido que nos azora de forma inmediata, el arte interpela a la razón, aquello que tenemos de único, pero compartimos con los otros, lo que nos mueve sin siquiera saberlo de forma consciente. Entre ambas disciplinas media un universo entero. Mientras los publicistas buscan perpetuar un mundo de apariencias donde lo importante es vender, sin importar qué idea se está transtimiendo, los artistas buscan perpetuar un mundo de ideas donde lo importante es desvelar la verdad de la existencia, sin importar lo terrible o poco rentable que esta sea.
Boyhood ha desembarcado con los vítores del público, los aplausos de la crítica y los gritos de «¡injusticia» por no haber ganado un premio que, por lo demás, nunca ha valorado la labor artística de las películas. Eso genera cierta cantidad de expectativas. ¿Cuáles son los argumentos utilizados para defender su, dicen, incuestionable calidad? Básicamente, tres: ha costado doce años ser rodada, porque pretende mostrar de forma real el paso del tiempo; no se salta las partes aburridas, porque desea enseñar el desarrollo de una vida tal como es; y, además, es un canto generacional, porque interpela al espectador haciéndole sentir que habla de él. En resumen, su valor, según dicen, radica en ser una obra naturalista perfecta.
El problema del naturalismo es que es un ejercicio delicado. Pretender observar la vida de una persona en toda su linealidad, «sin saltarse las partes aburridas», es el equivalente artístico de ver crecer un árbol a tiempo real: cualquier ganancia personal que pudiéramos obtener se pierde en tanto se podría estar haciendo cualquier otra cosa más valiosa. Vivir, por ejemplo. No existe ni cambio ni diferencia, sólo la imperceptible evolución de lo que no significa nada por sí mismo. En tanto la existencia no tiene un sentido implícito, una finalidad por sí misma, toda vida se erige a través de una narrativa. Incluso aunque lográramos filmar de forma real una vida, todo lo que comunicaría esa vida estaría siendo dado a priori por nuestra concepción de la misma; desde el momento que es imposible seguir una vida paso por paso, desde el momento que existe guión y montaje, la narrativa se infiltra en cada instante de la vida. Y entonces no tenemos una visión realista de la misma, sino una representación ficticia de la existencia.
¿Cuál es el problema entonces? Que los principales valores de Boyhood no son tales. Ni se salta las partes aburridas, ya que incluso cuando (en apariencia) no pasa nada está desarrollando un simbolismo a través del cual construye un subtexto que dota de sentido al tránsito de la vida, y sería exactamente igual sin haber tardado doce años en ser rodada, porque su pretensión de veracidad se disuelve en tanto hay guión, actuación y montaje. Es, por tanto, ficción. Y desde las coordenadas de ficción funciona, pero en ese caso deberíamos tratarla desde otra perspectiva completamente diferente: desde la del juicio crítico-estético. Entonces, sólo entonces, podemos ver sus problemas más profundos.
La tercera premisa que se ha resaltado como punto positivo de la película es ser un perfecto retrato generacional. Eso no significa nada por sí mismo, salvo que determinado público se ve interpelado y, en este caso en particular, de la forma más burda posible: a través de la asociación cultural. Aunque sus referencias son mayoritariamente musicales —todas ellas, además siguiendo un patrón que divide las referencias según su interés: adolescentes (Coldplay, Blink-182), irónicas (Britney Spears, Lady Gaga) o de interés real (Arcade Fire, Kings of Leon) — , también dispara con bala al retratar otra generación más joven al articular a través de Dragon Ball, Harry Potter o Halo algunas de esas partes aburridas. El problema es que sus referencias no significan nada, sólo pretenden conseguir gustarnos pegándonos un codazo mientras nos dicen ®eh, mira que enrollado soy, ¡tengo los mismos gustos que tú!» para hacernos sentir cómodos. Está demasiado obsesionada en gustar como para pensar en lo que intenta transmitir, que es donde está su auténtico peligro.
Boyhood no quiere molestar. Es el chico guay que le gusta la misma música que tú y que siente nostalgia por los productos culturales de la infancia, que le gusta la música pop pero sólo en plan irónico. Boyhood es un moderno en un tiempo en que todos nos hemos convertido en modernos. El problema es que su subtexto ataca mientras tanto por otro lado: Obama es bueno por definición como Bush es malo, cualquier persona que se esfuerce lo suficiente puede triunfar —bochornoso en el caso del mexicano que trabaja de chapuzas que, siguiendo el consejo de la madre, se apunta a clases nocturnas y acaba siendo socio de un restaurante; que las estadísticas indiquen que la movilidad social es escasa o nula no importa, según la ideología lo importante es el esfuerzo— y el mundo es un lugar maravilloso, sólo te falta saber verlo. Es la representación del sueño americano punto por punto. Naïf, vacía, agradable como una sensiblería de autoayuda cualquiera. Un producto que se vende solo; publicidad, no arte.
No hay «momentos de una vida», como reza el título en español de la película. En realidad no hay nada, hay menos que nada: peor que nada. Sólo es mala propaganda de como «la vida es rosa y cada uno tiene sólo lo que se merece». Un mensaje con el cual puede empatizar cualquiera, porque cualquiera querría creer que así es la vida. Pero la vida no es así. La vida carece de sentido, es brutal y no es lo mismo haber nacido varón blanco de clase media en EEUU que mujer negra de desclasados en Uganda. La vida puede ser muchas cosas, pero lo que nos enseña Boyhood no es siquiera la vida de los privilegiados, sino la de aquellos que creen que el mundo empieza y acaba en su pequeño universo postuniversitario de cultura inane de series de televisión y música pop.
Boyhood es pura publicidad, posibilidad de seguir vendiendo más de lo mismo, seguir haciéndonos creer que con votar a los demócratas —o al partido concienciado sólo de palabra, en el caso de Europa— y perseguir nuestros sueños, pero sin hacer ningún esfuerzo real para lograrlos, conseguiremos que todo vuelva a estar bien. Pero no es así. No hay paraísos perdidos, porque nunca los tuvimos. Y en tanto, seguimos tragando como logros lo que no es más que vómito.
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