Este texto fue publicado originalmente el 28 de septiembre de 2017 en la revista cultural Canino. Ha sido reeditado y remaquetado para la ocasión.
Si al manga se le ha acusado frecuentemente de ser violencia sin sentido, aún más frecuentemente se ha utilizado el argumento de que no son más que historias románticas sin pies ni cabeza entre personajes de ojos desproporcionados. Y si bien lo de los ojos es cierto a medias —salvo casos excesivos, no están desproporcionados: son así de grandes para transmitir mejor los sentimientos de los personajes — , en lo otro hay un prejuicio que no nos apetece pasar por alto. No cuando esas historias románticas pertenecen a un género que, por lo general, suele reducirse a mucho menos de lo que es: el shōjo.
Shōjo, literalmente «chica joven», como en el caso de shōnen,es una clasificación demográfica que determina a quien está dirigido una determinada clase de manga. En este caso, chicas jóvenes de entre ocho y catorce años. Pero si bien ese es su origen, aludiendo a nada más que el público objetivo al que iba dirigido las revistas en la que se publicaban estos mangas, el término ha acabado dando nombre a cualquier obra producida por mujeres que no esté claramente enfocado o bien a adultos o bien a lo que se considera tradicionalmente historias propias para un público masculino. Algo sangrante porque hace parecer que el ser mujer y específicamente niña tiene algo de excepción. De ser lo otro.

Algo que se potencia por el hecho de que, históricamente, el shōjo se ha considerado un género menor en comparación al shōnen. Y si bien es cierto que en Japón se ha ido reconociendo en los últimos tiempos la importante labor de las autoras de shōjo, en occidente todavía existen muchos prejuicios al respecto. Algo a lo que, en la medida de lo posible, intentaremos dar solución aquí.
El grupo del 24 a la luz de Mōto Hagio. El shōjo que parece venido del futuro
Aunque el genero tenía ya una rica historia antes de ellas, es imprescindible pararnos específicamente en los años 70s. Con el manga ya empezando a despuntar en su forma moderna, intentando ir más allá de esa idea de mero entretenimiento para niños, hubo un grupo de autoras que, desde el shōjo, intentaron abordar temáticas más complejas de las que se habían venido desarrollando hasta el momento. Temáticas como las diferencias de género, la sexualidad o la identidad. Y, a diferencia de la inmensa mayoría de sus compañeros varones, no sólo les interesaba reflexionar sobre esos aspectos desde las implicaciones que tenía para la identidad femenina, sino que también les interesaba profundizar en esa identidad masculina que con tanta fruición había evitado deconstruír el grueso del shōnen.
A estas pioneras del manga clásico se les dio el nombre de Grupo del Año 24, o Grupo del 24, ya que todas nacieron alrededor del año 24 de la era Shōwa, es decir, alrededor de 1949.
Dado que es difícil determinar exactamente quienes son los miembros de este grupo —las únicas condiciones para pertenecer a él es haber publicado en los 70s, haber nacido alrededor de finales de los 50s y ser mujer haciendo shōjo, así que no existe una lista de miembros como tal — , intentaremos hacer una panorámica entre aquellas que han tenido mayor relevancia no sólo en su época, sino también aún hoy en día.

Autodeclarada fan de la ciencia ficción americana de los 50s, sus primeros trabajos oscilaron entre la muy relativa ortodoxia shōjo de la época —es decir, historias románticas donde tiene más peso la tragedia familiar que el romance en sí — , con Ruru to Mimi (1969), y los comienzos de lo que hoy conocemos como boys love, el género de romance homosexual entre hombre generalmente jóvenes, en el caso de 11-gatsu no Gymnasium (1970−1971). Y si bien es cierto que fueron éxitos notables, aún hoy apreciados por la delicadeza de su trazo, lo detallado de sus diseños y lo espectacular de sus composiciones, especialmente considerando que sólo tenía veinte años a la publicación de la primera de sus obras, hoy en día se considera que su primera gran obra como tal no llegaría hasta tres años después de su debut. Cuando, en la hoy mucho más ortodoxa Betsucomi, comenzó a publicar La familia Poe (1972−1976).
En esta historia seguimos las desventuras de Edgar y Marybell Porsnell, hijos ilegítimos del aristócrata Earl Evans, que serán abandonados en el bosque por su madrastra y, posteriormente, adoptados por la familia Poe cuando Hannah Poe, por un afortunado giro del destino, acabe por encontrarlos. Afortunado al menos hasta que, a los catorce años, Edgar descubra la horrible verdad detrás de la familia Poe: que todos ellos son vampiros. Algo que cambiará radicalmente su vida y la de su hermana. No necesariamente para mejor.
Siguiendo los usos de la novela decimonónica, el estilo folletín del manga contemporáneo se ajusta como un guante a una historia donde el tono predominante es la tragedia y un preciosismo lánguido que remite al romanticismo europeo más oscuro. Algo que, no por accidente, compartirán gran parte de las integrantes del Grupo del 24.
Alternando la publicación de La familia Poe con la de El Corazón de Tomás (1973 – 1975), una historia trágica de amor homosexual inspirada en Les amitiés particulières , novela de Roger Peyrefitte y posterior película de Jean Delannoy muy popular entre los 60s y los 70s —y, sobra decir, pináculo de la cultura homosexual de la época — , fue capaz de alternarlo todo con la publicación de su primera historia de ciencia ficción, otra de sus obras maestras canónicamente aceptadas por la crítica y, hasta hace muy poco, único manga disponible de la autora en el mercado español: ¿Quién es el 11º pasajero? (1975 – 1976).

En su examen final para ingresar en la Universidad Estelar, los diez candidatos del grupo 22 deben superar una prueba en la que deben sobrevivir encerrados en una nave a la deriva que orbita alrededor de un planeta deshabitado. Si alguno de ellos renuncia, todo el grupo suspenderá. Algo que se demostrará especialmente problemático cuando, tras no hacer demasiado caso en la reunión previa a la prueba, al embarcar descubren que en el grupo en que deberían ser diez personas en realidad son once, todos ellos afirmando ser miembros legítimos del grupo y sin que nadie pueda recordar quién no estaba presente antes de abordar la nave.
Con un perfecto control de la tensión y cargando tintas no sólo en el drama, sino también en sus momentos de acción, esta es una de las mejores obras de Mōto Hagio. Al menos en lo que respecta a sus orígenes.
Puesto que sigue en activo y que su obra se extiende a lo largo de más de más de cuarenta años, es imposible resumir aquí toda su carrera. No cuando Hagio se merecería todo un artículo exhaustivo sólo para ella. Pero para lo que nos concierne aquí, quedémonos con lo importante: ella es, junto con Osamu Tezuka, la persona que ayudó a asentar narrativa del cómic japonés. Por eso resulta tan problemático que se la publique tan poco ya no sólo en nuestro país, sino también en los países de nuestro entorno, demostrando una vez más como esos lamentables olvidos de la historia siempre parecen cebarse especialmente con las mujeres.
Creo en un Internet diferente y mejor, no dominado por grandes corporaciones, por eso escribo en mi blog y en mi letter. Pero lo hago por puro placer. Nadie me paga por ello. Por eso, si te gusta lo que hago y quieres que siga haciéndolo, te agradecería que te plantees donar o suscribirte en mi ko-fi, ya que eso me permitiría seguir haciéndolo en el futuro.
Más allá de Hagio. Francia, homosexualidad y ciencia ficción
Aunque habrá quien crea que Hagio debió ser una afortunada excepción, una verdadera heterodoxa en lo que respecta al shōjo, la verdad es que ese no es el caso. No cuando otras autoras siguieron sus pasos, llegando a ir incluso más lejos que ella.
Tras unos inicios donde abrazó con pasión el subgénero del boys love siguiendo la lógica de la época —es decir, tratando relaciones turbulentas plagadas de homofobia, violencia y consumo de drogas— en la aún hoy considerada su obra maestra, El poema del viento y los árboles (1976 – 1984), Keiko Takemiya fue una de las primeras autoras que buscó activamente combinar los tropos del shōjo y del shōnen. Es decir, que era posible escribir historias capaces de interpelar a ambos sexos por igual. Algo que demostraría de forma intachable en sus obras de ciencia ficción.

Con la reconocida influencia de Shotaro Ishinomori de su lado y una pasión desaforada por Europa, obras como Toward the Terra (1977 – 1980) y Andromeda Stories (1980−1982), esta segunda guionizada por el escritor Ryu Mitsuse, son hoy considerados clásicos de la ciencia ficción a la altura de Mobile Suit Gundam o Kamen Rider, algo a lo que contribuyó que Toward the Terra volviera a ser adaptada al anime, con no poco éxito, en 2007.
Y es que, premiada con la medalla de honor con lazo púrpura del gobierno japonés por sus contribuciones al manga en 2014, Takemiya es hoy considerada una de las mangakas más distinguidas de su generación.
De hecho, en cierta medida, Hagio y Takemiya abrirían la puerta a otras autoras. Porque si algo comparten todas en común, además del interés por las ambientaciones históricas (en particular, del siglo XIX) y una estética donde abundaba un trazo más fino y delicado que el de sus equivalentes masculinos, es su interés en explorar la sexualidad masculina. Especialmente en lo tocante a la homosexualidad.

De obra extensa, pero poco conocida fuera de Japón, Toshie Kihara sería una de las pioneras del boys love con Mari to Shingo (1979 – 1984), la historia de un romance entre dos hombres a principios del siglo XX. Con un trazo mucho más sencillo que las otras autoras nombradas, pero con una particular sensibilidad para el uso del color y la luz, especialmente en sus diseños de ropajes históricos, su mayor aportación al manga ha sido, más allá de la ilustración histórica, sus historias de romances entre hombres. Incluso si el tema que más ha tratado, aunque nunca con tanta fortuna, ha sido el histórico.
Algo similar ocurre con Yasuko Aoike. Si bien se ha mantenido más o menos presente a lo largo de los años gracias a sus shōjo románticos, donde realmente destacaría es en su manga oscilando entre la historia de aventuras, la comedia y el boys love, con clara inspiración en James Bond (si James Bond fuera un chulazo abiertamente gay de pelo estupendo) conocida como From Eroica with Love (1976 – 2012), obra de publicación irregular que se cerró tras treinta y seis años y treinta y nueve tomos en 2012 con un notable fandom tanto en Japón como en países de habla anglosajona. Algo que no se ha traducido en apoyo por parte de las editoriales extranjeras, tal vez por su extensión o su tendencia a objetificar a los personajes masculinos de la obra como si fueran, ¡atrevimiento!, mujeres de una obra shonen.
Para concluir con el repaso del Grupo del 24 es necesario nombrar a la autora más conocida del grupo. No por nada, si hay una autora japonesa que puede jactarse de ser tan conocida dentro como fuera de Japón, esa es Ryoko Ikeda.

Autora de numerosas obras de época, con particular interés en la revolución rusa y francesa, apasionada de Europa y amante de los protagonistas andróginos hasta rozar la absoluta imposibilidad de distinguir su género, es autora desde una adaptación de El anillo de los Nibelungos (2000) de Richard Wagner hasta un manga tan popular y bien conocido como La rosa de Versalles (1972−1973). Algo a lo que habría que sumar otras obras de gran calado, como The Window of Orpheus (1975−1981), una epopeya trágica que reinventa la historia de Orfeo y Eurídice con la revolución rusa de fondo, o Eroica — The Glory of Napoleon (1986−1995), secuela de La Rosa de Versailles que seguiría los triunfos y desdichas del imperio napoleónico.
Toda una pequeña gran panoplia de obras que sintetizarían, en este caso sí, la idea que se tiene en occidente del género: grandes pasiones, alma de folletín, ojos grandes y, escapándose de los limitados prejuicios contemporáneos, una obsesión particular por la historia francesa muy extendida entre los japoneses del siglo XX.
El shōjo antes del 24. Pioneros (olvidados) del género
Con todo esto hemos de considerar que lo que hizo el Grupo del 24 es popularizar el shōjo. Llevarlo a nuevos terrenos introduciéndose en toda clase de géneros, haciendo de la temática homosexual algo de lo cual se podía escribir, e intentando cosas diferentes a lo que hasta entonces se había estado haciendo, su mayor logro es haber conseguido que el shōjo tuviera mejor consideración de la cual había tenido hasta el momento. Quizás no consiguieron romper todos los estigmas que tenía el género, pero sí consiguieron mejorar su situación.
Ahora bien, ¿qué imagen se tenía del shōjo? Aquella que fueron cultivando, casi sin querer, sus padre fundadores. Algo infantil, aniñado, muy puro y rayano lo cursi.

Katsuji Matsumoto, considerado padre de la estética shōjo, fue un ilustrador japonés cuya carrera despegó a partir de los años 20s gracias a un par de mangas The Mysterious Clover (1934) y Kurukuru Kurumi-chan (1938−1940÷1949−1954) que, a pesar de su estilo sencillo y que hoy asociaríamos con la ilustración infantil, logró un notable éxito entre sus coetáneos. Tanto es así que, antes de pasarse a la, efectivamente, ilustración de libros infantiles en los años cincuenta, tuvo tiempo para que Kurukuru Kurumi-chan tuviera dos reencarnaciones bien distintas: una antes de la guerra, más estilizada y absurda, y otra posterior a la guerra, donde los personajes se volvieron aún más estilizados y el tono de comedia se convirtió en mero slapstick, siendo esta segunda la cual tendría continuidad en obras similares.
Con personajes canónicamente kawaii, cierta tendencia hacia dulces paletas de colores pastel y líneas rectas, de grosor variable, pero con mucho movimiento gracias a un sentido muy afinado del dinamismo de la figura, su obra de los años 30 podría considerarse el primer referente indiscutible ya no sólo del shōjo, sino también del manga. Algo que terminaría de concretar cuando adoptara como alumna a Toshiko Ueda.
Considerada la madre del shōjo su obra más famosa es Fuichin-san (1957−1962), donde continuaría con la misma clase de humor blanco basado en el slapstick que desarrollaría Matsumoto, añadiendo cierta capa problemática a ojos contemporáneos en su descripción de los personajes chinos de su historia a través de absolutamente todos los estereotipos culturales de la época. Algo que, si bien no desmerece su importancia a la hora de popularizar ese proto-manga aún en desarrollo y con una clara influencia occidental, hace que su lectura a día de hoy resulte un tanto problemática.

En cualquier caso, dentro de lo que sería el shōjo más relativamente ortodoxo y ya entendido como tal, habría tantos nombres propios que cabría subrayar que se hace difícil elegir cuáles son más relevantes. En cualquier caso, uno que no podemos saltarnos es el de Masako Watanabe, quien fue la primera autora en llevar el shōjo hacia el terreno de la elegancia, el lujo y el exotismo, añadiendo un detalle obsesivo a cada pieza de ropa y cada detalle, añadiendo flores en los huecos en blancos y, en general, hasta casi ahogar la composición de cada una de sus páginas. Algo que, como señal distintiva de cierta disposición general de las revistas shōjo, haría que sea considerada una de las pioneras del género.
De igual modo, aunque por razones diametralmente opuestas, sería irresponsable dejarse fuera a Hideko Mizuno. Como residente de los famosos apartamentos Tokiwasō, donde residieron históricos del manga como el dúo Fujiko Fujio, autores de Doraemon (1969−1996), Akatsuka Fujio, autor de Osomatsu-kun (1962−1969), o el ya varias veces nombrado en este artículo Shōtarō Ishinomori, fue la única de las autoras de este artículo que, realmente, se puede decir que su contacto con el manga tuvo una influencia netamente masculina. Trabajando bastante con Ishinomori, inspirándose mutuamente el uno al otro en su gusto por la acción y la técnica depurada, es difícil entender la obra de la una sin la del otro, especialmente considerando que ambos fueron parte clave a la hora de definir los cambios que fueron sufriendo las técnicas del manga moderno en los años 50s y 60s.
Esas mismas técnicas que el Grupo del 24 ayudaría a asentar y perfeccionar.

No por nada, en términos de manga, Mizuno es la autora cuya influencia se deja ver con más fuerza en el grupo. Habiendo publicado ya en una fecha tan temprana como 1969 Fire! (1969 – 1971), una historia bien cargada de sexo, drogas y rock n roll cuando aquello todavía no era un mal cliché. Su interés en el lado salvaje de la vida y su desprecio por las acarameladas historias de sus coetáneas la convirtieron en una rara avis capaz de codearse con los autores de shōnen más radicales de la época pero, por supuesto, sin poder aspirar ni por accidente a tener las mismas cotas de popularidad o respeto que ellos.
Por otra parte, Yoshiko Nishitani podrá ser recordada por tomar el camino diametralmente opuesto y continuar cultivando la ortodoxia iniciada por Watanabe. En un tiempo en que el shōjo manga sólo podía retratar historias de heroínas trágicas que sufrían por problemas familiares, donde el romance si bien no estaba vedado era algo completamente marginal, Nishitani fue, con Lemon & Cherry (1966), la pionera en situar todo el peso de la historia en la chica protagonista enamorándose de un chico en el contexto de la vida de instituto. Algo que se ha repetido tantas veces, de tantas formas y con tantas posibles variaciones, que hoy cuesta creer que hubo un día en que no fue un absoluto cliché. O incluso que autoras tan distinguidas como Hagio Mōto y Takemiya Keiko la reconocen como una de sus influencias.
Y los hombres, ¿qué es de los hombres? Pues como de costumbre, hacen poco o nada de caso a lo que hacen las mujeres. Pues salvo la excepción de Tezuka, cuya Princesa Caballero (1953−1956) serviría de modelo por igual para el shōnen y el shōjo por venir, no habría en la época ningún autor de peso que se circunscribiera en el género que nos ocupa. Ninguno, salvo una notable excepción: Macoto Takahashi.

Siendo uno de los ilustradores shōjos más minuciosos de la historia, utilizando preciosos colores pastel en consonancia con un extremo detallismo en diseños en apariencia sencillos, resulta particularmente llamativo por ser uno de los primeros mangakas en apostar por el diseño de la página como unidad narrativa. Algo que le ha valido un reciente reconocimiento en Japón por su labor como ilustrador, incluso si su faceta como mangaka no ha sido reconocida de la misma forma. Lo cual es una pena, ya que The Rows of Cherry Trees (1957) no sólo sigue siendo uno de los mejores manga de los 50s, un gran ejemplo temprano de shōjo y un manga narrativamente experimental en sus formas compositivas, sino también uno de los precursores del yuri, nombre que reciben las historias de amor lésbicas en el manga.
Con esto se demuestra que, desde sus más tiernos orígenes, en el shōjo, como en el shōnen, cabe todo. Que no por ser para chicas ha de privilegiar ciertos temas, u olvidarse de otros. Y como en su contraparte masculina, también existen series que parecían inmortales.
Asari-chan (1978−2014) es una comedia slice of life creada por Mayumi Moroyama que se publicó de forma ininterrumpida durante treinta y seis años, siendo publicada en al menos ocho revistas diferentes de la editorial Shogakukan, consiguiendo llegar hasta la friolera de cien tomos y llegando a vender más de veintiséis millones de tomos, convirtiéndolo en uno de los mangas shōjo más vendidos de la historia de Japón. ¿Y de qué trata el manga? Sobre una chica de diez años normal y corriente que, además de llevarse mal con su familia, es más tonta que pegarle una pedrada a un toro en San Fermines. Algo que siempre ayuda a que haya cosas que contar durante más de treinta años.
Y con Patalliro! (1978-), el manga de Mineo Maya que empezó a publicarse el mismo año que Asari-chan, habiendo llegado a los ciento cuatro tomos, la obra de Moroyama puede jactarse de ser la segunda obra no dirigida a hombres más lóngeva de la historia del manga. Porque la primera ya es la de Maya.
Las chicas son guerreras. Magical girls a la luz de los chicos
Pero, ¿de verdad cabe todo? Es cierto que hay humor, temas escabrosos, obras sin fin e incluso toda la panoplia imaginable de obras genéricas que se encuentran en igual o mayor abundancia en el shōnen. Ahora bien, si observamos detenidamente el trabajo de estas autoras, veremos algo que, soterradamente, se irá imponiendo a lo largo del tiempo. Que donde sus contrapartes masculinas del shōnen pueden hacer que sus historias sean todo lo violentas, oscuras u extrañas que deseen, a ellas siempre les ponen un límite que es mejor que no sobrepasen. Algo que se puede apreciar muy bien en el género de las magical girl.
Con sus orígenes en La princesa caballero de Tezuka y Himitsu no Akko-chan (1962−1965) de Fujio Akatsuka, el género no ganaría tracción hasta veinte años después con la aparición de los animes Magical Princess Minky Momo (1982−1983) y Creamy Mami, the Magic Angel (1983−1984). En el caso de Magical Princess Minky Momo (1983−1984) con el dudoso honor involuntario de ser la serie que originaría la cultura lolicon, es decir, la demostración de interés sexual por personajes (muy) menores de edad. De ese modo, consiguiendo que las magical girl pasaran a ser de un género para niñas pequeñas a ser un perturbador nido de hombres talluditos colonizando el imaginario infantil con fantasías sexuales, durante los 80s cierto tipo de shōjo acabo viéndose teñido de una sexualización completamente inexistente en forma, fondo o intención.
Por fortuna, algo cambio en los 90s. Y con el cambio, otras magical girls fueron posibles.

Naoko Takeuchi, antes de enfrascarse en la desagradecida labor de reinventar las maginal girl, hizo la prueba con varias mangas shōjo más ortodoxos. Romances heterosexuales de ambientación escolar con protagonista femenina. Pero tras un más que tímido éxito, tuvo una idea de una serie de magical girl donde éstas fueran chicas adolescentes y hubiera una mucho mayor incidencia en toda esa clase de temas que el shōjo había explotado con tanta función de la mano del Grupo del 24. De ahí surgiría Sailor Moon (1991−1997).
Siguiendo las aventuras de Usagi Tsukino, quien puede convertirse en Sailor Moon, y aunando fuerza con otras chicas con sus poderes, cuyas identidades secretas tienen nombres de planetas del sistema solar, tendrán que luchar contra el mal para devolver la paz al universo. Con cadencia mensual y una publicación relativamente tardía fuera de Japón, ya que no llegaría hasta 1997 a EEUU, su éxito no radica tanto en el manga, sino en el anime que lo adapta.
Es importante pararse ahí. Especialmente, porque hay ciertas cosas en el anime que no estarían presentes en el manga.
Aunque Sailor Moon trata con una naturalidad aún hoy bastante sorprendente temas como la homosexualidad y el feminismo, es innegable que el anime tiene un punto más retorcido. Más oscuro. Algo que, si bien se nota más a partir de Kunihiko Ikuhara se hace cargo de su segunda iteración, Sailor Moon R (1993−1994), eso es algo que está presente desde el principio de la serie. ¿Y por qué es así? Porque le prohibieron taxativamente a Takeuchi tomar caminos más escabrosos, cosa que no hicieron igualmente con la serie. Sailor Moon fue concebido bajo la idea de que Tsukino utilizara armas de fuego para combatir contra el mal y, del tono más oscuro derivado de ello, que algunas de sus compañeras llegaran a morir en el campo de batalla. Algo a lo que su editor se negó de forma radical, haciendo que el manga rebajara su tono hasta lo que se considerable aceptable para una revista de chicas. Algo significativo porque, si bien no volvieron las armas de fuego de los diseños originales, no es que en el anime mueran algunos personajes, es que resulta más fácil señalar aquellos que no mueren.

Aun siendo la misma serie, teniendo el mismo público objetivo —al menos en teoría, pues era más probable que el anime también lo vieran hombres de mediana edad no precisamente por pasión feminista — , al convertirse en anime se permitió hacer (a un hombre) lo que no se permitió hacer en origen (a una mujer). Lo cual, si bien puede ser visto como una casualidad, existe un ejemplo posterior muy claro de cómo existió un evidente sesgo de género en esa elección. Y ese es el manga Sakura Cazadora de Cartas (1996−2000).
Creado por Clamp, un colectivo de cuatro autoras cuyos roles artísticos van rotando entre obras, la serie sigue el día a día de Sakura Kinomoto, una chica de diez años que, por accidente, libera las cartas de Clown y, gracias a ello, consigue los poderes de una magical girl pudiendo convertirlas en cartas de Sakura y utilizarlas para conseguir impresionantes poderes mágicos con los que seguir capturando las cartas restantes. Sumado a eso una serie de romances cruzados, una historia que continuaría en series posteriores al compartir un mismo universo y tener en lo gráfico un estilo suave y blandito, Sakura Cazadora de Cartas se ha tendido a considerar el ejemplo perfecto de lo que es un buen shōjo dentro de la ortodoxia.
Algo extraño porque las CLAMP nunca han sido conocidas por los acercamientos amables.
Prácticamente todas sus demás obras de culto, entre las que encontramos series como Tokyo Babylon (1990−1993), X (1992−2003), xxxHolic (2003−2011) y Tsubasa: Reservoir Chronicle (2003−2009), tienen son o bien infinitamente más violentas y descarnadas o, al menos, bastante más oscuras. Algo que se hace notar, en cierto modo para cerrar el chiste, en el hecho de que en Tsubasa la (no exactamente) propia Sakura acabe empuñando armas de fuego para conseguir tener de regreso a su interés romántico en la serie original, Syaoran.

¿Qué ocurrió aquí para que hubiera ese cambio en el enfoque? Que, a excepción de X, todas las otras series se consideran shōnen. Al dirigirse a un público masculino, se considero que se podían representar facetas de la historia que eran inconcebibles en una publicación para chicas. Algo que se puede constatar en el hecho de que X, la única otra serie considerada shōjo de las que hemos nombrado, hizo que las CLAMP tuvieran no pocos problemas con su editor a causa de que la serie se iba volviendo cada vez más y más violenta con el paso de los números. Problemas ridículos si, ya de entrada, la ambientación era post-apocalíptica y ellas declararon estar muy influidas por Devilman (1972−1973) de Gō Nagai.
Por lo visto lo que no era admisible en un género si lo era en el otro. Y si alguien personifica ese enfoque, esa es Rumiko Takahashi.
Aunque todas sus obras son consideradas o bien shōnen o bien seinen, o bien para niños o bien para hombres adultos, tanto Ranma 1⁄2 (1987−1996) como muy especialmente Inuyasha (1996−2008) fueron muy populares entre el público femenino, demostrando así un problema básico de toda la literatura, sea gráfica o novelada: las mujeres leen por igual a hombres o mujeres, pero los hombres rara vez se molestan en leer a las mujeres. Al menos, no cuando se les dice que un determinado producto está dirigido hacia ellas, incluso si en lo demás es idéntico en lo que consumirían viniendo de la pluma de un hombre.
Últimas tendencias shōjo. Seguir horadando en los sitios que los hombres ni se molestarían en mirar
Pasados los 90s y llegando hasta hoy, aunque es cierto que el shōjo ha empezado a ser reconocido con galardones y un constante rescatar obras clásicas —especialmente, en lo tocante al Grupo del 24 — , no es menos cierto que la oferta dentro del género sigue siendo más bien marginal. Con el seinen habiéndose apoderado de la mayoría de tropos del género, pudiendo encontrar fabulosas comedias románticas de instituto como Kaguya-sama wa Kokurasetai: Tensai-tachi no Renai Zunousen (2015−2022) de Aka Akasaka en la, en principio, enfocada para adultos Young Jump, resulta difícil seguir justificando esta separación demográfica según si se dirige para hombres, mujeres, niños y niñas, incluso si las revistas japonesas siguen utilizándola por pura funcionalidad.
No cuando el shōjo nos ha dado en los últimos tiempos obras tan estupendas como Aoha Ride (2011−2015), de Io Sakisaka, Orange (2012−2015), de Ichigo Takano, o, ya del lado de la deconstrucción de los tropos clásicos, Ore Monogatari!! (2011−2016), de Kazune Kawahara, donde el protagonista es un adorable gigantón más feo que pifio cuyos únicos problemas amorosos es su propia incapacidad de creerse que puedan quererle, y Gekkan Shōjo Nozaki-kun (2011-), de Izumi Tsubaki, una comedia donde un chico de instituto dibuja un manga shoujo sin tener ninguna experiencia romántica ni ser capaz de darse cuenta de que su ayudante está perdidamente enamorada de él.

Porque el shōjo no son ojos grandes, brilli-brilli e historias románticas. Ojos grandes tienen casi todos los mangas, el juego de luces es prácticamente inevitable con el entintado y las historias románticas existen en todas partes. Porque, al final, el problema no es la etiqueta, es que haya quien, al enfrentarse ante un manga enfocado a un público juvenil femenino, haga una mueca de disgusto mucho mayor que si se tratara de un manga enfocado a un público juvenil masculino.
Ahora bien, incluso sin la popularidad del shōnen, el shōjo tiene obras importantes. No sólo al Grupo del 24, sino toda una panoplia de autoras, y algún autor por ahí perdido, que, en los orígenes del medio, hicieron mucho más por definir las coordenadas del manga moderno que sus compañeros que escribían para niños. Incluso si, finalmente, quienes se llevaron todos los laureles fueron ellos.
Porque el shōjo es una demografía. Sólo una demografía. Algo que no debería denotar nada problemático. Pero, si algo es obvio, es que se ha invisibilizado sistemáticamente las aportaciones de las autoras al desarrollo no sólo de su nicho, sino de todo el medio.
Incluso si, poco a poco, parece ser que se está intentando reparar ese error histórico.
Breve guía de lectura para despistados
I. El grupo del año 24: Mōto Hagio
La familia Poe, de Mōto Hagio
El corazón de Tomás, de Mōto Hagio
¿Quién es el 11º pasajero?, de Mōto Hagio
A Cruel God Reigns, de Mōto Hagio
II. El grupo del año 24: Takemiya, Kihara y Aoike
The Poem of Wind and Trees, de Keiko Takemiya
Toward the Terra, de Keiko Takemiya
Andromeda Stories, de Keiko Takemiya
Mari to Shingo, de Toshie Kihara
From Eroica With Love, de Yasuko Aoike
III. El grupo del año 24: Riyoko Ikeda
La rosa de Versailles, de Riyoko Ikeda
La ventana de Orfeo, de Riyoko Ikeda
Eroica – The Glory of Napoleon, de Riyoko Ikeda
IV. Pioneros del shōjo
Kurukuru Kurumi-chan, de Katsuji Matsumoto
Fuichin-san, de Toshiko Ueda
Fire, de Hideko Mizuno
Lemon & Cherry, de Yoshiko Nishitani
The Rows of Cherry Trees, de Macoto Takahashi
Asari-chan, de Mayumi Moroyama
V. Magical girls y otras formas de dar hostias
Himitsu no Akko-chan, de Fujio Akatsuka
Sailor Moon, de Naoko Takeuchi
Sakura Cazadora de Cartas, de Clamp
X, de Clamp
Ranma 1⁄2, de Rumiko Takahashi
Inuyasha, de Rumiko Takahashi
VI. El shōjo de hoy
Aoha Ride, de Io Sakisaka
Orange, de Ichigo Takano
Ore Monogatari!!, de Kazune Kawahara
Gekkan Shōjo Nozaki-kun, de Izumi Tsubaki
¡Gracias por leer mi artículo sobre el shōjo! Esta es la tercera de una serie de ocho entregas sobre manga que escribí para la tristemente difunta revista Canino. La primera es sobre Osamu Tezuka y la segunda sobre el manga shōnen. Si te ha gustado, ¿puedo pedirte que te plantees donar o suscribirte a mi ko-fi? Eso me ayudaría a seguir rescatando y haciendo otros artículos como éste. Y si tienes ganas de más y no sigues mi letter, se llama Extraterrestre entre nosotros y tiene mucho contenido que podrías disfrutar.
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