Guía de iniciación al manga (III) — La revolución shōjo de la Generación del 24

Guía de iniciación al manga (III) — La revolución shōjo de la Generación del 24

Este tex­to fue pu­bli­ca­do ori­gi­nal­men­te el 28 de sep­tiem­bre de 2017 en la re­vis­ta cul­tu­ral Canino. Ha si­do re­edi­ta­do y re­ma­que­ta­do pa­ra la ocasión.

Si al man­ga se le ha acu­sa­do fre­cuen­te­men­te de ser vio­len­cia sin sen­ti­do, aún más fre­cuen­te­men­te se ha uti­li­za­do el ar­gu­men­to de que no son más que his­to­rias ro­mán­ti­cas sin pies ni ca­be­za en­tre per­so­na­jes de ojos des­pro­por­cio­na­dos. Y si bien lo de los ojos es cier­to a me­dias —sal­vo ca­sos ex­ce­si­vos, no es­tán des­pro­por­cio­na­dos: son así de gran­des pa­ra trans­mi­tir me­jor los sen­ti­mien­tos de los per­so­na­jes — , en lo otro hay un pre­jui­cio que no nos ape­te­ce pa­sar por al­to. No cuan­do esas his­to­rias ro­mán­ti­cas per­te­ne­cen a un gé­ne­ro que, por lo ge­ne­ral, sue­le re­du­cir­se a mu­cho me­nos de lo que es: el shōjo.

Shōjo, li­te­ral­men­te «chi­ca jo­ven», co­mo en el ca­so de shōnen,es una cla­si­fi­ca­ción de­mo­grá­fi­ca que de­ter­mi­na a quien es­tá di­ri­gi­do una de­ter­mi­na­da cla­se de man­ga. En es­te ca­so, chi­cas jó­ve­nes de en­tre ocho y ca­tor­ce años. Pero si bien ese es su ori­gen, alu­dien­do a na­da más que el pú­bli­co ob­je­ti­vo al que iba di­ri­gi­do las re­vis­tas en la que se pu­bli­ca­ban es­tos man­gas, el tér­mino ha aca­ba­do dan­do nom­bre a cual­quier obra pro­du­ci­da por mu­je­res que no es­té cla­ra­men­te en­fo­ca­do o bien a adul­tos o bien a lo que se con­si­de­ra tra­di­cio­nal­men­te his­to­rias pro­pias pa­ra un pú­bli­co mas­cu­lino. Algo san­gran­te por­que ha­ce pa­re­cer que el ser mu­jer y es­pe­cí­fi­ca­men­te ni­ña tie­ne al­go de ex­cep­ción. De ser lo otro.

Orange, de Ichigo Takano

Algo que se po­ten­cia por el he­cho de que, his­tó­ri­ca­men­te, el shō­jo se ha con­si­de­ra­do un gé­ne­ro me­nor en com­pa­ra­ción al shō­nen. Y si bien es cier­to que en Japón se ha ido re­co­no­cien­do en los úl­ti­mos tiem­pos la im­por­tan­te la­bor de las au­to­ras de shō­jo, en oc­ci­den­te to­da­vía exis­ten mu­chos pre­jui­cios al res­pec­to. Algo a lo que, en la me­di­da de lo po­si­ble, in­ten­ta­re­mos dar so­lu­ción aquí.

El grupo del 24 a la luz de Mōto Hagio. El shōjo que parece venido del futuro

Aunque el ge­ne­ro te­nía ya una ri­ca his­to­ria an­tes de ellas, es im­pres­cin­di­ble pa­rar­nos es­pe­cí­fi­ca­men­te en los años 70s. Con el man­ga ya em­pe­zan­do a des­pun­tar en su for­ma mo­der­na, in­ten­tan­do ir más allá de esa idea de me­ro en­tre­te­ni­mien­to pa­ra ni­ños, hu­bo un gru­po de au­to­ras que, des­de el shō­jo, in­ten­ta­ron abor­dar te­má­ti­cas más com­ple­jas de las que se ha­bían ve­ni­do de­sa­rro­llan­do has­ta el mo­men­to. Temáticas co­mo las di­fe­ren­cias de gé­ne­ro, la se­xua­li­dad o la iden­ti­dad. Y, a di­fe­ren­cia de la in­men­sa ma­yo­ría de sus com­pa­ñe­ros va­ro­nes, no só­lo les in­tere­sa­ba re­fle­xio­nar so­bre esos as­pec­tos des­de las im­pli­ca­cio­nes que te­nía pa­ra la iden­ti­dad fe­me­ni­na, sino que tam­bién les in­tere­sa­ba pro­fun­di­zar en esa iden­ti­dad mas­cu­li­na que con tan­ta frui­ción ha­bía evi­ta­do de­cons­truír el grue­so del shōnen.

A es­tas pio­ne­ras del man­ga clá­si­co se les dio el nom­bre de Grupo del Año 24, o Grupo del 24, ya que to­das na­cie­ron al­re­de­dor del año 24 de la era Shōwa, es de­cir, al­re­de­dor de 1949.

Dado que es di­fí­cil de­ter­mi­nar exac­ta­men­te quie­nes son los miem­bros de es­te gru­po —las úni­cas con­di­cio­nes pa­ra per­te­ne­cer a él es ha­ber pu­bli­ca­do en los 70s, ha­ber na­ci­do al­re­de­dor de fi­na­les de los 50s y ser mu­jer ha­cien­do shō­jo, así que no exis­te una lis­ta de miem­bros co­mo tal — , in­ten­ta­re­mos ha­cer una pa­no­rá­mi­ca en­tre aque­llas que han te­ni­do ma­yor re­le­van­cia no só­lo en su épo­ca, sino tam­bién aún hoy en día.

La fa­mi­lia Poe, de Mōto Hagio

Autodeclarada fan de la cien­cia fic­ción ame­ri­ca­na de los 50s, sus pri­me­ros tra­ba­jos os­ci­la­ron en­tre la muy re­la­ti­va or­to­do­xia shō­jo de la épo­ca —es de­cir, his­to­rias ro­mán­ti­cas don­de tie­ne más pe­so la tra­ge­dia fa­mi­liar que el ro­man­ce en sí — , con Ruru to Mimi (1969), y los co­mien­zos de lo que hoy co­no­ce­mos co­mo boys lo­ve, el gé­ne­ro de ro­man­ce ho­mo­se­xual en­tre hom­bre ge­ne­ral­men­te jó­ve­nes, en el ca­so de 11-gatsu no Gymnasium (1970−1971). Y si bien es cier­to que fue­ron éxi­tos no­ta­bles, aún hoy apre­cia­dos por la de­li­ca­de­za de su tra­zo, lo de­ta­lla­do de sus di­se­ños y lo es­pec­ta­cu­lar de sus com­po­si­cio­nes, es­pe­cial­men­te con­si­de­ran­do que só­lo te­nía vein­te años a la pu­bli­ca­ción de la pri­me­ra de sus obras, hoy en día se con­si­de­ra que su pri­me­ra gran obra co­mo tal no lle­ga­ría has­ta tres años des­pués de su de­but. Cuando, en la hoy mu­cho más or­to­do­xa Betsucomi, co­men­zó a pu­bli­car La fa­mi­lia Poe (1972−1976).

En es­ta his­to­ria se­gui­mos las des­ven­tu­ras de Edgar y Marybell Porsnell, hi­jos ile­gí­ti­mos del aris­tó­cra­ta Earl Evans, que se­rán aban­do­na­dos en el bos­que por su ma­dras­tra y, pos­te­rior­men­te, adop­ta­dos por la fa­mi­lia Poe cuan­do Hannah Poe, por un afor­tu­na­do gi­ro del des­tino, aca­be por en­con­trar­los. Afortunado al me­nos has­ta que, a los ca­tor­ce años, Edgar des­cu­bra la ho­rri­ble ver­dad de­trás de la fa­mi­lia Poe: que to­dos ellos son vam­pi­ros. Algo que cam­bia­rá ra­di­cal­men­te su vi­da y la de su her­ma­na. No ne­ce­sa­ria­men­te pa­ra mejor.

Siguiendo los usos de la no­ve­la de­ci­mo­nó­ni­ca, el es­ti­lo fo­lle­tín del man­ga con­tem­po­rá­neo se ajus­ta co­mo un guan­te a una his­to­ria don­de el tono pre­do­mi­nan­te es la tra­ge­dia y un pre­cio­sis­mo lán­gui­do que re­mi­te al ro­man­ti­cis­mo eu­ro­peo más os­cu­ro. Algo que, no por ac­ci­den­te, com­par­ti­rán gran par­te de las in­te­gran­tes del Grupo del 24.

Alternando la pu­bli­ca­ción de La fa­mi­lia Poe con la de El Corazón de Tomás (1973 – 1975), una his­to­ria trá­gi­ca de amor ho­mo­se­xual ins­pi­ra­da en Les ami­tiés par­ti­cu­liè­res , no­ve­la de Roger Peyrefitte y pos­te­rior pe­lí­cu­la de Jean Delannoy muy po­pu­lar en­tre los 60s y los 70s —y, so­bra de­cir, pi­nácu­lo de la cul­tu­ra ho­mo­se­xual de la épo­ca — , fue ca­paz de al­ter­nar­lo to­do con la pu­bli­ca­ción de su pri­me­ra his­to­ria de cien­cia fic­ción, otra de sus obras maes­tras ca­nó­ni­ca­men­te acep­ta­das por la crí­ti­ca y, has­ta ha­ce muy po­co, úni­co man­ga dis­po­ni­ble de la au­to­ra en el mer­ca­do es­pa­ñol: ¿Quién es el 11º pa­sa­je­ro? (1975 – 1976).

¿Quién es el 11º pa­sa­je­ro?, de Mōto Hagio

En su examen fi­nal pa­ra in­gre­sar en la Universidad Estelar, los diez can­di­da­tos del gru­po 22 de­ben su­pe­rar una prue­ba en la que de­ben so­bre­vi­vir en­ce­rra­dos en una na­ve a la de­ri­va que or­bi­ta al­re­de­dor de un pla­ne­ta des­ha­bi­ta­do. Si al­guno de ellos re­nun­cia, to­do el gru­po sus­pen­de­rá. Algo que se de­mos­tra­rá es­pe­cial­men­te pro­ble­má­ti­co cuan­do, tras no ha­cer de­ma­sia­do ca­so en la reu­nión pre­via a la prue­ba, al em­bar­car des­cu­bren que en el gru­po en que de­be­rían ser diez per­so­nas en reali­dad son on­ce, to­dos ellos afir­man­do ser miem­bros le­gí­ti­mos del gru­po y sin que na­die pue­da re­cor­dar quién no es­ta­ba pre­sen­te an­tes de abor­dar la nave.

Con un per­fec­to con­trol de la ten­sión y car­gan­do tin­tas no só­lo en el dra­ma, sino tam­bién en sus mo­men­tos de ac­ción, es­ta es una de las me­jo­res obras de Mōto Hagio. Al me­nos en lo que res­pec­ta a sus orígenes.

Puesto que si­gue en ac­ti­vo y que su obra se ex­tien­de a lo lar­go de más de más de cua­ren­ta años, es im­po­si­ble re­su­mir aquí to­da su ca­rre­ra. No cuan­do Hagio se me­re­ce­ría to­do un ar­tícu­lo exhaus­ti­vo só­lo pa­ra ella. Pero pa­ra lo que nos con­cier­ne aquí, que­dé­mo­nos con lo im­por­tan­te: ella es, jun­to con Osamu Tezuka, la per­so­na que ayu­dó a asen­tar na­rra­ti­va del có­mic ja­po­nés. Por eso re­sul­ta tan pro­ble­má­ti­co que se la pu­bli­que tan po­co ya no só­lo en nues­tro país, sino tam­bién en los paí­ses de nues­tro en­torno, de­mos­tran­do una vez más co­mo esos la­men­ta­bles ol­vi­dos de la his­to­ria siem­pre pa­re­cen ce­bar­se es­pe­cial­men­te con las mujeres.

Creo en un Internet di­fe­ren­te y me­jor, no do­mi­na­do por gran­des cor­po­ra­cio­nes, por eso es­cri­bo en mi blog y en mi let­ter. Pero lo ha­go por pu­ro pla­cer. Nadie me pa­ga por ello. Por eso, si te gus­ta lo que ha­go y quie­res que si­ga ha­cién­do­lo, te agra­de­ce­ría que te plan­tees do­nar o sus­cri­bir­te en mi ko-fi, ya que eso me per­mi­ti­ría se­guir ha­cién­do­lo en el futuro.

Más allá de Hagio. Francia, homosexualidad y ciencia ficción

Aunque ha­brá quien crea que Hagio de­bió ser una afor­tu­na­da ex­cep­ción, una ver­da­de­ra he­te­ro­do­xa en lo que res­pec­ta al shō­jo, la ver­dad es que ese no es el ca­so. No cuan­do otras au­to­ras si­guie­ron sus pa­sos, lle­gan­do a ir in­clu­so más le­jos que ella.

Tras unos ini­cios don­de abra­zó con pa­sión el sub­gé­ne­ro del boys lo­ve si­guien­do la ló­gi­ca de la épo­ca —es de­cir, tra­tan­do re­la­cio­nes tur­bu­len­tas pla­ga­das de ho­mo­fo­bia, vio­len­cia y con­su­mo de dro­gas— en la aún hoy con­si­de­ra­da su obra maes­tra, El poe­ma del vien­to y los ár­bo­les (1976 – 1984), Keiko Takemiya fue una de las pri­me­ras au­to­ras que bus­có ac­ti­va­men­te com­bi­nar los tro­pos del shō­jo y del shō­nen. Es de­cir, que era po­si­ble es­cri­bir his­to­rias ca­pa­ces de in­ter­pe­lar a am­bos se­xos por igual. Algo que de­mos­tra­ría de for­ma in­ta­cha­ble en sus obras de cien­cia ficción.

El poe­ma del vien­to y los ár­bo­les, de Keiko Takemiya

Con la re­co­no­ci­da in­fluen­cia de Shotaro Ishinomori de su la­do y una pa­sión des­afo­ra­da por Europa, obras co­mo Toward the Terra (1977 – 1980) y Andromeda Stories (1980−1982), es­ta se­gun­da guio­ni­za­da por el es­cri­tor Ryu Mitsuse, son hoy con­si­de­ra­dos clá­si­cos de la cien­cia fic­ción a la al­tu­ra de Mobile Suit Gundam o Kamen Rider, al­go a lo que con­tri­bu­yó que Toward the Terra vol­vie­ra a ser adap­ta­da al ani­me, con no po­co éxi­to, en 2007.

Y es que, pre­mia­da con la me­da­lla de ho­nor con la­zo púr­pu­ra del go­bierno ja­po­nés por sus con­tri­bu­cio­nes al man­ga en 2014, Takemiya es hoy con­si­de­ra­da una de las man­ga­kas más dis­tin­gui­das de su generación.

De he­cho, en cier­ta me­di­da, Hagio y Takemiya abri­rían la puer­ta a otras au­to­ras. Porque si al­go com­par­ten to­das en co­mún, ade­más del in­te­rés por las am­bien­ta­cio­nes his­tó­ri­cas (en par­ti­cu­lar, del si­glo XIX) y una es­té­ti­ca don­de abun­da­ba un tra­zo más fino y de­li­ca­do que el de sus equi­va­len­tes mas­cu­li­nos, es su in­te­rés en ex­plo­rar la se­xua­li­dad mas­cu­li­na. Especialmente en lo to­can­te a la homosexualidad.

From Eroica with lo­ve, de Yasuko Aoike

De obra ex­ten­sa, pe­ro po­co co­no­ci­da fue­ra de Japón, Toshie Kihara se­ría una de las pio­ne­ras del boys lo­ve con Mari to Shingo (1979 – 1984), la his­to­ria de un ro­man­ce en­tre dos hom­bres a prin­ci­pios del si­glo XX. Con un tra­zo mu­cho más sen­ci­llo que las otras au­to­ras nom­bra­das, pe­ro con una par­ti­cu­lar sen­si­bi­li­dad pa­ra el uso del co­lor y la luz, es­pe­cial­men­te en sus di­se­ños de ro­pa­jes his­tó­ri­cos, su ma­yor apor­ta­ción al man­ga ha si­do, más allá de la ilus­tra­ción his­tó­ri­ca, sus his­to­rias de ro­man­ces en­tre hom­bres. Incluso si el te­ma que más ha tra­ta­do, aun­que nun­ca con tan­ta for­tu­na, ha si­do el histórico.

Algo si­mi­lar ocu­rre con Yasuko Aoike. Si bien se ha man­te­ni­do más o me­nos pre­sen­te a lo lar­go de los años gra­cias a sus shō­jo ro­mán­ti­cos, don­de real­men­te des­ta­ca­ría es en su man­ga os­ci­lan­do en­tre la his­to­ria de aven­tu­ras, la co­me­dia y el boys lo­ve, con cla­ra ins­pi­ra­ción en James Bond (si James Bond fue­ra un chu­la­zo abier­ta­men­te gay de pe­lo es­tu­pen­do) co­no­ci­da co­mo From Eroica with Love (1976 – 2012), obra de pu­bli­ca­ción irre­gu­lar que se ce­rró tras trein­ta y seis años y trein­ta y nue­ve to­mos en 2012 con un no­ta­ble fan­dom tan­to en Japón co­mo en paí­ses de ha­bla an­glo­sa­jo­na. Algo que no se ha tra­du­ci­do en apo­yo por par­te de las edi­to­ria­les ex­tran­je­ras, tal vez por su ex­ten­sión o su ten­den­cia a ob­je­ti­fi­car a los per­so­na­jes mas­cu­li­nos de la obra co­mo si fue­ran, ¡atre­vi­mien­to!, mu­je­res de una obra shonen.

Para con­cluir con el re­pa­so del Grupo del 24 es ne­ce­sa­rio nom­brar a la au­to­ra más co­no­ci­da del gru­po. No por na­da, si hay una au­to­ra ja­po­ne­sa que pue­de jac­tar­se de ser tan co­no­ci­da den­tro co­mo fue­ra de Japón, esa es Ryoko Ikeda.

La ro­sa de Versalles, de Ryoko Ikeda

Autora de nu­me­ro­sas obras de épo­ca, con par­ti­cu­lar in­te­rés en la re­vo­lu­ción ru­sa y fran­ce­sa, apa­sio­na­da de Europa y aman­te de los pro­ta­go­nis­tas an­dró­gi­nos has­ta ro­zar la ab­so­lu­ta im­po­si­bi­li­dad de dis­tin­guir su gé­ne­ro, es au­to­ra des­de una adap­ta­ción de El ani­llo de los Nibelungos (2000) de Richard Wagner has­ta un man­ga tan po­pu­lar y bien co­no­ci­do co­mo La ro­sa de Versalles (1972−1973). Algo a lo que ha­bría que su­mar otras obras de gran ca­la­do, co­mo The Window of Orpheus (1975−1981), una epo­pe­ya trá­gi­ca que re­in­ven­ta la his­to­ria de Orfeo y Eurídice con la re­vo­lu­ción ru­sa de fon­do, o Eroica — The Glory of Napoleon (1986−1995), se­cue­la de La Rosa de Versailles que se­gui­ría los triun­fos y des­di­chas del im­pe­rio napoleónico.

Toda una pe­que­ña gran pa­no­plia de obras que sin­te­ti­za­rían, en es­te ca­so sí, la idea que se tie­ne en oc­ci­den­te del gé­ne­ro: gran­des pa­sio­nes, al­ma de fo­lle­tín, ojos gran­des y, es­ca­pán­do­se de los li­mi­ta­dos pre­jui­cios con­tem­po­rá­neos, una ob­se­sión par­ti­cu­lar por la his­to­ria fran­ce­sa muy ex­ten­di­da en­tre los ja­po­ne­ses del si­glo XX.

El shōjo antes del 24. Pioneros (olvidados) del género

Con to­do es­to he­mos de con­si­de­rar que lo que hi­zo el Grupo del 24 es po­pu­la­ri­zar el shō­jo. Llevarlo a nue­vos te­rre­nos in­tro­du­cién­do­se en to­da cla­se de gé­ne­ros, ha­cien­do de la te­má­ti­ca ho­mo­se­xual al­go de lo cual se po­día es­cri­bir, e in­ten­tan­do co­sas di­fe­ren­tes a lo que has­ta en­ton­ces se ha­bía es­ta­do ha­cien­do, su ma­yor lo­gro es ha­ber con­se­gui­do que el shō­jo tu­vie­ra me­jor con­si­de­ra­ción de la cual ha­bía te­ni­do has­ta el mo­men­to. Quizás no con­si­guie­ron rom­per to­dos los es­tig­mas que te­nía el gé­ne­ro, pe­ro sí con­si­guie­ron me­jo­rar su situación. 

Ahora bien, ¿qué ima­gen se te­nía del shō­jo? Aquella que fue­ron cul­ti­van­do, ca­si sin que­rer, sus pa­dre fun­da­do­res. Algo in­fan­til, ani­ña­do, muy pu­ro y ra­yano lo cursi.

Kurukuru Kurumi-chan, de Katsuji Matsumoto

Katsuji Matsumoto, con­si­de­ra­do pa­dre de la es­té­ti­ca shō­jo, fue un ilus­tra­dor ja­po­nés cu­ya ca­rre­ra des­pe­gó a par­tir de los años 20s gra­cias a un par de man­gas The Mysterious Clover (1934) y Kurukuru Kurumi-chan (1938−1940÷1949−1954) que, a pe­sar de su es­ti­lo sen­ci­llo y que hoy aso­cia­ría­mos con la ilus­tra­ción in­fan­til, lo­gró un no­ta­ble éxi­to en­tre sus coe­tá­neos. Tanto es así que, an­tes de pa­sar­se a la, efec­ti­va­men­te, ilus­tra­ción de li­bros in­fan­ti­les en los años cin­cuen­ta, tu­vo tiem­po pa­ra que Kurukuru Kurumi-chan tu­vie­ra dos re­en­car­na­cio­nes bien dis­tin­tas: una an­tes de la gue­rra, más es­ti­li­za­da y ab­sur­da, y otra pos­te­rior a la gue­rra, don­de los per­so­na­jes se vol­vie­ron aún más es­ti­li­za­dos y el tono de co­me­dia se con­vir­tió en me­ro slaps­tick, sien­do es­ta se­gun­da la cual ten­dría con­ti­nui­dad en obras similares.

Con per­so­na­jes ca­nó­ni­ca­men­te ka­waii, cier­ta ten­den­cia ha­cia dul­ces pa­le­tas de co­lo­res pas­tel y lí­neas rec­tas, de gro­sor va­ria­ble, pe­ro con mu­cho mo­vi­mien­to gra­cias a un sen­ti­do muy afi­na­do del di­na­mis­mo de la fi­gu­ra, su obra de los años 30 po­dría con­si­de­rar­se el pri­mer re­fe­ren­te in­dis­cu­ti­ble ya no só­lo del shō­jo, sino tam­bién del man­ga. Algo que ter­mi­na­ría de con­cre­tar cuan­do adop­ta­ra co­mo alum­na a Toshiko Ueda.

Considerada la ma­dre del shō­jo su obra más fa­mo­sa es Fuichin-san (1957−1962), don­de con­ti­nua­ría con la mis­ma cla­se de hu­mor blan­co ba­sa­do en el slaps­tick que de­sa­rro­lla­ría Matsumoto, aña­dien­do cier­ta ca­pa pro­ble­má­ti­ca a ojos con­tem­po­rá­neos en su des­crip­ción de los per­so­na­jes chi­nos de su his­to­ria a tra­vés de ab­so­lu­ta­men­te to­dos los es­te­reo­ti­pos cul­tu­ra­les de la épo­ca. Algo que, si bien no des­me­re­ce su im­por­tan­cia a la ho­ra de po­pu­la­ri­zar ese proto-manga aún en de­sa­rro­llo y con una cla­ra in­fluen­cia oc­ci­den­tal, ha­ce que su lec­tu­ra a día de hoy re­sul­te un tan­to problemática.

Santa Rosalind, de Masako Watanabe

En cual­quier ca­so, den­tro de lo que se­ría el shō­jo más re­la­ti­va­men­te or­to­do­xo y ya en­ten­di­do co­mo tal, ha­bría tan­tos nom­bres pro­pios que ca­bría sub­ra­yar que se ha­ce di­fí­cil ele­gir cuá­les son más re­le­van­tes. En cual­quier ca­so, uno que no po­de­mos sal­tar­nos es el de Masako Watanabe, quien fue la pri­me­ra au­to­ra en lle­var el shō­jo ha­cia el te­rreno de la ele­gan­cia, el lu­jo y el exo­tis­mo, aña­dien­do un de­ta­lle ob­se­si­vo a ca­da pie­za de ro­pa y ca­da de­ta­lle, aña­dien­do flo­res en los hue­cos en blan­cos y, en ge­ne­ral, has­ta ca­si aho­gar la com­po­si­ción de ca­da una de sus pá­gi­nas. Algo que, co­mo se­ñal dis­tin­ti­va de cier­ta dis­po­si­ción ge­ne­ral de las re­vis­tas shō­jo, ha­ría que sea con­si­de­ra­da una de las pio­ne­ras del género. 

De igual mo­do, aun­que por ra­zo­nes dia­me­tral­men­te opues­tas, se­ría irres­pon­sa­ble de­jar­se fue­ra a Hideko Mizuno. Como re­si­den­te de los fa­mo­sos apar­ta­men­tos Tokiwasō, don­de re­si­die­ron his­tó­ri­cos del man­ga co­mo el dúo Fujiko Fujio, au­to­res de Doraemon (1969−1996), Akatsuka Fujio, au­tor de Osomatsu-kun (1962−1969), o el ya va­rias ve­ces nom­bra­do en es­te ar­tícu­lo Shōtarō Ishinomori, fue la úni­ca de las au­to­ras de es­te ar­tícu­lo que, real­men­te, se pue­de de­cir que su con­tac­to con el man­ga tu­vo una in­fluen­cia ne­ta­men­te mas­cu­li­na. Trabajando bas­tan­te con Ishinomori, ins­pi­rán­do­se mu­tua­men­te el uno al otro en su gus­to por la ac­ción y la téc­ni­ca de­pu­ra­da, es di­fí­cil en­ten­der la obra de la una sin la del otro, es­pe­cial­men­te con­si­de­ran­do que am­bos fue­ron par­te cla­ve a la ho­ra de de­fi­nir los cam­bios que fue­ron su­frien­do las téc­ni­cas del man­ga mo­derno en los años 50s y 60s.

Esas mis­mas téc­ni­cas que el Grupo del 24 ayu­da­ría a asen­tar y perfeccionar.

Fire!, de Hideko Mizuno

No por na­da, en tér­mi­nos de man­ga, Mizuno es la au­to­ra cu­ya in­fluen­cia se de­ja ver con más fuer­za en el gru­po. Habiendo pu­bli­ca­do ya en una fe­cha tan tem­pra­na co­mo 1969 Fire! (1969 – 1971), una his­to­ria bien car­ga­da de se­xo, dro­gas y rock n roll cuan­do aque­llo to­da­vía no era un mal cli­ché. Su in­te­rés en el la­do sal­va­je de la vi­da y su des­pre­cio por las aca­ra­me­la­das his­to­rias de sus coe­tá­neas la con­vir­tie­ron en una ra­ra avis ca­paz de co­dear­se con los au­to­res de shō­nen más ra­di­ca­les de la épo­ca pe­ro, por su­pues­to, sin po­der as­pi­rar ni por ac­ci­den­te a te­ner las mis­mas co­tas de po­pu­la­ri­dad o res­pe­to que ellos. 

Por otra par­te, Yoshiko Nishitani po­drá ser re­cor­da­da por to­mar el ca­mino dia­me­tral­men­te opues­to y con­ti­nuar cul­ti­van­do la or­to­do­xia ini­cia­da por Watanabe. En un tiem­po en que el shō­jo man­ga só­lo po­día re­tra­tar his­to­rias de he­roí­nas trá­gi­cas que su­frían por pro­ble­mas fa­mi­lia­res, don­de el ro­man­ce si bien no es­ta­ba ve­da­do era al­go com­ple­ta­men­te mar­gi­nal, Nishitani fue, con Lemon & Cherry (1966), la pio­ne­ra en si­tuar to­do el pe­so de la his­to­ria en la chi­ca pro­ta­go­nis­ta ena­mo­rán­do­se de un chi­co en el con­tex­to de la vi­da de ins­ti­tu­to. Algo que se ha re­pe­ti­do tan­tas ve­ces, de tan­tas for­mas y con tan­tas po­si­bles va­ria­cio­nes, que hoy cues­ta creer que hu­bo un día en que no fue un ab­so­lu­to cli­ché. O in­clu­so que au­to­ras tan dis­tin­gui­das co­mo Hagio Mōto y Takemiya Keiko la re­co­no­cen co­mo una de sus influencias.

Y los hom­bres, ¿qué es de los hom­bres? Pues co­mo de cos­tum­bre, ha­cen po­co o na­da de ca­so a lo que ha­cen las mu­je­res. Pues sal­vo la ex­cep­ción de Tezuka, cu­ya Princesa Caballero (1953−1956) ser­vi­ría de mo­de­lo por igual pa­ra el shō­nen y el shō­jo por ve­nir, no ha­bría en la épo­ca nin­gún au­tor de pe­so que se cir­cuns­cri­bie­ra en el gé­ne­ro que nos ocu­pa. Ninguno, sal­vo una no­ta­ble ex­cep­ción: Macoto Takahashi.

The Rows of Cherry Trees, de Macoto Takahashi

Siendo uno de los ilus­tra­do­res shō­jos más mi­nu­cio­sos de la his­to­ria, uti­li­zan­do pre­cio­sos co­lo­res pas­tel en con­so­nan­cia con un ex­tre­mo de­ta­llis­mo en di­se­ños en apa­rien­cia sen­ci­llos, re­sul­ta par­ti­cu­lar­men­te lla­ma­ti­vo por ser uno de los pri­me­ros man­ga­kas en apos­tar por el di­se­ño de la pá­gi­na co­mo uni­dad na­rra­ti­va. Algo que le ha va­li­do un re­cien­te re­co­no­ci­mien­to en Japón por su la­bor co­mo ilus­tra­dor, in­clu­so si su fa­ce­ta co­mo man­ga­ka no ha si­do re­co­no­ci­da de la mis­ma for­ma. Lo cual es una pe­na, ya que The Rows of Cherry Trees (1957) no só­lo si­gue sien­do uno de los me­jo­res man­ga de los 50s, un gran ejem­plo tem­prano de shō­jo y un man­ga na­rra­ti­va­men­te ex­pe­ri­men­tal en sus for­mas com­po­si­ti­vas, sino tam­bién uno de los pre­cur­so­res del yu­ri, nom­bre que re­ci­ben las his­to­rias de amor lés­bi­cas en el manga.

Con es­to se de­mues­tra que, des­de sus más tier­nos orí­ge­nes, en el shō­jo, co­mo en el shō­nen, ca­be to­do. Que no por ser pa­ra chi­cas ha de pri­vi­le­giar cier­tos te­mas, u ol­vi­dar­se de otros. Y co­mo en su con­tra­par­te mas­cu­li­na, tam­bién exis­ten se­ries que pa­re­cían inmortales.

Asari-chan (1978−2014) es una co­me­dia sli­ce of li­fe crea­da por Mayumi Moroyama que se pu­bli­có de for­ma in­in­te­rrum­pi­da du­ran­te trein­ta y seis años, sien­do pu­bli­ca­da en al me­nos ocho re­vis­tas di­fe­ren­tes de la edi­to­rial Shogakukan, con­si­guien­do lle­gar has­ta la frio­le­ra de cien to­mos y lle­gan­do a ven­der más de vein­ti­séis mi­llo­nes de to­mos, con­vir­tién­do­lo en uno de los man­gas shō­jo más ven­di­dos de la his­to­ria de Japón. ¿Y de qué tra­ta el man­ga? Sobre una chi­ca de diez años nor­mal y co­rrien­te que, ade­más de lle­var­se mal con su fa­mi­lia, es más ton­ta que pe­gar­le una pe­dra­da a un to­ro en San Fermines. Algo que siem­pre ayu­da a que ha­ya co­sas que con­tar du­ran­te más de trein­ta años.

Y con Patalliro! (1978-), el man­ga de Mineo Maya que em­pe­zó a pu­bli­car­se el mis­mo año que Asari-chan, ha­bien­do lle­ga­do a los cien­to cua­tro to­mos, la obra de Moroyama pue­de jac­tar­se de ser la se­gun­da obra no di­ri­gi­da a hom­bres más lón­ge­va de la his­to­ria del man­ga. Porque la pri­me­ra ya es la de Maya.

Las chicas son guerreras. Magical girls a la luz de los chicos

Pero, ¿de ver­dad ca­be to­do? Es cier­to que hay hu­mor, te­mas es­ca­bro­sos, obras sin fin e in­clu­so to­da la pa­no­plia ima­gi­na­ble de obras ge­né­ri­cas que se en­cuen­tran en igual o ma­yor abun­dan­cia en el shō­nen. Ahora bien, si ob­ser­va­mos de­te­ni­da­men­te el tra­ba­jo de es­tas au­to­ras, ve­re­mos al­go que, so­te­rra­da­men­te, se irá im­po­nien­do a lo lar­go del tiem­po. Que don­de sus con­tra­par­tes mas­cu­li­nas del shō­nen pue­den ha­cer que sus his­to­rias sean to­do lo vio­len­tas, os­cu­ras u ex­tra­ñas que deseen, a ellas siem­pre les po­nen un lí­mi­te que es me­jor que no so­bre­pa­sen. Algo que se pue­de apre­ciar muy bien en el gé­ne­ro de las ma­gi­cal girl.

Con sus orí­ge­nes en La prin­ce­sa ca­ba­lle­ro de Tezuka y Himitsu no Akko-chan (1962−1965) de Fujio Akatsuka, el gé­ne­ro no ga­na­ría trac­ción has­ta vein­te años des­pués con la apa­ri­ción de los ani­mes Magical Princess Minky Momo (1982−1983) y Creamy Mami, the Magic Angel (1983−1984). En el ca­so de Magical Princess Minky Momo (1983−1984) con el du­do­so ho­nor in­vo­lun­ta­rio de ser la se­rie que ori­gi­na­ría la cul­tu­ra lo­li­con, es de­cir, la de­mos­tra­ción de in­te­rés se­xual por per­so­na­jes (muy) me­no­res de edad. De ese mo­do, con­si­guien­do que las ma­gi­cal girl pa­sa­ran a ser de un gé­ne­ro pa­ra ni­ñas pe­que­ñas a ser un per­tur­ba­dor ni­do de hom­bres ta­llu­di­tos co­lo­ni­zan­do el ima­gi­na­rio in­fan­til con fan­ta­sías se­xua­les, du­ran­te los 80s cier­to ti­po de shō­jo aca­bo vién­do­se te­ñi­do de una se­xua­li­za­ción com­ple­ta­men­te in­exis­ten­te en for­ma, fon­do o intención.

Por for­tu­na, al­go cam­bio en los 90s. Y con el cam­bio, otras ma­gi­cal girls fue­ron posibles.

Sailor Moon, de Naoko Takeuchi

Naoko Takeuchi, an­tes de en­fras­car­se en la des­agra­de­ci­da la­bor de re­in­ven­tar las ma­gi­nal girl, hi­zo la prue­ba con va­rias man­gas shō­jo más or­to­do­xos. Romances he­te­ro­se­xua­les de am­bien­ta­ción es­co­lar con pro­ta­go­nis­ta fe­me­ni­na. Pero tras un más que tí­mi­do éxi­to, tu­vo una idea de una se­rie de ma­gi­cal girl don­de és­tas fue­ran chi­cas ado­les­cen­tes y hu­bie­ra una mu­cho ma­yor in­ci­den­cia en to­da esa cla­se de te­mas que el shō­jo ha­bía ex­plo­ta­do con tan­ta fun­ción de la mano del Grupo del 24. De ahí sur­gi­ría Sailor Moon (1991−1997).

Siguiendo las aven­tu­ras de Usagi Tsukino, quien pue­de con­ver­tir­se en Sailor Moon, y au­nan­do fuer­za con otras chi­cas con sus po­de­res, cu­yas iden­ti­da­des se­cre­tas tie­nen nom­bres de pla­ne­tas del sis­te­ma so­lar, ten­drán que lu­char con­tra el mal pa­ra de­vol­ver la paz al uni­ver­so. Con ca­den­cia men­sual y una pu­bli­ca­ción re­la­ti­va­men­te tar­día fue­ra de Japón, ya que no lle­ga­ría has­ta 1997 a EEUU, su éxi­to no ra­di­ca tan­to en el man­ga, sino en el ani­me que lo adapta.

Es im­por­tan­te pa­rar­se ahí. Especialmente, por­que hay cier­tas co­sas en el ani­me que no es­ta­rían pre­sen­tes en el manga.

Aunque Sailor Moon tra­ta con una na­tu­ra­li­dad aún hoy bas­tan­te sor­pren­den­te te­mas co­mo la ho­mo­se­xua­li­dad y el fe­mi­nis­mo, es in­ne­ga­ble que el ani­me tie­ne un pun­to más re­tor­ci­do. Más os­cu­ro. Algo que, si bien se no­ta más a par­tir de Kunihiko Ikuhara se ha­ce car­go de su se­gun­da ite­ra­ción, Sailor Moon R (1993−1994), eso es al­go que es­tá pre­sen­te des­de el prin­ci­pio de la se­rie. ¿Y por qué es así? Porque le prohi­bie­ron ta­xa­ti­va­men­te a Takeuchi to­mar ca­mi­nos más es­ca­bro­sos, co­sa que no hi­cie­ron igual­men­te con la se­rie. Sailor Moon fue con­ce­bi­do ba­jo la idea de que Tsukino uti­li­za­ra ar­mas de fue­go pa­ra com­ba­tir con­tra el mal y, del tono más os­cu­ro de­ri­va­do de ello, que al­gu­nas de sus com­pa­ñe­ras lle­ga­ran a mo­rir en el cam­po de ba­ta­lla. Algo a lo que su edi­tor se ne­gó de for­ma ra­di­cal, ha­cien­do que el man­ga re­ba­ja­ra su tono has­ta lo que se con­si­de­ra­ble acep­ta­ble pa­ra una re­vis­ta de chi­cas. Algo sig­ni­fi­ca­ti­vo por­que, si bien no vol­vie­ron las ar­mas de fue­go de los di­se­ños ori­gi­na­les, no es que en el ani­me mue­ran al­gu­nos per­so­na­jes, es que re­sul­ta más fá­cil se­ña­lar aque­llos que no mueren.

Sakura Cazadora de Cartas, de CLAMP

Aun sien­do la mis­ma se­rie, te­nien­do el mis­mo pú­bli­co ob­je­ti­vo —al me­nos en teo­ría, pues era más pro­ba­ble que el ani­me tam­bién lo vie­ran hom­bres de me­dia­na edad no pre­ci­sa­men­te por pa­sión fe­mi­nis­ta — , al con­ver­tir­se en ani­me se per­mi­tió ha­cer (a un hom­bre) lo que no se per­mi­tió ha­cer en ori­gen (a una mu­jer). Lo cual, si bien pue­de ser vis­to co­mo una ca­sua­li­dad, exis­te un ejem­plo pos­te­rior muy cla­ro de có­mo exis­tió un evi­den­te ses­go de gé­ne­ro en esa elec­ción. Y ese es el man­ga Sakura Cazadora de Cartas (1996−2000).

Creado por Clamp, un co­lec­ti­vo de cua­tro au­to­ras cu­yos ro­les ar­tís­ti­cos van ro­tan­do en­tre obras, la se­rie si­gue el día a día de Sakura Kinomoto, una chi­ca de diez años que, por ac­ci­den­te, li­be­ra las car­tas de Clown y, gra­cias a ello, con­si­gue los po­de­res de una ma­gi­cal girl pu­dien­do con­ver­tir­las en car­tas de Sakura y uti­li­zar­las pa­ra con­se­guir im­pre­sio­nan­tes po­de­res má­gi­cos con los que se­guir cap­tu­ran­do las car­tas res­tan­tes. Sumado a eso una se­rie de ro­man­ces cru­za­dos, una his­to­ria que con­ti­nua­ría en se­ries pos­te­rio­res al com­par­tir un mis­mo uni­ver­so y te­ner en lo grá­fi­co un es­ti­lo sua­ve y blan­di­to, Sakura Cazadora de Cartas se ha ten­di­do a con­si­de­rar el ejem­plo per­fec­to de lo que es un buen shō­jo den­tro de la ortodoxia.

Algo ex­tra­ño por­que las CLAMP nun­ca han si­do co­no­ci­das por los acer­ca­mien­tos amables.

Prácticamente to­das sus de­más obras de cul­to, en­tre las que en­con­tra­mos se­ries co­mo Tokyo Babylon (1990−1993), X (1992−2003), xxxHolic (2003−2011) y Tsubasa: Reservoir Chronicle (2003−2009), tie­nen son o bien in­fi­ni­ta­men­te más vio­len­tas y des­car­na­das o, al me­nos, bas­tan­te más os­cu­ras. Algo que se ha­ce no­tar, en cier­to mo­do pa­ra ce­rrar el chis­te, en el he­cho de que en Tsubasa la (no exac­ta­men­te) pro­pia Sakura aca­be em­pu­ñan­do ar­mas de fue­go pa­ra con­se­guir te­ner de re­gre­so a su in­te­rés ro­mán­ti­co en la se­rie ori­gi­nal, Syaoran.

Tsubasa: Reservoir Chronicle, de CLAMP

¿Qué ocu­rrió aquí pa­ra que hu­bie­ra ese cam­bio en el en­fo­que? Que, a ex­cep­ción de X, to­das las otras se­ries se con­si­de­ran shō­nen. Al di­ri­gir­se a un pú­bli­co mas­cu­lino, se con­si­de­ro que se po­dían re­pre­sen­tar fa­ce­tas de la his­to­ria que eran in­con­ce­bi­bles en una pu­bli­ca­ción pa­ra chi­cas. Algo que se pue­de cons­ta­tar en el he­cho de que X, la úni­ca otra se­rie con­si­de­ra­da shō­jo de las que he­mos nom­bra­do, hi­zo que las CLAMP tu­vie­ran no po­cos pro­ble­mas con su edi­tor a cau­sa de que la se­rie se iba vol­vien­do ca­da vez más y más vio­len­ta con el pa­so de los nú­me­ros. Problemas ri­dícu­los si, ya de en­tra­da, la am­bien­ta­ción era post-apocalíptica y ellas de­cla­ra­ron es­tar muy in­flui­das por Devilman (1972−1973) de Gō Nagai.

Por lo vis­to lo que no era ad­mi­si­ble en un gé­ne­ro si lo era en el otro. Y si al­guien per­so­ni­fi­ca ese en­fo­que, esa es Rumiko Takahashi.

Aunque to­das sus obras son con­si­de­ra­das o bien shō­nen o bien sei­nen, o bien pa­ra ni­ños o bien pa­ra hom­bres adul­tos, tan­to Ranma 12 (1987−1996) co­mo muy es­pe­cial­men­te Inuyasha (1996−2008) fue­ron muy po­pu­la­res en­tre el pú­bli­co fe­me­nino, de­mos­tran­do así un pro­ble­ma bá­si­co de to­da la li­te­ra­tu­ra, sea grá­fi­ca o no­ve­la­da: las mu­je­res leen por igual a hom­bres o mu­je­res, pe­ro los hom­bres ra­ra vez se mo­les­tan en leer a las mu­je­res. Al me­nos, no cuan­do se les di­ce que un de­ter­mi­na­do pro­duc­to es­tá di­ri­gi­do ha­cia ellas, in­clu­so si en lo de­más es idén­ti­co en lo que con­su­mi­rían vi­nien­do de la plu­ma de un hombre.

Últimas tendencias shōjo. Seguir horadando en los sitios que los hombres ni se molestarían en mirar

Pasados los 90s y lle­gan­do has­ta hoy, aun­que es cier­to que el shō­jo ha em­pe­za­do a ser re­co­no­ci­do con ga­lar­do­nes y un cons­tan­te res­ca­tar obras clá­si­cas —es­pe­cial­men­te, en lo to­can­te al Grupo del 24 — , no es me­nos cier­to que la ofer­ta den­tro del gé­ne­ro si­gue sien­do más bien mar­gi­nal. Con el sei­nen ha­bién­do­se apo­de­ra­do de la ma­yo­ría de tro­pos del gé­ne­ro, pu­dien­do en­con­trar fa­bu­lo­sas co­me­dias ro­mán­ti­cas de ins­ti­tu­to co­mo Kaguya-sama wa Kokurasetai: Tensai-tachi no Renai Zunousen (2015−2022) de Aka Akasaka en la, en prin­ci­pio, en­fo­ca­da pa­ra adul­tos Young Jump, re­sul­ta di­fí­cil se­guir jus­ti­fi­can­do es­ta se­pa­ra­ción de­mo­grá­fi­ca se­gún si se di­ri­ge pa­ra hom­bres, mu­je­res, ni­ños y ni­ñas, in­clu­so si las re­vis­tas ja­po­ne­sas si­guen uti­li­zán­do­la por pu­ra funcionalidad.

No cuan­do el shō­jo nos ha da­do en los úl­ti­mos tiem­pos obras tan es­tu­pen­das co­mo Aoha Ride (2011−2015), de Io Sakisaka, Orange (2012−2015), de Ichigo Takano, o, ya del la­do de la de­cons­truc­ción de los tro­pos clá­si­cos, Ore Monogatari!! (2011−2016), de Kazune Kawahara, don­de el pro­ta­go­nis­ta es un ado­ra­ble gi­gan­tón más feo que pi­fio cu­yos úni­cos pro­ble­mas amo­ro­sos es su pro­pia in­ca­pa­ci­dad de creer­se que pue­dan que­rer­le, y Gekkan Shōjo Nozaki-kun (2011-), de Izumi Tsubaki, una co­me­dia don­de un chi­co de ins­ti­tu­to di­bu­ja un man­ga shou­jo sin te­ner nin­gu­na ex­pe­rien­cia ro­mán­ti­ca ni ser ca­paz de dar­se cuen­ta de que su ayu­dan­te es­tá per­di­da­men­te ena­mo­ra­da de él.

Gekkan Shōjo Nozaki-kun, de Izumi Tsubaki

Porque el shō­jo no son ojos gran­des, brilli-brilli e his­to­rias ro­mán­ti­cas. Ojos gran­des tie­nen ca­si to­dos los man­gas, el jue­go de lu­ces es prác­ti­ca­men­te in­evi­ta­ble con el en­tin­ta­do y las his­to­rias ro­mán­ti­cas exis­ten en to­das par­tes. Porque, al fi­nal, el pro­ble­ma no es la eti­que­ta, es que ha­ya quien, al en­fren­tar­se an­te un man­ga en­fo­ca­do a un pú­bli­co ju­ve­nil fe­me­nino, ha­ga una mue­ca de dis­gus­to mu­cho ma­yor que si se tra­ta­ra de un man­ga en­fo­ca­do a un pú­bli­co ju­ve­nil masculino.

Ahora bien, in­clu­so sin la po­pu­la­ri­dad del shō­nen, el shō­jo tie­ne obras im­por­tan­tes. No só­lo al Grupo del 24, sino to­da una pa­no­plia de au­to­ras, y al­gún au­tor por ahí per­di­do, que, en los orí­ge­nes del me­dio, hi­cie­ron mu­cho más por de­fi­nir las coor­de­na­das del man­ga mo­derno que sus com­pa­ñe­ros que es­cri­bían pa­ra ni­ños. Incluso si, fi­nal­men­te, quie­nes se lle­va­ron to­dos los lau­re­les fue­ron ellos.

Porque el shō­jo es una de­mo­gra­fía. Sólo una de­mo­gra­fía. Algo que no de­be­ría de­no­tar na­da pro­ble­má­ti­co. Pero, si al­go es ob­vio, es que se ha in­vi­si­bi­li­za­do sis­te­má­ti­ca­men­te las apor­ta­cio­nes de las au­to­ras al de­sa­rro­llo no só­lo de su ni­cho, sino de to­do el medio.

Incluso si, po­co a po­co, pa­re­ce ser que se es­tá in­ten­tan­do re­pa­rar ese error histórico.

Breve guía de lectura para despistados

I. El grupo del año 24: Mōto Hagio

La fa­mi­lia Poe, de Mōto Hagio
El co­ra­zón de Tomás, de Mōto Hagio
¿Quién es el 11º pa­sa­je­ro?, de Mōto Hagio
A Cruel God Reigns, de Mōto Hagio

II. El grupo del año 24: Takemiya, Kihara y Aoike

The Poem of Wind and Trees, de Keiko Takemiya
Toward the Terra, de Keiko Takemiya
Andromeda Stories, de Keiko Takemiya
Mari to Shingo, de Toshie Kihara
From Eroica With Love, de Yasuko Aoike

III. El grupo del año 24: Riyoko Ikeda

La ro­sa de Versailles, de Riyoko Ikeda
La ven­ta­na de Orfeo, de Riyoko Ikeda
Eroica – The Glory of Napoleon, de Riyoko Ikeda

IV. Pioneros del shōjo

Kurukuru Kurumi-chan, de Katsuji Matsumoto
Fuichin-san, de Toshiko Ueda
Fire, de Hideko Mizuno
Lemon & Cherry, de Yoshiko Nishitani
The Rows of Cherry Trees, de Macoto Takahashi
Asari-chan, de Mayumi Moroyama

V. Magical girls y otras formas de dar hostias

Himitsu no Akko-chan, de Fujio Akatsuka
Sailor Moon, de Naoko Takeuchi
Sakura Cazadora de Cartas, de Clamp
X, de Clamp
Ranma 12, de Rumiko Takahashi
Inuyasha, de Rumiko Takahashi

VI. El shōjo de hoy

Aoha Ride, de Io Sakisaka
Orange, de Ichigo Takano
Ore Monogatari!!, de Kazune Kawahara
Gekkan Shōjo Nozaki-kun, de Izumi Tsubaki

¡Gracias por leer mi ar­tícu­lo so­bre el shō­jo! Esta es la ter­ce­ra de una se­rie de ocho en­tre­gas so­bre man­ga que es­cri­bí pa­ra la tris­te­men­te di­fun­ta re­vis­ta Canino. La pri­me­ra es so­bre Osamu Tezuka y la se­gun­da so­bre el man­ga shōnen. Si te ha gus­ta­do, ¿pue­do pe­dir­te que te plan­tees do­nar o sus­cri­bir­te a mi ko-fi? Eso me ayu­da­ría a se­guir res­ca­tan­do y ha­cien­do otros ar­tícu­los co­mo és­te. Y si tie­nes ga­nas de más y no si­gues mi let­ter, se lla­ma Extraterrestre en­tre no­so­tros y tie­ne mu­cho con­te­ni­do que po­drías disfrutar.

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *