Etiqueta: existencialismo

  • Pero no oí ningún sonido de su boca

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    El ex­tran­je­ro, de Albert Camus

    Hoy, ma­ma ha muer­to. O tal vez ayer, no sé. He re­ci­bi­do un te­le­gra­ma del asi­lo: «Madre fa­lle­ci­da. Entierro ma­ña­na. Sentido pé­sa­me». Nada quie­re de­cir. Tal vez fue ayer. No se pue­de acep­tar de otro mo­do la muer­te de al­guien cer­cano, que­ri­do in­clu­so, por le­jano que es­te sea. La fría per­ple­ji­dad del que no sa­be que ha­cer, del que no en­tien­de que quie­re de­cir lo que se le co­mu­ni­ca, es la úni­ca po­si­ble res­pues­ta ha­cia el sin sen­ti­do esen­cial de la vi­da. Porque, si de al­go tra­ta la muer­te, es del ab­sur­do su­pre­mo co­ro­na­do por la muer­te: na­ce­mos pa­ra mo­rir, na­da quie­re de­cir. Es por ello que El ex­tran­je­ro es un tre­men­do ma­za­zo ha­cia to­do aque­llo que cons­ti­tu­ye el pen­sa­mien­to del ciu­da­dano me­dio ‑cris­tiano, kan­tiano y crí­ti­co, no de pen­sa­mien­to pe­ro sí de acto- des­ha­cién­do­lo has­ta sus mis­mas ce­ni­zas. No hay na­da en el mun­do más le­jos que una ra­zón esen­cial pa­ra vi­vir, sal­vo qui­zás el ci­nis­mo humano. 

    La vi­da ca­re­ce de un sen­ti­do ul­te­rior, ab­so­lu­to, el cual al­can­zar pa­ra Meursault. Esta vi­sión ho­rri­pi­lan­te pa­ra el co­mún de los mor­ta­les, ba­sa­da en el pá­ni­co de que só­lo exis­ta cuan­to nos acon­te­ce, es sin em­bar­go bas­tan­te go­zo­sa pa­ra és­te: aun cuan­do su vi­da es, bá­si­ca­men­te, ru­ti­na­ria pue­de con­si­de­rar­se fe­liz. Él tie­ne un tra­ba­jo que le sa­tis­fa­ce lo su­fi­cien­te pa­ra no con­si­de­rar­se una tor­tu­ra, per­pe­tra una se­rie de amis­ta­des qui­zás no muy acon­se­ja­bles pe­ro con un sen­ti­do de la leal­tad en­co­mia­ble y se ve con una chi­ca a la que qui­zás no ame, no lo sa­be, pe­ro des­de lue­go es ca­paz de ha­cer­le in­men­sa­men­te fe­liz. Pero sa­be que no hay na­da más allá de és­te ins­tan­te; to­do cuan­to exis­te in­de­ter­mi­na­do (pa­ra el Yo) es el pre­sen­te. ¿Cómo vi­vir con el sen­ti­mien­to trá­gi­co de la vi­da? Aunque Unamuno pro­pon­drían la ne­ce­si­dad de un dios, aun­que es­te fue­ra per­so­nal, lo úni­co que pue­de acep­tar nues­tro hé­roe es la ne­ce­si­dad de amar la vi­da so­bre to­das las co­sas; el amor por la exis­ten­cia es el úni­co puen­te que nos per­mi­te do­tar de sen­ti­do a la vida. 

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  • aquí estamos en la carretera

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    La exis­ten­cia es una ca­rre­ra, nues­tro ca­mino por la ca­rre­te­ra es lo im­por­tan­te, no el cuan­do o co­mo lle­ga­re­mos a nues­tro des­tino. Esto es lo de­be pen­sar el gran Monte Hellman, pues es ni más ni me­nos lo que ve­mos en el zeit­geist del prin­ci­pio de los 70’s que es Two-Lane Blacktop.

    El con­duc­tor y el me­cá­ni­co con­du­cen por to­do el país re­tan­do a ca­rre­ras a cuan­tos pi­lo­tos creen que pue­den de­rro­tar. Un día la chi­ca apa­re­ce y se que­da con ellos via­jan­do en bus­ca de nue­vas ca­rre­ras. Un día co­no­cen a un hom­bre al cual re­tan a una ca­rre­ra, le de­jan de­ci­dir a es­te el des­tino y de­ci­den ir a Washington, D.C.., quien ga­ne se lle­va el co­che del otro. El Chevy 150 con­tra el Pontiac GTO. Una ca­rre­ra de ho­nor don­de to­dos se pa­ran a char­lar y ce­nar jun­tos, no son enemi­gos, son alia­dos en una ca­rre­ra don­de so­lo uno pue­de ven­cer. Todo se vuel­ve cir­cu­lar. La chi­ca va del Chevy al Pontiac una y otra vez, pa­ra aca­bar yén­do­se sin nin­guno. El con­duc­tor so­lo ama a su co­che, o lo acep­tas o te vas. El Pontiac va re­co­gien­do au­to­es­to­pis­tas en una cí­cli­ca con­se­cu­ción de men­ti­ras, his­to­rias y per­so­nas que bus­can lle­gar a su destino.

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