El extranjero, de Albert Camus
Hoy, mama ha muerto. O tal vez ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: «Madre fallecida. Entierro mañana. Sentido pésame». Nada quiere decir. Tal vez fue ayer. No se puede aceptar de otro modo la muerte de alguien cercano, querido incluso, por lejano que este sea. La fría perplejidad del que no sabe que hacer, del que no entiende que quiere decir lo que se le comunica, es la única posible respuesta hacia el sin sentido esencial de la vida. Porque, si de algo trata la muerte, es del absurdo supremo coronado por la muerte: nacemos para morir, nada quiere decir. Es por ello que El extranjero es un tremendo mazazo hacia todo aquello que constituye el pensamiento del ciudadano medio ‑cristiano, kantiano y crítico, no de pensamiento pero sí de acto- deshaciéndolo hasta sus mismas cenizas. No hay nada en el mundo más lejos que una razón esencial para vivir, salvo quizás el cinismo humano.
La vida carece de un sentido ulterior, absoluto, el cual alcanzar para Meursault. Esta visión horripilante para el común de los mortales, basada en el pánico de que sólo exista cuanto nos acontece, es sin embargo bastante gozosa para éste: aun cuando su vida es, básicamente, rutinaria puede considerarse feliz. Él tiene un trabajo que le satisface lo suficiente para no considerarse una tortura, perpetra una serie de amistades quizás no muy aconsejables pero con un sentido de la lealtad encomiable y se ve con una chica a la que quizás no ame, no lo sabe, pero desde luego es capaz de hacerle inmensamente feliz. Pero sabe que no hay nada más allá de éste instante; todo cuanto existe indeterminado (para el Yo) es el presente. ¿Cómo vivir con el sentimiento trágico de la vida? Aunque Unamuno propondrían la necesidad de un dios, aunque este fuera personal, lo único que puede aceptar nuestro héroe es la necesidad de amar la vida sobre todas las cosas; el amor por la existencia es el único puente que nos permite dotar de sentido a la vida.
¿Por qué matar entonces a un árabe en la playa? Por justicia no fue, no tenía interés de ningún tipo en vengar los navajazos que sufrió su camarada y vecino Raymond por parte de ese árabe cabreado por el trato misoginia que dio a su hermana. Él simplemente vagaba sin rumbo por la playa con una pistola en el bolsillo, se encontró de frente con él; podría haberse ido. El árabe empuño su navaja. Un segundo, boom, y el silencio roto por otros cuatro disparos más. Nada quiere decir.
Neursault no siente nada y, en la cárcel, no es capaz de mentir: no sabe porque le hizo y no se siente afectado por lo que hizo. La vida, en su contingencia, le arrojo ante una situación en la que podía haber elegido una infinidad de posibilidad y eligió, seguramente, mal, ¿y qué? El hombre es libre para elegir su presente pero, una vez ha elegido una senda vital, todo pasado se convierte en un hecho de necesidad, se cristaliza en su conformación, a través del cual discurrirán los presentes-futuro. No hay razón alguna para que Neursault se arrepienta de nada: no hay Dios, no hay Historia, no hay Trascendencia; sin estancias absolutas ante las que responder nuestras acciones sólo nos incumben a nosotros. Bajo esta perspectiva se dirigirá en un tour de force de pura calamidad en la que sabe que el final es la muerte, aunque no lo desea, dándose cuenta hasta que punto siempre ha sido feliz a su manera. Neursault y Camus, a diferencia del jurado y el lector, saben que la felicidad no se da por conseguir trascendentes objetivos vitales sino por saber apreciar las pequeñas cosas de la vida tal y como nos son dadas, o tal y como las alcanzamos.
Durante su juicio el jurado cuestionara constantemente su reacción ante la muerte de su madre: indiferente, fría, distante; él no es un auténtico cristiano, es sólo un monstruo que no merece vivir entre los hombres porque no respeta la vida. Para estos mercachifles la vida es un valle de lágrimas, un tránsito hacia la muerte donde seremos reconocidos ‑por Dios, sí, pero también por nuestros iguales que en vida nos despreciaron- haciendo de la muerte el auténtico sentido definitivo de la vida. Ante esto reniega Meursault con fuerza, negándose a aceptar su cosmovisión del mundo para seguir con vida porque una vida bajo el esclavismo de la muerte, de la espera y veneración de la muerte, es peor que la muerte misma. Para él la única opción para vivir es ser feliz en el mundo, ser feliz aquí y ahora, aunque todo cuanto nos rodea sea contingente, absurdo y extraño; aunque el mundo devenga irracional es lo único que tenemos y, por ello, dotarlo de sentido propio es lo único que podemos hacer en él. Por eso Meursault es un hombre libre de espíritu, porque vive bajo sus propias condiciones aunque muera bajo las decisiones de otros mientras los demás sólo son esclavos gozosos de una muerte que se burla con indiferencia de sus pasiones. Porque el existencialismo no era un humanismo, porque el hombre es sólo un objeto más en el mundo que debe encontrar su verdadero camino sin respuestas esenciales.
Deja una respuesta