Existe cierta ambigüedad peligrosa en los sentimientos. Cuando intentamos pensarlos desde la razón caemos en pretender proveerlos de alguna forma de lógica a priori, como si fueran acontecimientos previsibles de antemano; cuando los declaramos ajenos a la razón caemos en lugares comunes como que «el amor es ciego», cuando lo único que es ciego es nuestra intención de rectificar nuestros prejuicios. El peligro inherente detrás de los sentimientos no es, por tanto, su ambigüedad, sino nuestra incapacidad para aceptar la dificultad de comprender su evolución. No existen principios absolutos de lo que significa estar feliz o triste o enamorado, menos aún para juzgar la conveniencia o ausencia de estarlo, ya que, de entrada, todo sentimiento es tan privado, polimórfico e independiente de la masa como el individuo mismo. Nadie siente del mismo modo exacto que ningún otro. De ahí que nuestros sentimientos sean problemáticos incluso para nosotros mismos, pues en ellos existe el germen de toda forma de transgresión.
El problema es la instrumentalización de los sentimientos que vivimos hoy en día. Cuando éstos van adquiriendo un lugar ya no predominante en la sociedad, sino en sus formas de control social, en sus costumbres, su valor se va degradando en tanto se convierten en formas institucionalizadas del poder. En nuestro mundo tenemos un ejemplo preclaro en la felicidad, donde existe cierta imposición final hacia ser —que no estar, radicando el problema en esa derivación verbal: se niega la posibilidad del sentimiento como un estado transitorio en favor de considerarlo una cualidad existencial— feliz, del mismo modo que en el fabulado por Yorgos Lanthimos en The Lobster ocurre algo similar con el amor, radicalizándolo hasta convertir la norma social en ley. La obligación de estar emparejado.