1. Aunque la mayoría preferirían poder olvidarlo por pura conveniencia, hubo un tiempo en que el cielo era rosa; no un tiempo pasado, un tiempo donde se podía respirar la noche durante el día. Aunque todos consigan olvidarlo, nosotros no olvidamos; la humanidad puede lanzarse al unísono a las vías del progreso, nosotros aún abrazamos los últimos estertores del día para imbuirnos en el congestionado rosa que aún titila en el mundo.
2. Amamos la violencia, la destrucción, el movimiento de obliteración. No tenemos cuitas, salvo los ríos de sangre y las vísceras recorriendo las calles; no tenemos órganos, sino cuerpos: no somos zombies, porque no encontramos alimento en la aniquilación ajena. En la autonegación del yo, de la vida, del mundo. Destruimos sólo para volver a crear, herimos sólo para sanar. (más…)
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Decir es también lo que no se dice. Sobre «Palabras» de Shinkichi Takahashi

No tomo tus palabras
simplemente como palabras.
Estoy alejado de eso. Escucho
lo que te hace decirlas—
lo que ellas quieren ser—
escucho.El reto de la poesía es decir aquello que no puede decirse, traer al mundo aquello que existe a pesar de no poder ser nombrado. En tanto arte esencial de la metáfora, y partiendo de que todo concepto antes de ser unívoco y conocido ha sido por necesidad una metáfora que evoca su sentido, la poesía tiene la función de crear el lenguaje de lo innombrable; todo lo que no se puede decir, porque no existen las palabras o la posibilidad de articularlas, es lo que debe decir el poeta. El poeta es el más bajo de los dioses y el más alto de los hombres. Aquel poeta que consigue dinamitar su tiempo y llegar más allá, entendiendo por poeta cualquiera que se apropie de la metáfora como casa y camino de aquello que no puede expresar, es el que ha logrado hacer de su arte algo que trasciende la grosería de pretender decir lo que todos sabemos con palabras equívocas. Poeta es quien dice algo oculto en las palabras corrientes, quien nos muestra aquello que no sabemos escuchar.
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Arte, entendimiento e interpretación. Sobre «The One» de Shinichi Osawa

Existen obras de arte que logran trascender todo límite de la racionalidad, porque no son reductibles de modo alguno a su propia condición primera en tanto trascienden su posición —las grandes obras de cualquier medio no se comunican en exclusiva con su medio, sino que lo trascienden y alimentan al resto — , provocando que cualquier intento de plasmar aquello que contienen deba darse a través de un acto de escritura auténtica: para hablar de las grandes obras es necesario ponerse a su altura. La comunicación se da, en exclusiva, en el encuentro creativo. Rebajar el nivel del discurso o dar pinceladas gruesas de lo que sólo se debe esgrimir como una cuchillada invisible que corta la plácida noche del espíritu no sólo atenta contra el arte, sino contra el hombre. Nada destruye de forma más sistemática el valor auténtico de una obra de arte que los buenos propósitos que dirigen la mirada obviando las pinceladas de sutilidad que son incapaces de percibir. La labor del crítico, del intérprete, del escritor, sería la de estar más allá de toda connotación, de todo subrayado que pueda concederse como evidente, para dirigir la mirada del lector hacia aquello que puede haber ignorado.
El crítico es un artista, pero por eso si sólo es capaz de hablarnos del «yo» sin comunicarnos algo que sintamos como propio es que ha fracasado como artista y, por extensión, como crítico. Si hacemos caso a Gilles Deleuze y «la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo», entonces la crítica debería ser capaz de trascender la figura solipsista para poder aprehender el espíritu de la obra. La tercera persona que nace en nuestro interior debe emanar de la obra. Toda crítica, todo intento de plasmar la realidad de una obra cultural o artística —lo cual incluye, como no podría ser de otro modo, a la filosofía — , debe definirse como literatura, como arte del arte mismo.
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Dolor deviniendo placer. Sobre «Ichi the Killer» de Takashi Miike

Rara vemos hemos representado de forma adecuada la compleja dimensión humana del dolor. Aunque siendo una constante biológica apremiante, e incluso teniendo una evidente utilidad como indicador de peligros inmediatos, el dolor ha tenido, de forma sistemática, una mala prensa que ha impedido ser explorada en toda su singularidad particular; el dolor sólo ha podido ser castigo o penitencia, expurgando cualquier otra posibilidad durante siglos. Que eso niegue o contradiga la experiencia inmediata del dolor, parece haber preocupado a muy pocos. El umbral que separa al placer del dolor está tan desdibujado, es tan nimio, que pretender hacer una separación estricta entre ambos acaba por resultar en un desequilibrio grotesco. No debería extrañarnos que toda representación del placer en el arte cristiano viniera o del éxtasis divino o del dolor; entre Santa Teresa y San Sebastián sólo media la diferencia de su erotismo: lo divino, lo orgasmico, o lo humano, el dolor. Al haber creado esa distancia icónica, falsa, entre las formas extáticas del placer, de lo divino y lo humano, hemos conseguido hacer irrepresentable lo mundano como fuente de placer: aquello que proviene del cuerpo, la sangre y el dolor, no puede ser si no ajeno del placer.
Como representación, el mayor logro de Ichi the Killer es el más extraño: ser una película sobre el dolor que no deniega la posibilidad del mismo como forma de vida, como encuentro con el placer. Partiendo de esa premisa, leer la película como representación de diferentes modos del dolor resulta lógico: Kakihara como dolor físico; Ichi como dolor emocional; y Karen como dolor lingüístico —su retorcer las convenciones idiomáticas al cruzar inglés, chino y japonés sería una muestra de sadomasoquismo lingüístico: hiere al lenguaje, lo retuerce, pero justifica su evolución en el proceso a través del dolor — , como los tres ejemplos paradigmáticos de la representación a través de sus personajes. En la película todo rebosa dolor por lo que hay de búsqueda de sus límites, haciendo del dolor algo que no nace sólo de lo estructural sino también de lo estilístico: maltrata la narración al confundir niveles de realidad y maltrata al lenguaje cinematográfico al escoger planos o efectos que distorsionan la imagen; maltrata al espectador también porque, sin dientes y chorreando sangre, a mitad ya está pidiendo que le pegue más fuerte. Su coherencia es augurar para todos los niveles implicados, incluso aquellos presentes al otro lado de la pantalla, la comunicación de una placentera experiencia de dolor.
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Sentimentalidad, épica y publicidad. Sobre «Free to Play» de Valve

¿Qué tiene la épica que es la estructura más antigua y que más ha perdurado a lo largo de la historia sin apenas cambiar? Pocas cosas tienen ese honor de infabilidad, de perfección: la rueda, el fuego, la épica, nada más. El hombre sólo ha inventado tres cosas perfectas para sobrevivir al tiempo. Quizás por eso, lejos de parecer inventos humanos —partiendo de que el fuego es, por definición, descubrimiento y no invento — , parecen más bien emanaciones de algo más perfecto, más absoluto, que lo que una mente humana puede concebir; la circularidad como símbolo del absoluto, la épica como historia de dioses caminando entre hombres. No es casual. No es casual porque la perfección remite a la perfección, la forma redunda en el contenido, y nada es más sencillo que asociar el círculo con la forma más alta de toda creación o la épica con los dioses y los héroes capaces de hacer tambalear los cimientos del mundo. Su inmensidad, su condición inaprensible pero natural, lo permite.
Hablar de Free to Play es hablar de un documental agradecido y sentimental, ni inmenso ni comprometido más que consigo mismo, donde se exploran los tejamanejes detrás no tanto de la estructura del juego profesional —lo cual requeriría no un documental, sino toda una serie estudiando sus implicaciones que aún no estamos viendo más que en germen — , como del primer torneo de Dota 2, The International, como punto de inflexión en el mismo. Punto de inflexión no sólo en la profesionalización de los jugadores, que ya conocían de patrocinios desde la era Counter-Strike/StarCraft, sino también para sus vidas; he ahí, en términos narrativos, su interés: la carga emocional de seguir a Benedict «Hyhy» Lim, a Clinton «Fear» Loomis y Danil «Dendi» Ishuti supera, con creces, el interés que pudiera suscitar, al menos sobre quien no tuviera un interés previo específico por los videojuegos, el análisis de la competición en sí. O lo que es lo mismo, su interés radica en lo sentimental.