Existen obras de arte que logran trascender todo límite de la racionalidad, porque no son reductibles de modo alguno a su propia condición primera en tanto trascienden su posición —las grandes obras de cualquier medio no se comunican en exclusiva con su medio, sino que lo trascienden y alimentan al resto — , provocando que cualquier intento de plasmar aquello que contienen deba darse a través de un acto de escritura auténtica: para hablar de las grandes obras es necesario ponerse a su altura. La comunicación se da, en exclusiva, en el encuentro creativo. Rebajar el nivel del discurso o dar pinceladas gruesas de lo que sólo se debe esgrimir como una cuchillada invisible que corta la plácida noche del espíritu no sólo atenta contra el arte, sino contra el hombre. Nada destruye de forma más sistemática el valor auténtico de una obra de arte que los buenos propósitos que dirigen la mirada obviando las pinceladas de sutilidad que son incapaces de percibir. La labor del crítico, del intérprete, del escritor, sería la de estar más allá de toda connotación, de todo subrayado que pueda concederse como evidente, para dirigir la mirada del lector hacia aquello que puede haber ignorado.
El crítico es un artista, pero por eso si sólo es capaz de hablarnos del «yo» sin comunicarnos algo que sintamos como propio es que ha fracasado como artista y, por extensión, como crítico. Si hacemos caso a Gilles Deleuze y «la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo», entonces la crítica debería ser capaz de trascender la figura solipsista para poder aprehender el espíritu de la obra. La tercera persona que nace en nuestro interior debe emanar de la obra. Toda crítica, todo intento de plasmar la realidad de una obra cultural o artística —lo cual incluye, como no podría ser de otro modo, a la filosofía — , debe definirse como literatura, como arte del arte mismo.
La anulación del yo se hace necesaria, porque está presente de una forma particular, en Shinichi Osawa, entre muchas otras cosas, por su infinita capacidad de transmutación. Si ya con su juego de identidades crea una diferencia que trasciende cierta coherencia personal, pues siendo Shinichi Osawa tiende hacia el house más ortodoxo mientras como Mondo Grosso se viste de gala para hacer el amor con los sonidos heredados de la música sudamericana del siglo pasado —lo cual, además, no deja de ser una herencia recibida por la obsesión japonesa cultivada en los 80’s por la bossa nova—, en el disco que nos ocupa, el revelador desde el título The One, redobla esa capacidad innata para estar más allá del más allá. Shinichi Osawa se nos presenta como el único, como la obsesión pop de un fundamento físico que por experimental resulta incognoscible y cercano al tiempo.
El japonés toma al asalto nuestras expectativas desde un principio haciendo un primerísimo primer plano en contra de nuestros prejuicios en Star Guitar, la cual viene muy bien acompañada por la voz de las Au Revoir Simone. ¿En qué queda la canción? En el himno tatuado en el alma de un músico polimorfo: el dj es la nueva estrella de rock; «¿saber diferenciar entre la electrónica que suena como pop o rock y el pop o rock que suena como electrónica? ¡No debería importarte, sólo deberías sentir lo que yo siento!» —parece gritarnos Shinichi Osawa, no sin mucha sorna. Por eso la canción tiene una premisa muy sencilla que se alarga y repite a lo largo de sus seis minutos, que es «debes sentir lo que yo siento / debes hacer lo que yo hago». Premisa sencilla, contenido mínimo, resultado efectivo. Aunque pueda parecer que nos está diciendo tan apenas sí nada, en realidad está trascendiendo la propia condición del autor como exegeta: viola las condiciones del pop (porque dura seis minutos) y de la electrónica (porque se guía por estructuras pop) para gritarnos desde el primer minuto que aquí se viene a conectar. Todo lo que sea pretender dar sin recibir, descubrir a través de ciencia infusa, está ya vedado. Todo lo que se pueda extraer debe ser a través de la experiencia que atraviesa el disco, la obra de arte, y no sólo del interés particular del que pretenda penetrar en él.
Aceptar eso como la premisa básica de The One, hilo de Ariadna que nos lleva por el laberinto de la mente del más hábil pero ecléctico de los dj’s actuales, es lo que nos permite comprender el desgarramiento del velo de maya que oculta la auténtica realidad que oculta la realidad detrás de todas las ideas prefijadas en el arte, y en no menor medida en la música, como caldo de cultivo de la diferenciación. Aquí no hay géneros, no hay conformaciones específicas preestablecidas, no hay siquiera autor, porque es polimorfo. Hay un vaciamiento absoluto de las formas que permite al músico anular su «yo» inmediato para convertirse en «él» que transmite, desde el interior de su música, el discurso a través del cual se representa. «Él», en sí mismo, es el discurso, pero no debe leerse como «yo». The One es el «yo» siendo borrado para convertirse en «Lo uno», la tercera persona, en la posibilidad de que los otros se reconozcan en aquello que hay de nosotros mismos en él.
Desde los delirios de ínfulas post-punk en State of Permission —la deliciosa síntesis de unos Motorama adocenados violando distraídamente Guy-Manuel de Homem-Christo— hasta la ortodoxia casi dolorosa de The Golden pasando por el ambient/glitch de The Patch, todo es invención, huida y estocada; no hay dos canciones que sean iguales, pero todas ellas comparten el ADN de quien las compuso.
The One se compone, en último término, como la verberatiba paradoja del ser, la composición artística que no nos enseña lo que ya sabemos, sino que nos desvela en clave metafórica aquello que no nos sabe decir con palabras simples ya no sobre el autor, sino sobre lo que es «él (uno)». La unicidad como el campo compartiendo donde aquel «él» nace de la extinción del «yo» que nos hace ser uno, «el uno», un «nosotros» donde compartimos algo más profundo y sustancial que la suma de nuestras partes. Es imposible (e infructuoso) pretender entender las grandes obras de arte, como es imposible (e infructuoso) pretender entender las grandes historias de amor, a través de leer en ellas sólo lo que ya sabemos a través del «yo»; no hacer literatura del arte, del amor y la vida es como pescar sin caña: volver a casa diciendo haberse divertido o quejándose de no haber conseguido nada, no excluye que el error nazca del que no ha querido involucrarse más antes que romper con todo y regresar.
Es, a fin de cuentas, un ejemplo de como autor y obra se diluyen en un continuum de luz infinita que baña la azulada mejilla del mundo para, en el proceso, conectar con nosotros si decidimos hacer aquello que hemos olvidado: mojarnos el culo para conseguir peces.
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