Etiqueta: Literatura

  • Ni cielo ni infierno en el mundo bajo los cielos. Lista (de listas) del 2017

    Ni cielo ni infierno en el mundo bajo los cielos. Lista (de listas) del 2017

    Vivir en el in­fierno tie­ne el pro­ble­ma de ha­cer im­po­si­ble ver más allá de có­mo evi­tar el do­lor, vi­vir en el cie­lo tie­ne el pro­ble­ma de ha­cer im­po­si­ble ver más allá de có­mo en­tre­gar­se al pla­cer. Tal vez por eso so­mos hu­ma­nos. Porque ha­bi­ta­mos el mun­do. Porque exis­ten mo­men­tos trá­gi­cos, pe­que­ñas ale­grías, gran­des de­cep­cio­nes y enor­mes sor­pre­sas. No exis­te na­da uní­vo­co. Incluso lo que pa­re­cía se­gu­ro to­da­vía pue­de sor­pren­der­nos; has­ta aque­llo que se mos­tra­ba co­mo in­fle­xi­ble pue­de rom­per­se pa­ra ge­ne­rar re­sul­ta­dos insospechados.

    Con to­do, el 2017 ha pa­re­ci­do un spin-off más bien ra­ro del 2016. Se nos han muer­to po­cos hé­roes, pe­ro mu­chos se han des­cu­bier­to co­mo mons­truos. Donald Trump (y tan­tos otros que nos caen más cer­ca) sigue(n) en el po­der, pe­ro no pa­re­ce que nos ha­ya­mos acos­tum­bra­do. Continúa la pe­sa­di­lla, pe­ro la pe­sa­di­lla ha cam­bia­do. Porque has­ta la par­te que tie­ne de sue­ño, ha si­do muy di­fe­ren­te: ha si­do un gran año pa­ra el vi­deo­jue­go, el ci­ne y la mú­si­ca. Parece que ha si­do al­go más ti­bio pa­ra la li­te­ra­tu­ra y la te­le­vi­sión. Es de­cir, to­do si­gue igual, pe­ro to­do es dis­tin­to. Hay cam­bios. No nos acos­tum­bra­mos y po­de­mos atis­bar la po­si­bi­li­dad de un cam­bio. Incluso si no sa­be­mos dón­de co­men­za­rá. O cómo.

    No nos ex­ten­da­mos más. Si vi­vi­mos en el mun­do, no en el cie­lo ni en el in­fierno, lo su­yo es que ha­blen quie­nes lo ha­bi­tan. Y de ahí la lis­ta: pa­ra co­ger el pul­so a lo que siem­pre se nos es­ca­pa una vez creía­mos ha­ber­lo com­pren­di­do. Porque eso es el mun­do. Un lu­gar ex­tra­ño y hos­til don­de, si pue­des so­bre­po­ner­te al ries­go, hay un mon­tón de for­mas de divertirse.

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  • Perdidos en un tiempo de otro mundo. Lista (de listas) del 2016

    Perdidos en un tiempo de otro mundo. Lista (de listas) del 2016

    Predecir tie­ne el en­can­to del equí­vo­co. Quien pre­di­ce creer te­ner cier­ta cer­te­za so­bre lo que ocu­rri­rá, ¿pe­ro quién pue­de sa­ber qué nos de­pa­ra­rá el ma­ña­na? Todos nues­tros pla­nes pue­den no ser­vir pa­ra na­da. Todo pue­de sa­lir del peor mo­do ima­gi­na­ble. Pero, con to­do, es im­po­si­ble vi­vir al día. Hay que ha­cer pla­nes. Hay que fa­bu­lar so­bre el fu­tu­ro. Es ne­ce­sa­rio vi­vir co­mo si, de he­cho, el fu­tu­ro fue­ra a alcanzarnos.

    Porque aquí es­ta­mos. En el fu­tu­ro. Y si el año pa­sa­do de­cía­mos que fue un año ra­ro, de tran­si­ción, hoy ca­be ha­blar del año que de­ja­mos atrás co­mo uno de te­rror e in­cer­ti­dum­bre. El prin­ci­pio del rag­na­rök. Donald Trump nos sa­lu­da des­de la ata­la­ya alt right, eu­fe­mis­mo pa­ra de­no­mi­nar al reac­cio­na­rio de to­da la vi­da, mien­tras a los hu­mo­ris­tas se les con­ge­la la son­ri­sa iró­ni­ca. Porque tal vez David Foster Wallace te­nía ra­zón. Tal vez el úni­co mo­do de com­ba­tir lo que ya no es­tá por ve­nir, sino que lo te­ne­mos ya en ca­sa, sea la sin­ce­ri­dad. Pero no sin­ce­ri­dad co­mo si­nó­ni­mo de de­cir la ver­dad, sino de mos­trar­se abier­to y em­pa­tí­co. Ser ca­paz de es­cu­char al otro e in­ten­tar en­ten­der por­qué pien­sa co­mo pien­sa. Porqué ha­ce lo que ha­ce. Incluso si sus ac­tos nos re­sul­tan re­pug­nan­tes. Incluso si, co­mo en el ca­so de Donald Trump, más que un ser hu­mano lo que pa­re­ce es una ma­la pa­ro­dia de to­do lo que es­tá mal en es­te mundo.

    Se nos mue­ren los hé­roes. Nos go­bier­nan mons­truos. Pero el ar­te in­sis­te en vi­vir en al­gún pun­to en­tre el op­ti­mis­mo com­ba­ti­vo y la ne­ce­si­dad de ar­ti­cu­lar len­gua­jes que nos ha­gan com­pren­der la reali­dad de otro mo­do di­fe­ren­te. Y no ha­bla­mos só­lo de Pokémon Go!. Pero to­do eso es lo que nos cuen­tan los co­la­bo­ra­do­res y ami­gos de es­te blog. Cada uno con tres ar­te­fac­tos, ca­da uno tram­pean­do más o me­nos las re­glas es­ta­ble­ci­das —¡y ben­di­tos sean por ha­cer­lo! — , han des­gra­na­do to­do lo que ha si­do el pa­sa­do que una vez fue fu­tu­ro en es­te pre­sen­te per­pe­tuo que son nues­tras vi­das. Porque al fi­nal lo úni­co que cuen­ta es la gen­te de la que nos ro­dea­mos. De si po­de­mos con­tar con los de­más cuan­do el fu­tu­ro no lle­gue del mo­do que es­pe­rá­ba­mos. Y, si esa es la cla­ve pa­ra la vi­da, en­ton­ces tal vez es­ta lis­ta du­ra­rá al me­nos otros sie­te años más.

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  • Cada día es del ladrón. O la sutil forma de hilvanar realidad y ficción de Teju Cole

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    En li­te­ra­tu­ra no siem­pre se lla­man a las co­sas por su nom­bre. Por ejem­plo, cuan­do un es­cri­tor se mas­tur­ba en me­dio de la pá­gi­na, no lo lla­ma­mos se­xo, sino «ejer­ci­cio de auto-ficción». No es ba­la­dí se­ña­lar esa cla­se de jer­ga pro­fe­sio­nal. Ayuda a dar con­tex­to. A fin de cuen­tas, só­lo así po­dría­mos en­ten­der por qué, al abrir el grue­so de los li­bros de au­to­res que to­man su pro­pia vi­da co­mo ma­te­rial pri­mor­dial de su tra­ba­jo (sea de fic­ción o no fic­ción), to­do lo que se pue­de apre­ciar es la cos­tra le­cho­sa de un eflu­vio vi­tal que ni nos im­por­ta ni nos apor­ta nada.

    ¿Qué hay de ma­lo en la mas­tur­ba­ción? Que es el vano in­ten­to de ha­cer pa­sar por real, por re­le­van­te, al­go que, en el me­jor de los ca­sos, de­be­ría que­dar­se en la in­ti­mi­dad de aquel que lo exhi­be. En el peor, re­tra­ta al que se mas­tur­be co­mo un idio­ta o co­mo un mi­se­ra­ble. Ahí ra­di­ca lo ma­lo. En que mas­tur­bar­se no es ha­cer li­te­ra­tu­ra, en que imi­tar la vi­da no sig­ni­fi­ca es­cri­bir bien.

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  • No hay entendimiento sin comunicación. Pensando «Chiisakobee» de Minetarō Mochizuki

    No hay entendimiento sin comunicación. Pensando «Chiisakobee» de Minetarō Mochizuki

    De palabras e imágenes

    Adaptar una obra es di­fí­cil. Dado que to­da his­to­ria se na­rra siem­pre con las he­rra­mien­tas pro­pias de su me­dio, la tras­la­ción re­quie­re una tra­duc­ción no só­lo de los tér­mi­nos, sino tam­bién de las he­rra­mien­tas. Es ne­ce­sa­rio en­con­trar el mo­do con que, al pa­sar de pa­la­bras a imá­ge­nes o so­ni­dos o cual­quier otra for­ma abs­trac­ta del pen­sa­mien­to, se co­mu­ni­que la mis­ma idea sin per­ver­tir­se. Sin que que­pa el ma­len­ten­di­do de con­ver­tir­se en otra co­sa.

    No sin iro­nía, el lec­tor es­pa­ñol no pue­de juz­gar Chiisakobee co­mo adap­ta­ción. O no aquel que no se­pa ja­po­nés, ya que la no­ve­la ori­gi­nal de Shūgorō Yamamoto no ha si­do tra­du­ci­da. Y así y con to­do, es in­ne­ga­ble que es un man­ga de­li­ca­do y pro­di­gio­so. Un per­fec­to ejer­ci­cio de sutilezas.

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  • Ni uno ni lo mismo. Sobre el dualismo y «El fogonero» de Franz Kafka

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    Existe cier­ta no­ción es­pu­ria de que to­do es­tá per­fec­ta­men­te com­par­ti­men­ta­do en di­co­to­mías in­di­so­lu­bles. Al hom­bre le co­rres­pon­de la mu­jer, a la no­che el día y del mis­mo mo­do en­con­tra­mos el fue­go jun­to al agua, la tie­rra con el cie­lo y la ver­dad con la men­ti­ra. Salvo por­que ese pen­sa­mien­to pu­ra­men­te oc­ci­den­tal, de rai­gam­bre he­ge­lia­na, nos man­tie­ne ata­dos a la con­ven­ción de en­ten­der siem­pre co­mo do­mi­nan­tes o do­mi­na­dos con res­pec­to del otro, co­mo si el in­ters­ti­cio, la ex­tra­ñe­za o el pun­to me­dio no exis­tie­ran. Como si de he­cho an­tes del día o la no­che no exis­tie­ran in­fi­ni­dad de gra­da­cio­nes —tar­de, no­che, ma­ña­na, me­dio­día, atar­de­cer, me­dia ma­ña­na: es­co­ja su or­den tem­po­ral fa­vo­ri­to y nom­bre ca­te­go­rías — , co­mo si el mun­do no fue­ra al­go más com­ple­jo que el eterno re­ver­so de lo mismo. 

    Eso se nos pre­sen­ta de un mo­do par­ti­cu­lar­men­te trá­gi­co en la li­te­ra­tu­ra. Cuando un es­cri­tor al­can­za cier­to éxi­to rom­pien­do con el dis­cur­so do­mi­nan­te de su tiem­po, cir­cuns­cri­bién­do­se en al­gu­na for­ma de van­guar­dia, siem­pre se le su­po­ne rom­pien­do de al­gún mo­do con la tra­di­ción. Lo cual es una gi­li­po­llez. En la na­rra­ti­va no exis­te la po­si­bi­li­dad de rom­per los cá­no­nes clá­si­cos en tan­to exis­ten co­sas que de­ben ser así y no de otro mo­do, sin po­si­ble an­ver­so de su re­ver­so, pues pa­ra que una his­to­ria lo sea ne­ce­si­ta te­ner al­gu­nos ele­men­tos esen­cia­les: con­flic­to, per­so­na­jes, re­so­lu­ción. Que esos ele­men­tos sean sim­bó­li­cos, es­tén en su au­sen­cia o sean uti­li­za­dos de for­ma iró­ni­ca es lo de me­nos; in­clu­so cuan­do es su pa­ro­dia o na­da más que su ne­ga­ción, to­do lo que pa­re­ce li­te­ra­tu­ra, to­do lo que se pue­de leer y es in­te­li­gi­ble pa­ra al me­nos una per­so­na apar­te de quien lo ha es­cri­to, es, en úl­ti­ma ins­tan­cia, na­rra­ti­va. Y por ex­ten­sión no rom­pe, sino que em­pu­ja, las fron­te­ras de lo po­si­ble en su campo.

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