En literatura no siempre se llaman a las cosas por su nombre. Por ejemplo, cuando un escritor se masturba en medio de la página, no lo llamamos sexo, sino «ejercicio de auto-ficción». No es baladí señalar esa clase de jerga profesional. Ayuda a dar contexto. A fin de cuentas, sólo así podríamos entender por qué, al abrir el grueso de los libros de autores que toman su propia vida como material primordial de su trabajo (sea de ficción o no ficción), todo lo que se puede apreciar es la costra lechosa de un efluvio vital que ni nos importa ni nos aporta nada.
¿Qué hay de malo en la masturbación? Que es el vano intento de hacer pasar por real, por relevante, algo que, en el mejor de los casos, debería quedarse en la intimidad de aquel que lo exhibe. En el peor, retrata al que se masturbe como un idiota o como un miserable. Ahí radica lo malo. En que masturbarse no es hacer literatura, en que imitar la vida no significa escribir bien.
Eso no significa que escribir sobre la propia experiencia sea necesariamente malo. Existen personas que saben hacerlo bien. Y entre esos escritores de sí mismos que dejan a la puerta el yo, que les interesa más contar una historia que mirarse sus genitales, está Teju Cole.
Acudir a su bibliografía nos demuestra que no hay nada intrínsecamente negativo en inspirarse en la propia vida. Ciudad abierta era una novela sobre su vida en la ciudad de Nueva York vagamente ficcionalizada del mismo modo que Cada día es del ladrón es su viaje a Nigeria sin ficcionalizar (aparentemente) en lo más mínimo. ¿En qué se diferencia entonces con respecto de otros autores que ponen sus vivencias sobre el papel? Que Cole no se masturba. O no lo hace en público. Porque la diferencia entre el exhibicionista que se masturba en público y el escritor que parte de su propia vida es que, donde el primero sólo mira por su propia satisfacción, el segundo se mira a sí mismo para poder hablar de otras cosas. Para poder hacer, contra todo pronóstico, literatura.
En ese sentido, Cada día es del ladrón no es un retrato del reencuentro con sus raíces por parte del escritor. No pretende serlo. El libro es un retrato de Nigeria, del capitalismo, de las miserias cotidianas; un intento de mostrarnos cómo es el mundo cuando no miramos. Cómo las contradicciones internas de todo discurso están siempre ahí, presentes, porque toda verdad es sólo una minúscula parte de una forma particular de ver el mundo.
Para lograr eso el autor horada en su propia experiencia. Poniéndose en primera persona, pero no enfocándose en ella. Algo que ya ocurría en Ciudad abierta, donde Cole está ahí porque es él quien recorre las calles que intenta retratar. Aquello a lo que pertenece y es ajeno. Pero aquí es diferente. Aquí tiene la pretensión no de retratar la psique de un individuo, sino la de todo un país. Que es un individuo formado por infinidad de individuos e historias.
Eso hace más difícil Cada día es del ladrón. Menos clásico, si se prefiere. Su retrato de Nigeria debe ser inclusivo pero no metafórico, debe verse en las historias de las personas, pero retratar al propio país. Y para hacerlo, nos va narrando diferentes historias que se hilan a dos niveles, el conceptual y el narrativo, que van en todo momento en común. El narrativo es evidente, pues todos los encuentros suceden catalizados a través del autor, pero el conceptual no lo es tanto, porque requiere pensar en el subtexto del libro. En la potencia oculta del mismo.
¿Cuál es ese subtexto? La idea de que la relación del nigeriano medio con su contexto es mediada a través no de la tradición o la ideología, sino del capital. O para ser más exactos, del soborno.
Con todo, eso no significa que el libro se resuma en «Nigeria es un país corrupto». No es tan sencillo. Aquello que nos muestra es un país absolutamente abnegado por la idea de que el soborno, la propia o como se quiera llamar al intercambio monetario en contextos poco claros, es el verdadero motor para hacer que las cosas funcionen. Si quieres que algo se haga rápido, ¿por qué no ibas a pagarle a alguien una pequeña suma extra? ¿A quién perjudica eso?
Esa es la mentalidad que impera en Nigeria. Y si Cole se pone en primer plano, además de para hilarlo todo en un contexto común no ensayístico, es porque sirve para contrastar lo que ve con lo que siente a través de sus ideas occidentales. Él, como nosotros, difiere con la visión de los nigerianos. Donde ellos no ven nada malo en la corrupción, pues no es nada más que la extensión lógica del capitalismo, nosotros vemos una degradación moral de la sociedad, la imposibilidad de conformar un estado social fuerte. Pero en esa disyuntiva, ¿cómo podríamos justificar que nuestra visión es más verdadera que la suya? A un nigeriano que debe sobrevivir en ese sistema, ¿en qué le beneficiaria ser honrado al estilo occidental si eso sólo perjudica y lastra su vida de diario? Y un occidental que debiera vivir en ese mismo contexto, ¿no acabaría cambiando su propia visión del mundo para adecuarla a lo que está ocurriendo ante sus ojos?
Entre la forma de mirar del nigeriano que se marchó del país temprano y la forma de mirar del nigeriano que nunca ha salido del país existe no sólo un océano de diferencia, sino todo un mundo. Todo un modo de articular su mirada. Porque no hablamos de cuál de los dos mundos es mejor, hablamos de la dificultad de intentar acompasar nuestra forma de ver el mundo con un mundo que genera una forma de ver completamente diferente.
Eso nos lleva, inevitablemente, al tema del colonialismo. En el contraste entre los dos mundos. Mientras que el estado y Nigeria se muestran indiferentes ante su propia historia, la iniciativa privada y Occidente han hecho todo cuanto ha estado en su mano por preservar e incentivar la cultura propia del país. No sólo producir una nueva-vieja cultura occidental a la cual se añade una sutil patina exótica en forma de africanismo, sino también preservar un legado al cual los propios nigerianos son indiferentes. Revelación que nos pone al límite de nuestra propia forma de ver el mundo.
Todos sabemos que el colonialismo es malo, pero es imposible negar que, de no haber sido expoliado el país, sus museos seguirían sin mostrar su legado cultural. Seguiría siendo invisible. Si es que no saqueado, destruido o ignorado. A ojos de Cole, si siguen preservando parte de su legado y sabemos algo de la historia antigua de Nigeria, no es por los usos perezosos del estado —que no hace nada, porque tampoco ve que le vaya a generar ingresos — , sino por los esfuerzos de los historiadores occidentales que han querido revelar lo máximo posible de esa tierra antigua. En cualquier caso, eso nos lleva hasta una nueva pregunta, ¿es legítimo el colonialismo en tanto aporta valores universalmente positivos o no deberíamos actuar de forma paternalista con ellos incluso si eso implica una pérdida para toda la humanidad en su conjunto? No hay respuesta simple aquí. Y porque no la hay ha sido posible escribir un libro tan complejo, lúcido e interesante como Cada día es del ladrón.
De ahí la diferencia entre Cole y los masturbadores crónicos disfrazados de escritores. El nigeriano-americano construye un precioso ejercicio de estilo donde, sin apuntar con el dedo explícitamente, nos da las claves de lo que implica el capitalismo y el atraso para un país intentando ponerse a la altura de un mundo globalizado, pero que difícilmente puede hacerlo a la velocidad que se mueve el mundo. Él no es más que el objeto que nos permite seguir sus pensamientos. Pensamiento encarnado. No la razón de ser del libro, sino su excusa.
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