La vida nuestra, la vida entera está allí
como… como un acontecimiento excesivo.
— Herberto Hélder
Existen libros concebidos para originar discusiones. No para disfrutarlos o pensar con ellos —aunque, en última instancia, también sea posible hacerlo — , sino para discutir, abiertamente, ante lo irreconciliable de sus ideas con los supuestos esenciales que tenemos al respecto de un determinado tema. Pero está bien que así sea. El cerebro, como cualquier otro músculo, necesita de su propia forma de gimnasia si no quiere atrofiarse. Y si bien la reflexión es un buen modo, la discusión es otro incluso mejor. Porque cuando nos vemos en la obligación de refutar los argumentos de otro, por peregrinos o extravagantes que puedan resultarnos, necesitamos estructurar un relato coherente a partir del cual descubrimos en qué no estamos de acuerdo con el otro. Y también en lo que sí. Porque no siempre pensamos lo que creemos que pensamos.
En ese sentido, discutir con Un acontecimiento excesivo resulta inevitable. Su acercamiento hacia la narrativa es árido, verborréico, excesivo. Apenas sí deja asideros para el lector. Y cuando lo hace, que no es tan a menudo como estamos acostumbrados, siempre es partiendo de esa distorsión del contenido que hace difícil situarse en la acción. Como no podría ser de otra manera, ahí es donde reside su encanto.
En la obra de Javier Avilés (tanto la narrativa como la crítica) existe la necesidad no de diseccionar las formas narrativas, sino de disolverlas. Meterlas en ácido y, a través del barboteante resultado en descomposición, formular nuevas formas de abordar las historias.
Como es evidente, eso también genera sus propios problemas. Y es que no siempre es fácil leerle. Pero para aquellos que no confundan al cazador con la presa, al escritor con el siervo, encontraran que lo más estimulante de leerle es, precisamente, su dificultad: donde otros autores sólo aplican una plantilla prestablecida basándose en regurgitar un Aristóteles pasado por el (mal) filtro tardomedieval, Avilés busca abrir nuevos caminos. Intenta descubrir el modo de contar historias que remitan, desde su propia estructura, cada una a su propia manera, al sentido mismo de lo narrado.
Eso le hace complejo, pero también interesante. Algo en lo que Un acontecimiento excesivo no es ninguna excepción, pues merece el esfuerzo que nos exige. Esfuerzo que implica pasar por apreciaciones de la historia abordadas por personajes desbordantes, que parecen existir en varios planos dimensionales de orden horizontal que se van superponiendo entre sí, haciendo que la novela sea, en términos holísticos, básicamente ininteligible hasta acabar una primera lectura. O una segunda, para quienes no tengan memoria (e intuición) suficiente como para ir recolectando las pequeñas banderas temático-narrativas que va dejando caer aquí y allá, de forma más explícita de lo que parece, el propio autor del texto.
A fin de cuentas, Avilés es un autor menos iconoclasta de lo que parece. O de lo que se hace ver que es. Todo su proceso de derrumbamiento de las bases narrativas clásicos no es con el propósito de imponer las propias, como ISIS en Nínive, sino para hacer evolucionar unos procesos que se han vuelto vagos y acomodaticios, como la teoría de la destrucción creativa de Schumpeter. En otras palabras, arrasa con lo prestablecido porque lo encuentra insatisfactorio e inútil, no porque esté ideológicamente en contra de cualquier forma posible de narrativa.
O cuanto menos, Un acontecimiento excesivo no lo está. El corazón auténtico de la novela no radica en su dificultad o en sus acontecimientos, sino en cómo se ordena de forma orgánica su contenido disponiendo los acontecimientos a través de la forma. Haciendo ininteligible todo lo ocurrido si no tenemos hacemos un ejercicio de análisis metatextual en el cual seguimos lo que ocurre con cómo ocurre.
Sólo bajo ese paradigma, si se quiere, posmoderno —que no lo es, porque ya nos haría falta ese paradigma para entender cualquier texto predecimonónico — , es posible entender lo que tiene que ofrecernos la novela. Necesitamos aproximarnos no como lo haríamos a una novela de género, algo que tiene una estructura más o menos predefinida sea ese género fantástico o realista, pero tampoco como lo haríamos a un ejercicio de satanismo literario, algo que implica nada más que vomitar bilis negra sobre la posibilidad misma de la narrativa. Requiere una aproximación diferente. Requiere descubrir las reglas del juego y volver sobre el texto aplicándolas en una segunda vuelta. Algo que implica, necesariamente, inteligencia y sensibilidad ante una historia difícil de sumarizar, pero que existe, en las simas profundas de un texto donde fondo y forma van unidos en un todo que no se deja apresar fácilmente. Como si a La casa de hojas le sacáramos los juegos tipográficos y le añadiéramos una prosa menos preocupada en gustar a todo el mundo.
Un acontecimiento excesivo no es un libro para todos. Tampoco pretende serlo. Es un libro con el que hay que discutir, pelearse a cara perro y sacarle, a golpes, exhaustos por el esfuerzo, las claves para entenderlo. Sólo después de eso, de haber intimado, es posible pensar y dialogar con él de una forma amistosa. Porque eso es el arte. Aquello que nos sacude más allá de nuestra zona de confort.
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