De palabras e imágenes
Adaptar una obra es difícil. Dado que toda historia se narra siempre con las herramientas propias de su medio, la traslación requiere una traducción no sólo de los términos, sino también de las herramientas. Es necesario encontrar el modo con que, al pasar de palabras a imágenes o sonidos o cualquier otra forma abstracta del pensamiento, se comunique la misma idea sin pervertirse. Sin que quepa el malentendido de convertirse en otra cosa.
No sin ironía, el lector español no puede juzgar Chiisakobee como adaptación. O no aquel que no sepa japonés, ya que la novela original de Shūgorō Yamamoto no ha sido traducida. Y así y con todo, es innegable que es un manga delicado y prodigioso. Un perfecto ejercicio de sutilezas.
En Chiisakobee seguimos la historia de un arquitecto intelectual (por interés en los límites posibles del espacio físico, no de las posibilidades conceptuales de la arquitectura) que ve cómo, al poco tiempo de volver a la casa familiar después de vagabundear durante años, sus padres y buena parte del barrio desaparecen en un terrible incendio. Y con ello se ve en la obligación de llevar el negocio familiar, una empresa de carpintería artesanal, hacia un nuevo resurgir. Dado que esa herida abierta no es sólo de Shigeji, el protagonista, sino de todo el barrio, la historia nos narra los lazos que se crean cuando todo se destruye. Cómo se reconstruye una vida cuando no queda nada para hacerlo.
Minetarō Mochizuki narra, a través de Shigeji, la historia de todos los afectados por el fuego. De Ritsu, que entra a trabajar como encargada de la casa. De los niños abandonados del barrio, que son malos como un demonio y de los cuales se encargará Ritsu por cierto sentimiento de obligación hacia ellos. De Yûko, hija del director del banco local, profesora infantil y educadora de esos niños que fueron expulsados de la escuela. Y en otro todo ese maremágnum de disfuncionalidad, Shigeji, además de lidiar con la pérdida de sus padres y con las dificultades de llevar adelante la empresa familiar, tendrá que descubrir quién o qué desea ser para sí mismo y para cuántos le rodean. Qué quiere ser en relación con la comunidad que representa su barrio.
En cómo se ha trasladado en imágenes el pensamiento de cada personaje es donde Mochizuki demuestra ser un autor excepcional. Eligiendo siempre planos poco obvios, centrándose en detalles específicos del cuerpo —los brazos, las espaldas, los culos, los muslos — , logra crear un extrañamiento por el cual nunca se sabe del todo qué están pensando o sintiendo los personajes. Toda la planificación visual se desvela a través del ocultamiento. Si además le sumamos el flujo de pensamiento del propio Shigeji, desordenado y parcial, todo va generando un dulce enrarecimiento del ambiente que hace parecer familiar al escenario pero, al mismo tiempo, profundamente distante.
Con todo, nunca termina de romper con lo inmediato. Sus personajes son excéntricos, ocultan sus sentimientos —salvo que ese ocultar, esa negativa a mostrar los rostros (como en el caso de Shigeji, que con su barba y sus greñas ni siquiera requiere salir de plano para que no le veamos), es más reveladora que cualquier mirada — , pero siempre se mantienen dentro de lo plausible. Son extraños, pero las circunstancias son tan excepcionales que hacen creíble sus comportamientos.
Es imposible juzgar si Chiisakobee es una buena adaptación. Imposible para el lector español, al menos. Pero ni siquiera es necesario hacerlo. A fin de cuentas, todas las posibles dudas al respecto se disuelven en la forma: habla no como una novela, sino como un manga. Y para ello habla como una novela y habla como un manga. No una, sino las dos.
Hablar requiere entender más allá de las palabras
Habla como una novela porque también las palabras son importantes. Pero, en ocasiones, las palabras no son suficientes. No importa cuánto queramos decir algo, cuánto deseemos arreglar o hacer ver nuestro punto de vista, porque sabemos que las palabras o serán malentendidas o no serán capaces de alcanzar lo que queremos decir. Por eso recurrimos al discurso indirecto. De ahí que en la ficción, como en la realidad, hablemos de otras cosas para hablar de lo que realmente nos importa: cómo nos sentimos, qué es lo que estamos pensando, por qué el mundo parece siempre escurrirse entre nuestros dedos. Algo que se insinúa en palabras, acciones y pensamientos.
Según va desarrollándose la historia es fácil comprobar cuál es el tema que atraviesa la obra: la dificultad de abrirse a los otros. De expresar los lazos tácitos que nos unen. Algo evidente en la actitud tozuda de Shigeji —con un correlato exacto en la no menos tozuda Ritsu — , que desarrolla, al estilo novelesco, apilando capas de significado. ¿Cómo expresar la incomunicación en un cómic? Haciendo que no se comuniquen. Combinando lo literario (el pensamiento, el diálogo) con lo visual (el lenguaje corporal) contradiciéndose entre sí.
Contradicción que resulta en el germen de la tragedia. En la dificultad de la comunicación como fuente de todos los males. O cuanto menos, del recrudecimiento de los mismos.
Ningún personaje da su brazo a torcer. Nadie habla sobre sí mismo. El jefe de obra es tentado por otras empresas, quienes se pretenden amigos de la familia sólo piensan en darle una lección a Shigeji, Ritsu se siente demasiado acomplejada de sí misma como para no acabar sumiéndose en una obsesiva rémora de rencillas pasadas. Y en medio de todo ese fuego, Shigeji duda, cede, concilia: intenta ser el que lo hace todo, aunque le acusen de ser un egoísta que no piensa en los demás. Es el único que desde el principio busca descubrirse en relación con quienes le rodean. Ir más allá de su yo egoísta. De ahí que sea el protagonista, pero también un personaje trágico: pretende hacer de nexo de unión de los demás, intentando que todo marche, aun siendo a costa de sí mismo.
De ahí sus arranques violentos. Shigeji en todo momento pone por delante a todos los demás (la empresa, los niños, Ritsu) y por ello, pisoteando sus propias necesidades o sentimientos —probablemente, un interés particular por Yûko — , acaba sintiéndose tan frustrado que cualquier cosa le molesta o le hace sentirse dolido. Por cuidar de los demás, olvida cuidar de sí mismo.
He ahí la ironía. Al que todos acusan de tozudo, de no pensar en los demás, de querer hacerlo todo por sí mismo, es quien intenta, con más ahincó, ponerse en el lugar del otro. Aunque no siempre lo logre.
En los supuestos muere el entendimiento
El problema es que nada hace más daño que las suposiciones desafortunadas. Cada vez que inferimos que el comportamiento de otra persona se debe a algo que no podemos confirmar, dando por hecho que nuestras suposiciones están en lo cierto, la estamos colocando en la posición de una intencionalidad que no tiene por qué tener. Vemos sus actos desde una perspectiva falseada. Nosotros creemos que una persona hace algo por «x» o «y», pero perfectamente puede estar haciéndolo por algún otro motivo que nos es desconocido. Ese es el peligro de presuponer la intencionalidad ajena. En tanto no conocemos su pensamiento, en tanto no vemos la totalidad del cuadro, es fácil confundirlo.
Chiisakobee está repleto de estos entendimientos tácitos. Incluso si ha sido gente que difícilmente ha podido entenderse en el pasado. Es por eso que, tras el incendio de la obra en la que estaba trabajando la compañía Daitome, Shigeji debe enfrentarse contra sus propias convicciones: ceder ante los demás o seguir siendo un cabezota. Ser sólo otro más o el pilar que sostenga la comunidad.
El problema es que nada es tan sencillo. Lo que los demás interpretan como pura cabezonería por su parte en realidad es un intento desesperado de salvar los muebles, de no cargar de culpa o responsabilidades a los demás, arrogándose a sus espaldas todo lo ocurrido. Quiere levantar Daitome por sí mismo no porque sea un egoísta, un cabezón o una mala persona, sino por su mala conciencia de haber abandonado al barrio y sus padres, sabiendo que el heredaría la empresa, haciendo su parte en la reconstrucción del barrio después del incendio que ha asolado la vida tal y cómo la conocían. De ahí también que, ante el descubrimiento, la actitud de todos hacia Shigeji cambie, incluso si el no alcanza a comprender la razón.
Eso no significa que no siga habiendo malentendidos. Entendimientos tácitos. Sólo que una vez resuelto el plano material, aquello que tenga que ver con el futuro de la empresa —que era, a fin de cuentas, el disparadero de la acción, pero no el conflicto último — , puede centrarse en el importante: el sentimental.
Eso explica también cómo evoluciona la relación de Shigeji con Ritsu. Si bien su intimidad va creciendo con el tiempo, poco a poco sus dinámicas personales parecen los ecos de un viejo matrimonio que no parece entenderse del todo. A eso ayudan las suposiciones, los rumores, el no hablar con el otro. Shigeji supone que Ritsu piensa de él de un modo completamente negativo, algo lógico dada su propia inseguridad y la actitud funesta prácticamente permanente de la que hace gala ella; Ritsu piensa que Shigeji está enamorado de Yûko, algo lógico dada su propia inseguridad y los rumores que circulan al respecto. Pero si ella está siempre de morros es porque siente algo hacia Shigeji, quien cree que está enamorado de Yûko, y en relación a esa actitud Shigeji cree que Yûko la desprecia.
No es el único supuesto. Ocurre lo mismo en la relación con los niños, con el padre de Yûko, con otra gente del barrio. Toda la red de relaciones se sustenta sobre ese barniz de suposiciones elocuentes que, en verdad, no dicen nada. Porque en vez de plantarse, dirigirse al otro y preguntar directamente, todos los personajes prefieren suponer, acudir a terceros y seguir aumentando la bola de rumores, supuestos y conjeturas.
Ese es el problema de los entendimientos tácitos. Que incluso si conocemos a la otra persona, presuponer que siempre sabemos cómo se siente o cómo piensa es un error que puede llevarnos a la ruina.
No hay comprensión sin comunicación
Y es que aprender a hablar es difícil. No sólo aprender a hablar en el sentido de «articular frases coherentes con significado», sino en el más complejo significado de ser asertivo. Porque si bien todos sabemos hablar, bien que mal, eso no implica que sepamos cuándo o cómo hacerlo. Porque del hecho de articular frases con sentido a saber expresar lo que sentimos dista un abismo mucho mayor que el mero aprendizaje gramatical. Implica aprender a ser nosotros mismos, a saber cómo comunicarnos con los otros. Implica aprender a escribir, ya sea con imágenes o con palabras.
Al llegar hacia su final Chiisakobee va disolviendo su extrañeza. Su gramática es cada vez más clara, menos oscura. En otras palabras, la selección de planos es ahora menos desconcertante, la voz interior de Shigeji tiene cada vez menos presencia.
Como ya hemos señalado, durante todo el manga abundan los planos cerrados, primerísimos primeros planos de manos, nucas o piernas. También planos de los personajes de espaldas o con su cara tapada. Algo que va en consonancia con Shigeji, con su aspecto medidamente descuidado —diseño que no tiene nada de casual, aunque no tenga nada que ver con los ecos hípsters que parecen querer ver los críticos más perezosos, en tanto tiene una función narrativa por sí mismo — , pero que comparten de uno u otro modo todos los personajes. Y esa disminución de esa clase de planos es porque, según va llegando el clímax, todos los personajes comienzan a abrirse, ser sinceros con sus sentimientos y, finalmente, pasar página siendo capaces de retomar sus vidas.
Si bien el final está dedicado de forma prominente a Ritsu, la cual acaba cobrando más protagonismo que el propio Shigeji, las tramas se van cerrando con una naturalidad pasmosa. Respira. Al llegar hasta aquí sentimos que alrededor del incendió que comenzó la acción ha surgido algo nuevo, se ha formado una familia. Igual que al quemarse un bosque las plantas que crecen después usan las cenizas como abono, Shigeji encuentra en el incendio de Daitome la posibilidad de crecer como persona. De crear su propia familia.
En el proceso, Ritsu lidia con sus conflictos internos. Siendo el único verso suelto del lugar, todo se precipita hacia ella: todos la consideran la señora de la casa, los niños la ven como si fuera su propia madre e incluso Shigeji la prefiere sobre Yûko. Algo que le cuesta aceptar.
De ahí también el progresivo desvelo. Cuando todos aceptan que su situación ha cambiado, que son otras personas y que ahora conforman una familia, otra familia, todo acaba normalizándose de forma natural. Lo cual incluye la planificación visual de la obra. Porque ahora, tanto literaria (los pensamientos de Shigeji) como visualmente (los planos extraños), todo ha sido desvelado. Nadie se oculta, todos dan la cara.
En el caso de Shigeji, literalmente.
Es imposible sumarizar en pocas palabras Chiisakobee. Si lo hiciéramos, si dijéramos que es la historia de cómo un grupo de personas aprenden a amarse y conforman una familia a partir de los cimientos de su pérdida, sonaría como algo demasiado común o banal. Tal vez porque lo común o banal lo es precisamente porque es lo más importante. Por eso quedémonos con que Mochizuki ha firmado en cuatro tomos un manga imprescindible ya no para el interesado en el medio, sino para cualquiera que desee leer una gran historia contada de forma excepcional. Sea o no una buena adaptación, algo que, de todos modos, no podemos saber.
En otras palabras, Chiisakobee es una gran historia sobre cómo cada pérdida es siempre la posibilidad de aprender a evolucionar en otra forma de ser nosotros. Porque nosotros, ser con los otros, es lo único que somos.
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