España nunca ha sido un país europeo. No del modo en que se evoca Europa en la cabeza de las personas. Geográficamente estamos lejos de su exuberancia (pues carecemos de bosques que se pierden hasta donde alcanza la vista) ni hemos ido culturalmente en paralelo con los demás países (ya que esquivamos con bastante gracia tanto el romanticismo como el liberalismo, pagando las consecuencias de un colonialismo temprano). España es la Europa del resuello, de la otredad, de la extrañeza. La tierra donde, para salir al exterior, siempre ha mirado hacia dentro: hacia el desolador vacío de sus pueblos.
La España vacía es el relato de ese país. O más que el relato, la búsqueda del relato que pueda explicar el motivo por la cual desde la España llena, desde la villa, siempre se ha percibido la vida en los pueblos como algo salvaje, monstruoso e indeseable. Y lo hace no recurriendo a mitos o leyendas. Tampoco volviendo al pasado para encontrar una razón histórica primera. Ni Sergio del Molino es historiador ni tiene pretensión de actuar como tal. Su primera parada, tras la indispensable puesta a punto del tema que es la introducción de cualquier ensayo —donde ejerce no una labor histórica, sino narrativa, situándonos en el contexto del Gran Trauma: el vaciamiento de los pueblos, el crecimiento de las ciudades, la homogenización de la vida; algo ya sabido por cualquiera, pero que transigimos por las necesidades internas del texto — , no es en ningún lugar remoto del imaginario colectivo, sino en un lugar remoto de la crónica negra patria: el pequeño pueblo de Fago.
Habla de crimen para hablar de la imagen que tenemos del exterior. De aquel lugar donde todo está despoblado y es mustio, donde todo es extraño y hostil. Pero donde para el resto de países europeos la hostilidad viene siempre del exterior, del invasor o el refugiado, para los españoles ese extraño provenía de un exterior más íntimo, del exterior-interior que significa la España vacía de los pueblos.
De ahí Fago, el pueblo de (según censo del 2015) 25 habitantes en el cual un vecino mató a sangre fría al alcalde por ningún motivo comprensible para nadie de fuera del pueblo. También comenzar hablando de (y volver varias veces sobre) Perros de paja, esa obra maestra de Sam Peckinpah donde una pareja se muda al pueblo de ella para acabar siendo asediados por sus vecinos, que son retratados como seres repulsivos y monstruosos. Entes asilvestrados capaces de matar por motivos que escapan a la comprensión de las sensibles gentes de ciudad. Algo que nos remitiría también al grueso de los relatos de H.P. Lovecraft, obsesionado con el exterior y la malignidad —que no eran sólo los dioses exteriores o los negros, como dicen los críticos menos avispados, sino también la gente de pueblo, los extraños: aquellos que no viven según las civilizadas normas de convivencia del anonimato que confiere la ciudad — , para ayudarnos a comprender qué hay de oscuro en la España vacía. En el pueblo. Pues aquello que tienen en común Santiago Mainar y Yog-Sothoth es que ambos traen de nuevo el terror y la muerte (cuando no también el tan temido provincianismo) a la vida cotidiana.
Por eso dedica tanta atención a la crónica negra. También que, cuando la deja a un lado, es para adentrarse en Las Hurdes, el romanticismo y, finalmente, al Madrid de Enrique Tierno Galván, ese Charles Dexter Ward que, lejos de enloquecer, se hizo pasar toda la vida por Joseph Curwen en un papel que le daría la alcaldía de la villa haciéndose pasar por provinciano. Porque una vez queda clara la separación entre las dos Españas es necesario ver cómo se relacionan y se ven según se van juntando.
En el proceso también desdice algunos mitos sobre el país. Por ejemplo, la idea de que hubo un tiempo en que España no estuvo vacía. En el ensayo apreciamos que buena parte del país ha sido siempre un estado despoblado, un océano marrón donde la vida es dura e ingrata, cuando no directamente sofocante, al cual afectó el éxodo rural de forma más radical porque sus habitantes hemos sido siempre bastante pocos. España siempre ha sido una miríada de pueblos salpicados a través de kilómetros de la nada más absoluta: no un espacio vacío, sino un espacio con una ausencia primordial de algo. De recursos, de paisajes, de personas. Y de ahí, su posterior vaciamiento.
De ese modo se explica también la desquiciada relación que tiene nuestro país consigo mismo. La tensión entre el exterior-interior, la España vacía de los pueblos, y el interior-exterior, la España llena de las ciudades, se ha resuelto en una relación asimétrica, absolutamente desesperanzadora, donde la primera tiene más influencia electoral, pero la segunda más influencia política. O lo que es lo mismo, la España vacía elige a los políticos que gobernaran desde y para la España llena.
Ese no es el problema. No que España esté vacía, que siempre lo ha estado, sino que existen dos Españas que no se comunican entre sí, que no se escuchan cuando hablando. La España llena, la que clama por la regeneración y una política europea, se ve lastrada por una España vacía, conservadora y aferrada a los poquísimos privilegios que tiene, que lo único que desea es que, por una vez, piensen en ella. Algo que no se puede solucionar sólo con la voluntad de regeneración política o un cambio de medidas electorales, pues el único modo de cauterizar esa herida, de permitir que nos deje de doler España, es volviendo a abrir las comunicaciones entre ambos espacios. Entre el exterior-interior de una España abotargada y olvidada y un interior-exterior de una España egotista y europea.
Sergio del Molino no tiene ni la cura ni el diagnóstico, pero sí señala ciertos síntomas. Ciertas apreciaciones. Todo ello con un estilo sencillo, plano, que a veces se ve lastrado en ritmo, donde la crónica se traviste de ensayo sin alcanzar a serlo nunca. Aunque muchas veces lo requiera. Más un retrato que se pretende distanciado, sin tomar partido en su afán periodístico y objetivo, que un ensayo que ausculta, reflexiona y propone soluciones, incluso si son erradas, limitadas o directamente inútiles. Incluso si no tomar partido es un modo de hacerlo.
Tal vez España no tiene quien la escriba, pero ha encontrado quien ha querido escucharla. Escucharla, que no reconocerla en su otredad. Y lo que ha retratado tras hacerlo no son los ecos ininteligibles de entidades exteriores, sino los lamentos de personas que viven en la España primordial. En la España vacía. Aquel lugar que todavía hoy no sabemos reconocer como propio.
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