Etiqueta: masoquismo

  • El feminismo de Bayonetta. O la emancipación a través de la(s) fantasía(s )

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    Aunque el vi­deo­jue­go es un me­dio his­tó­ri­ca­men­te mas­cu­lino, al­go pa­ten­te en có­mo se ha re­pre­sen­ta­do a la mu­jer en el mis­mo, de vez en cuan­do de­mues­tra ser lo su­fi­cien­te­men­te auto-consciente co­mo pa­ra pa­liar (en par­te) esa cla­se de pro­ble­mas. Al igual que ha­ría Girls en te­le­vi­sión o las riot grrrls en la mú­si­ca, exis­ten cier­tos vi­deo­jue­gos que quie­ren re­pre­sen­tar a la mu­jer co­mo al­go más que «co­sas bo­ni­tas». Y si bien el tra­ba­jo (y los des­nu­dos) de Lena Dunham es in­tere­san­te, no de­ja de te­ner al­gu­nos pro­ble­mas de ba­se. La cues­tión no es si los cuer­pos no-normativos pue­den ju­gar tam­bién con las re­glas del pa­triar­ca­do, sino si exis­te al­gún mo­do de trascenderlo.

    Bayonetta es un jue­go que pue­de pa­re­cer pro­ble­má­ti­co en pri­me­ra ins­tan­cia. Bayonetta es un jue­go fran­co en su re­pre­sen­ta­ción. Su pro­ta­go­nis­ta es una bru­ja de cur­vas im­po­si­bles que va ves­ti­da con su pro­pio pe­lo que, se­gún va hi­lan­do com­bos, va des­ha­cién­do­se de par­te o la to­ta­li­dad del mis­mo. Con to­do, en nin­gún mo­men­to ve­mos na­da ex­plí­ci­to. Y si bien po­dría­mos pen­sar que Bayonetta no es más que la clá­si­ca mu­jer hi­per­se­xua­li­za­da del me­dio, es­to no es del to­do cier­to. No to­da re­pre­sen­ta­ción es siem­pre li­te­ral, pues siem­pre ca­be la po­si­bi­li­dad de que sea pa­ró­di­co. De ese mo­do, la ma­yor vir­tud de Bayonetta es la de Don Quijote: ser la pa­ro­dia hi­per­bó­li­ca de to­do aque­llo que se ha apo­de­ra­do de cier­tas for­mas del pen­sa­mien­to hegemónico.

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  • la estética como definición del ser

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    En úl­ti­mo tér­mino to­do cuan­to ocu­rre en el mun­do hu­mano se po­dría re­du­cir a cons­tan­tes es­té­ti­cas que se re­pro­du­cen co­mo los in­va­ria­bles mo­men­tos de sin­gu­la­ri­dad de la reali­dad. Así, ca­si de un mo­do sar­dó­ni­co, po­dría­mos afir­mar que ca­da ins­tan­te par­ti­cu­lar del mun­do se po­dría de­fi­nir an­te la pre­ci­sa re­pre­sen­ta­ción es­té­ti­ca del mis­mo. Cosa que, por otra par­te, pa­re­ce que­rer jus­ti­fi­car so­lem­ne­men­te el gran Junichiro Tanizaki en su si­nies­tro re­la­to El tatuador.

    En es­ta bre­ve his­to­ria Tanizaki nos na­rra co­mo el más há­bil de los ta­tua­do­res de Japón, Seikichi, se ob­se­sio­na con la fi­gu­ra de una an­ti­gua prin­ce­sa co­no­ci­da por po­seer una be­lle­za só­lo com­pa­ra­ble con su des­pia­da­do ca­rác­ter. Así pa­sa­rá su vi­da en bus­ca de una jo­ven que me­rez­ca por­tar el ta­tua­je que es­ta te­nía, una te­mi­ble ara­ña que ocu­pa­ba to­da su es­pal­da y di­cen era ca­paz de de­vo­rar a cuan­tos hom­bres osa­ran con­tra­riar­la. De és­te mo­do no du­da­rá en tor­tu­rar y se­cues­trar a una jo­ven pa­ra con­ver­tir­la así en aque­lla an­ti­gua prin­ce­sa; su­ble­var­la en la per­so­ni­fi­ca­ción de su ideal de be­lle­za. La cruel­dad de Seikichi, só­lo acep­tan­do a quie­nes son real­men­te be­llos y lue­go ha­cién­do­les su­frir más do­lor del ne­ce­sa­rio en sus ta­tua­jes, cris­ta­li­za en su ideal es­té­ti­co fi­nal: la be­lle­za más ab­so­lu­ta só­lo pue­de dar­se en la de­pre­da­ción na­tu­ral. Así la con­fec­ción del ta­tua­je más que un in­ten­to de real­zar la be­lle­za ex­te­rior de la chi­ca, pues es­ta ya exis­tía, con­sis­ti­ría en mol­dear el ca­rác­ter de la mis­ma. El do­lor sen­ti­do por las in­ce­san­tes ho­ras de tra­ba­jo so­bre la piel ce­tri­na de la mo­de­lo desem­bo­ca en el he­cho inau­gu­ral de una nue­va be­lle­za; en la acep­ta­ción del do­lor en tan­to ca­na­li­za­do­ra del mis­mo la jo­ven se con­vier­te en la princesa.

    El te­rror de Tanizaki se des­ata en esa su­bli­ma­ción de la es­té­ti­ca, só­lo se pue­de en­con­trar la au­tén­ti­ca be­lle­za en aque­llo su­bli­me; en la mi­ra­da ha­cia un abis­mo tal que no po­de­mos lle­gar a com­pren­der pe­ro nos su­ble­va en ese go­zo­so do­lor. La be­lle­za tran­si­ta aquí (ca­si) co­mo un ac­to ma­so­quis­ta, no só­lo es­tá con­di­cio­na­do por aque­llo que so­mos sino tam­bién por aque­llo que de­sea­mos. Y la ara­ña se co­ro­nó de llamas.

  • la catártica mediación del yo

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    Otra co­la­bo­ra­ción es­ta vez de la mano de Francis Ruiz tam­bién co­no­ci­do co­mo Sicknarf en al­gu­nos círcu­los que nos de­lei­ta con una ex­po­si­ción so­bre mú­si­ca de la cual po­dréis apren­der mu­cho. Además pa­sa­ros por su ge­nial blog de po­lí­ti­ca, so­cie­dad y cul­tu­ra En el Asunto.

    Hoy les ha­bla­ré del ser más te­rro­rí­fi­co que exis­te. Ese que nos acom­pa­ña 24 ho­ras al día, 365 días al año y só­lo se va cuan­do mo­ri­mos. Estoy ha­blan­do de uno mismo.

    Del yo co­mo mons­truo nos ha­bla Trent Reznor en la opre­si­va Happiness In Slavery, com­ple­men­ta­da con su vi­deo­clip, di­ri­gi­do por Jon Reiss y pro­ta­go­ni­za­do por Bob Flanagan. Nadie le obli­ga a en­trar en la ha­bi­ta­ción ni a sen­tar­se en la má­qui­na. Ni si­quie­ra cuan­do su cuer­po es des­tro­za­do es­tá cla­ro que se de cuen­ta de la di­ná­mi­ca en la que es­tá. Pero da lo mis­mo, por­que no hay un ca­mino de vuel­ta. Todo lo que que­da­ba en él de con­trol se fue con su re­fle­jo en el espejo.

    Con es­tas mim­bres, cual­quie­ra po­dría pen­sar que Reznor es un mo­ra­lis­ta. Lo cier­to es que no, por­que si bien el Downward Spiral era un des­cen­so que aca­ba­ba con el pro­ta­go­nis­ta en el abis­mo, con el EP Broken nos vino a de­cir que aún po­de­mos arras­trar­nos mu­cho tiem­po en el fon­do. Y que una vez allí, lo su­yo es el re­go­deo en el fan­go y que más va­le en­con­trar la fe­li­ci­dad en la es­cla­vi­tud. Esclavos de las peo­res for­mas de no­so­tros mis­mos, del mons­truo que te­ne­mos en­ce­rra­do las per­so­nas de bien, pe­ro que en otros exi­ge sa­cri­fi­cios ca­da vez más gran­des en una hui­da ha­cia de­lan­te bus­can­do for­mas de sa­tis­fac­ción ca­da vez más ex­tre­mas. Después del fre­ne­sí des­truc­ti­vo que es Happiness in Slavery, una can­ción que no da tre­gua ni mu­si­cal­men­te ni con­cep­tual­men­te, Reznor se nos jus­ti­fi­ca con el si­guien­te te­ma: I tried and I gi­ve up. Se en­co­ge de hom­bros y nos de­ja pa­ra vol­ver a su celda.

    En de­fi­ni­ti­va, na­da me­jor pa­ra Halloween que re­cor­dar la au­tén­ti­ca ma­ne­ra de aca­bar he­chos tri­zas sin me­dia­ción de lo pa­ra­nor­mal. Y es que, si se dan las cir­cuns­tan­cias ade­cua­das, po­dría ser usted.