En último término todo cuanto ocurre en el mundo humano se podría reducir a constantes estéticas que se reproducen como los invariables momentos de singularidad de la realidad. Así, casi de un modo sardónico, podríamos afirmar que cada instante particular del mundo se podría definir ante la precisa representación estética del mismo. Cosa que, por otra parte, parece querer justificar solemnemente el gran Junichiro Tanizaki en su siniestro relato El tatuador.
En esta breve historia Tanizaki nos narra como el más hábil de los tatuadores de Japón, Seikichi, se obsesiona con la figura de una antigua princesa conocida por poseer una belleza sólo comparable con su despiadado carácter. Así pasará su vida en busca de una joven que merezca portar el tatuaje que esta tenía, una temible araña que ocupaba toda su espalda y dicen era capaz de devorar a cuantos hombres osaran contrariarla. De éste modo no dudará en torturar y secuestrar a una joven para convertirla así en aquella antigua princesa; sublevarla en la personificación de su ideal de belleza. La crueldad de Seikichi, sólo aceptando a quienes son realmente bellos y luego haciéndoles sufrir más dolor del necesario en sus tatuajes, cristaliza en su ideal estético final: la belleza más absoluta sólo puede darse en la depredación natural. Así la confección del tatuaje más que un intento de realzar la belleza exterior de la chica, pues esta ya existía, consistiría en moldear el carácter de la misma. El dolor sentido por las incesantes horas de trabajo sobre la piel cetrina de la modelo desemboca en el hecho inaugural de una nueva belleza; en la aceptación del dolor en tanto canalizadora del mismo la joven se convierte en la princesa.
El terror de Tanizaki se desata en esa sublimación de la estética, sólo se puede encontrar la auténtica belleza en aquello sublime; en la mirada hacia un abismo tal que no podemos llegar a comprender pero nos subleva en ese gozoso dolor. La belleza transita aquí (casi) como un acto masoquista, no sólo está condicionado por aquello que somos sino también por aquello que deseamos. Y la araña se coronó de llamas.
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